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Los 18.000 príncipes de Kahlenberg

23 jueves Jul 2020

Posted by ibadomar in Historia

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Asedio, Batalla, Caballería, Húsares, Historia, Imperio Otomano, Jan Sobieski, Kará Mustafá, Leopoldo I, Momentos cruciales, Sacro Imperio, Siglo XVII, Viena

A lo largo de la Historia ha habido días señalados en los que los acontecimientos toman giros dramáticos y el destino de una ciudad, un país, un continente, incluso de la propia Humanidad, parece estar en un equilibrio inestable, a la espera de que un mínimo impulso le haga caer hacia un lado u otro. En este blog hemos descrito algunos de esos días. Quien quiera revisarlos sólo tiene que buscar las entradas marcadas con la etiqueta “momentos cruciales” para encontrar una colección de instantes dramáticos de la Historia. Pero pocos días pueden igualar en intensidad, dramatismo y espectacularidad a la jornada del 12 de septiembre de 1683.

Al amanecer aquel día, los ciudadanos de Viena tenían motivos para la angustia y para la esperanza. Su ciudad, sitiada por el ejército turco desde hacía dos meses, padecía los habituales rigores del hambre y la incertidumbre y estaba a punto de caer, víctima de las minas excavadas por los zapadores otomanos. Apenas unos días antes una sección de la muralla interior se había derrumbado al estallar los explosivos acumulados bajo ella por los asaltantes, que habían conseguido, en esta ocasión, burlar las contraminas. Dos horas duró la batalla que se entabló a continuación hasta que los defensores lograron rechazar el asalto y bloquear la brecha con una barricada. Pero la historia se había repetido en otra parte de la muralla un par de días después. ¿Sería la tercera brecha la definitiva? Los vieneses sabían que la caída de su ciudad ya no era cuestión de días sino de horas.

La esperanza nacía de la llegada de un ejército de socorro. Por la ciudad corría la noticia de que una o dos noches antes se había divisado un cohete que sólo podía significar una cosa: la ayuda que esperaban estaba a punto de llegar y les mandaba una señal para que resistieran apenas unos días más. Por supuesto, el ejército otomano también sabía que la ayuda estaba llegando y se preparó para la batalla. Al amanecer de aquel 12 de septiembre, sitiadores y sitiados eran conscientes de que el destino de Viena se habría decidido, en un sentido o en otro, antes de la puesta de sol.

En un cuento de hadas, la ciudad se salvaría por la llegada de un príncipe a lomos de su corcel; en una película sería un regimiento de caballería el que irrumpiría al toque de carga para liberar la ciudad. Pero la vida no es un cuento de hadas ni una película. Sin embargo aquel día, el destino, que es caprichoso, decidió juntar lo mejor de ambas ficciones en una única realidad. Y por eso, al toque de carga, descendió la colina de Kahlenberg, en socorro de la ciudad, no un príncipe ni un regimiento de caballería, sino un ejército entero de príncipes a caballo dirigidos por un rey.

Jan Sobieski, rey de Polonia con el nombre de Juan III cargaba en persona contra el ejército turco. Junto a él, blandiendo largas lanzas de unos cinco metros de largo, sus corazas resplandecientes, dos grandes alas agitándose a sus espaldas, 3.000 húsares alados, y tras ellos 15.000 jinetes más en la mayor carga de caballería de la historia. El ejército turco, incapaz de resistir la furia de la caballería polaca, hubo de levantar el asedio y huir derrotado. Jan Sobieski describió su triunfo parafraseando a Julio César, pero con un toque de calculada modestia: Venimus, vidimus, Deus vicit (llegamos, vimos, Dios venció).


Jan III Sobieski (Imagen: Wikimedia)

Hasta aquí la parte literaria (que me ha quedado bastante bien, modestia aparte). Quien quiera quedarse con la épica, puede perfectamente dejar de leer y ahorrarse el resto del artículo sin perderse gran cosa. En esencia la descripción es correcta: Viena estaba a punto de caer, llegó un ejército a las órdenes de Jan Sobieski, que cargó al frente de sus húsares alados y los turcos levantaron el asedio. Pero quedan algunas preguntas en el aire: ¿Cómo se llegó a aquél asedio? ¿Por qué el ejército salvador era polaco? ¿Quiénes eran esos húsares alados? ¿Bastó de verdad con una sola carga de caballería para resolver la batalla? Los protagonistas de esta historia merecen que los miremos un poco más de cerca.

Empecemos por los otomanos. El imperio turco había pasado por una etapa de declive, pero bajo Mohamet IV se inicia una cierta recuperación asociada, más que al monarca, a los grandes visires de la familia Koprulu. Uno de ellos, el ambicioso Kará Mustafá, retomó la expansión turca en territorio europeo, emulando a Solimán el Magnífico. Solimán había fracasado en su asedio de Viena en 1529, pero Kará Mustafá creía que las cosas serían distintas bajo Mohamet IV. Aprovechando las revueltas húngaras contra el Sacro Imperio, y las consiguientes operaciones militares de los Habsburgo en la zona fronteriza con los dominios turcos, los otomanos iniciaron la guerra en el verano de 1682. Tras las primeras operaciones y la forzosa pausa invernal, el avance otomano llegó a las puertas de Viena el 14 de julio del año siguiente. Unos 150.000 hombres bajo el mando del mismísimo Kará Mustafá pusieron asedio a la ciudad, que contaba con unos 15.000 defensores.

Kará Mustafá (Imagen: Wikimedia)

El emperador Leopoldo I había tomado sus precauciones. Durante mucho tiempo se había descuidado la defensa frente a los turcos, al ser Francia el principal enemigo, pero ante el avance otomano empezó por buscar aliados: el primero de ellos Jan Sobieski, rey de Polonia, con el que firmó una alianza por la que ambos se apoyarían mutuamente si los turcos avanzaban sobre la imperial Viena o la polaca Cracovia. Para defender Viena, Leopoldo contaba con Ernst von Starhemberg, comandante de la guarnición de la ciudad, que pese a su falta de experiencia resultó ser un hombre competente. Decir que dejó la ciudad en sus manos es una expresión rigurosamente exacta, puesto que Leopoldo huyó de Viena el 7 de julio, una semana antes de la llegada de Kará Mustafá.

Tras la tradicional demanda de rendir la ciudad y la negativa de von Starhemberg, las operaciones de asedio comenzaron el 17 de julio. Al oponer resistencia, los vieneses sabían que en caso de derrota serían ejecutados o vendidos como esclavos. En caso de haber abierto las puertas de la ciudad, ésta sencillamente habría cambiado de manos dando a los turcos una posición de vital importancia estratégica, pero sin mayores consecuencias para sus habitantes. Aun así, la ciudad hizo cara a sus sitiadores. Definitivamente, eran otros tiempos.

Organizar un ejército no era para Leopoldo I tarea fácil. Contaba con la ayuda de Sobieski, cierto, pero no era suficiente. El papa Inocencio IX puso dinero para sufragar los gastos de guerra e intentó atraer a los monarcas europeos sin demasiado éxito. Al fin y al cabo el francés Luis XIV, rey de la gran potencia del momento, estaba encantado con el avance turco contra su enemigo austriaco. Es más, lo apoyaba. Leopoldo podía contar sólo con príncipes alemanes, como los de Sajonia y Baviera, que temían que la caída de Viena pusiera a los turcos a las puertas de sus propios dominios. En total, el ejército de socorro no contaba con más de 80.000 hombres. El mando supremo se entregó a Jan Sobieski.

La elección era muy adecuada. En teoría Leopoldo debería haber sido el comandante en jefe, pero tras huir de la ciudad, no parecía la persona más adecuada para dirigir operaciones militares. Jan Sobieski, sin embargo, debía su posición a su talento militar. Esto requiere una explicación: la monarquía polaca nunca había conseguido afirmarse frente a la nobleza y el rey era elegido por una asamblea de notables (la Dieta), que mantenía todo el poder y se oponía a cualquier reforma que modificara la estructura feudal de la sociedad. La consecuencia fue la debilidad polaca a lo largo del siglo XVII tanto por las querellas internas como por las amenazas exteriores y sólo el peligro de la desaparición de Polonia bajo el empuje sueco, ruso y turco llevó a la elección del competente mariscal Sobieski como rey en 1674, tras haber derrotado a los turcos en una batalla el año anterior.

Volviendo a la batalla de Viena, ésta fue más que una carga de caballería. Kará Mustafá, con Viena a punto de caer y un ejército de socorro asomando, decidió intentar el asalto definitivo a la población a la vez que plantaba cara a los recién llegados. Al iniciar las acciones contra el ejército imperial en la madrugada del día 12, consiguió crear una cierta confusión, pero el desorden acabó por implicar a todos los combatientes y la suerte de la batalla estaba aún en el aire cuando apareció la caballería polaca, ya al caer la tarde. Se lo tomaron con calma hasta que aparecieron, pero su intervención fue decisiva.

En cuanto a los húsares alados, hay mucho que no sabemos sobre ellos y no hay imágenes contemporáneas (la de la izquierda es una idealización de finales del siglo XIX o principios del XX). Era un cuerpo de élite de la nobleza polaca y según las descripciones, ciertamente parecían príncipes. Los arreos de sus caballos refulgían como el oro, tenían incrustadas piedras preciosas y los jinetes se adornaban con pieles de leopardo además de las famosas alas, que debían de ir sujetas a la silla o a la espalda del jinete. Pero es casi seguro que esta descripción se refiere a su aspecto ceremonial porque nadie va a la batalla con una fortuna en joyas. Probablemente, sólo los muy ricos se adornaban así y sólo en contadas ocasiones. Sí es probable que buscaran que armas y arreos refulgieran para impresionar al enemigo.

El arma principal de los húsares alados era la lanza larga, de cinco metros e incluso más. Era un arma de un solo uso, puesto que se rompía en el choque, pero con ella los húsares podían enfrentarse incluso a la infantería armada con picas. Tras romper la lanza usaban otras armas: sables, mazas, hachas, pistolas o carabinas. Nadie sabe si las alas se vestían en combate o no. Es posible que fuera así, puesto que podían servir para atemorizar al enemigo y espantar a sus caballos. Si los primeros nativos americanos que vieron jinetes pensaron al principio que hombres y caballos eran un único ser monstruoso, ¿por qué no iban a preguntarse los jenízaros turcos qué extraños seres eran aquellos jinetes alados a los que tenían que enfrentarse?

La carga de la caballería polaca, que efectivamente fue la mayor carga de caballería de la Historia, puso fin a la batalla. Kará Mustafá tuvo que reconocer su fracaso y eso era peligroso en la corte otomana. El poderoso gran visir dejó de serlo y fue ejecutado el día de Navidad de aquel mismo año. Jan Sobieski sigue siendo reconocido como un gran jefe militar pero sus éxitos en el campo de batalla no bastaron para reformar su reino, que siguió debilitándose hasta verse desmembrado en el siglo siguiente. Leopoldo I aprovechó la derrota turca para volver las tornas y conseguir el dominio definitivo sobre Hungría, reconocido por el sultán turco en la Paz de Karlowitz (1699). Fue el epílogo de una historia que durante dos meses hizo que el destino de Europa estuviera pendiente de un delgadísimo hilo. Hasta que 18.000 jinetes lo encauzaron en el último segundo.

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La caída de la monarquía británica

31 domingo Mar 2013

Posted by ibadomar in Historia

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Carlos I, Carlos II, Cromwell, Edad Moderna, Felipe IV, Guillotina, Historia, Isabel I, Jacobo I, Luis XVI, Restauración, Revolución, Revolución inglesa, Siglo XVII

Hace poco escribí un artículo en el que mencioné la célebre decapitación de Luis XVI. En él intentaba desmitificar la imagen de la guillotina como sinónimo de revolución puesto que si Luis XVI fue decapitado con tal instrumento fue simplemente porque ése era el método de ejecución que empleaba la Francia revolucionaria. Ciertamente no es demasiado común que se ejecute a un monarca sea por el método que sea… pero bien mirado tampoco es tan raro como podríamos pensar. Casi 150 años antes de la ejecución de Luis XVI un rey había sido decapitado en Europa. Y en Inglaterra nada menos, país con fama de monárquico y amante de su realeza.

Carlos I de Inglaterra nunca fue un rey demasiado querido. Fue el segundo de su dinastía en reinar, puesto que su padre, Jacobo VI de Escocia, accedió al trono de Inglaterra con el nombre de Jacobo I al morir sin descendencia la inglesa Isabel I. Carlos tuvo la desgracia de que su hermano mayor, Enrique, muriera de tifus en 1612, a los 18 años. El difunto heredero era un joven dinámico y capaz, que apuntaba buenas maneras, muy distinto de su hermano menor, un niño enfermizo, afectado de raquitismo leve y de una cierta tartamudez. Posiblemente estos problemas le causaron un complejo de inferioridad puesto que sabemos de él que tenía un carácter distante, aderezado con un sentido de la dignidad extraordinariamente elevado.

Con 22 años, en 1623, Carlos protagonizó un episodio bastante pintoresco al presentarse de improviso Charles_I_of_Englanden Madrid acompañado del duque de Buckingham para pedir la mano de la infanta María, hermana de Felipe IV (quien haya leído El capitán Alatriste conoce algo de este episodio). El asunto no llegó a buen puerto y a su regreso Carlos clamó por emprender la guerra con España. Pronto tuvo ocasión de lanzarse a las hostilidades puesto que su padre murió en 1625 y Carlos comenzó su reinado con un ataque a Cádiz que resultó un rotundo fracaso. Más adelante entraría en guerra con Francia apoyando a los hugonotes de La Rochelle, pero esta aventura militar resultó otro fiasco. Estas expediciones bélicas suponían un problema puesto que requerían de bastante dinero y para recaudarlo Carlos no tenía otro remedio que convocar al Parlamento, lo que era un proceso penoso para un rey, especialmente uno tan pagado de su realeza, ya que los subsidios conseguidos solían ser insuficientes y las contrapartidas dolorosas. Los lectores habituales del blog ya sabéis además que la imposición de impuestos extraordinarios es un anuncio seguro de turbulencias, como ya comenté en su día.

Entre los sapos que Carlos tuvo que tragar estaba la conocida como Petición de Derechos por la que se declaraban ilegales los impuestos que no fueran aprobados por el Parlamento o el encarcelamiento sin juicio previo, peticiones derivadas de la actuación previa del rey, que anteriormente había decretado la emisión de un préstamo forzoso (ahora lo llamaríamos una quita a los depósitos o algo parecido) que cinco caballeros se habían negado a pagar. El caso de los cinco caballeros y sus secuelas es una muestra de las malas relaciones entre el rey y el Parlamento, que finalmente terminó con la disolución de éste por Carlos. Al contar con menos dinero, el rey se vio obligado a firmar la paz con Francia y España, pero aun así tuvo que recurrir a otros sistemas de recaudación que no nos son tan desconocidos: incremento de las multas, privatización de servicios (perdón, quiero decir venta de monopolios, después de todo estamos hablando del siglo XVII), etc. Parecía que el rey podía arreglárselas, pero repentinamente los problemas empezaron a acumularse.

Las dificultades comenzaron en Escocia. Carlos pretendió introducir un nuevo libro de oraciones y aquí chocó con la presbiteriana Iglesia de Escocia. No vamos a entrar en discusiones teológicas ni de organización eclesiástica. Baste decir que la situación llegó a tal extremo que Carlos alzó en armas un ejército para imponerse a sus díscolos súbditos del norte y finalmente no tuvo más remedio que convocar al Parlamento para hacer frente a los gastos. Corría el año 1640 y los parlamentarios no iban a dejar pasar la oportunidad de resolver los agravios acumulados en los once años de gobierno personal de Carlos antes de abordar la cuestión recaudatoria. Cómo sería la situación de tensa lo demuestra que las sesiones comenzaron el 13 de abril y Carlos disolvió el Parlamento el 5 de mayo. Por algo se le conoce como el Parlamento Corto.

La realidad es tozuda, no cabe duda de eso. Carlos no podía gobernar sin Parlamento y ya que él no estaba dispuesto a aceptarlo de grado, los hechos le obligarían a hacerlo por fuerza. Cuando un ejército escocés derrotó a las tropas del rey y se adentró en territorio inglés, Carlos tuvo que rendirse a la evidencia. Seis meses después de disolverlo Carlos I convocaba, el 3 de noviembre de 1640, el que se conoce como Parlamento Largo, el cual forzó medidas tales como la obligación de ser convocado cada tres años por lo menos sin que se pudiera disolver sin su consentimiento. Carlos tuvo que tragarse estas medidas y más aún, pero lograba un avance por otro lado al negociar con los escoceses un pacto por el que aceptaban retirarse. La situación parecía que se despejaba, porque ya no había urgencia de recaudar dinero. Pero justo entonces todo se vino abajo.

La culpa fue de una sublevación católica en Irlanda. Estaba claro que había que enviar un ejército, pero ¿quién lo dirigiría? El Parlamento no se fiaba del rey y el desencuentro sobre la dirección de las operaciones fue tal que Carlos quiso arrestar a cinco parlamentarios (enero de 1642), para lo que se dirigió al Parlamento acompañado de un grupo armado, pero fracasó porque la noticia de su intento llegó antes que él. Con este acto los apoyos que Carlos aún tenía entre los parlamentarios se desvanecieron. El rey huyó a York y la guerra civil se hizo inevitable. A Carlos no le fue bien y acabó prisionero del Parlamento en 1647. Para colmo la guerra había consagrado como líder militar y posteriormente político a Oliver Cromwell, el caballero de la imagen.

Podría haberse llegado a un acuerdo entre rey y Parlamento, pero se encargó de impedirlo un compañero de Cromwell, el coronel Pride, que hizo una purga entre los parlamentarios: los partidarios del acuerdo fueron arrestados y Carlos fue juzgado, condenado a muerte y decapitado el 30 de enero de 1649. Carlos no fue un buen rey, pero estuvo tan digno ante la muerte que muchos creen que hizo más por la monarquía en el cadalso que en el trono. Como ejemplo de su actitud ante el final, pidió ir bien abrigado al patíbulo para estar seguro de que el frío no le hiciera tiritar y alguno tomara sus temblores por un indicio de temor.

La revolución se había oliver-cromwellconsumado y Cromwell era el gran triunfador. Sometió militarmente a Escocia e Irlanda, donde la represión fue durísima, impuso un rigor religioso extremo y disolvió lo que quedaba del Parlamento en 1653. Cromwell rechazó el título de rey (aunque lo era de facto) y gobernó con mano de hierro hasta su muerte en 1658. Le sucedió su hijo, hasta tal punto era el gobierno de Cromwell una monarquía encubierta, pero el carácter del joven Cromwell no era el de su padre. Atrapado entre el ejército y el Parlamento que se vio obligado a convocar, renunció al cargo en 1659. El vacío de poder fue aprovechado por el hijo del difunto rey, Carlos II, que hizo una proclamación moderada y que regresó del exilio en 1660.

Lo que no dejo de preguntarme es por qué la Revolución Inglesa no tiene la fama de la Francesa. Quizá porque concluyó en una Restauración, pero lo mismo ocurrió en Francia con la coronación de Luis XVIII, y entonces el Congreso de Viena se encargó de que la huella de la Revolución Francesa quedara aletargada. Puede que la diferencia estribe en el detalle psicológico de que para matar a Carlos I se usó el hacha y por eso su ejecución no tiene el halo legendario que la guillotina aporta a la de Luis XVI. O puede que sea porque en Inglaterra la lucha se dio entre dos facciones que ya compartían el poder (rey y Parlamento) mientras que en Francia asistimos a una subversión más completa del orden establecido. O quizás sea porque en Francia hay un trasfondo ideológico del que carecen los hechos de Inglaterra. También hemos de tener en cuenta que la Revolución Inglesa fue un asunto principalmente local, mientras que la Francesa puso a toda Europa patas arriba por obra y gracia de Napoleón Bonaparte.

O puede que la tengamos más olvidada porque después de todo la Revolución Inglesa no dejó de ser una especie de mal sueño. Cuando Carlos II regresó del exilio fue reconocido por el Parlamento que había sido rey de Inglaterra, Escocia e Irlanda desde el mismo momento de la muerte de su padre. Quién lo iba a decir: desde un punto de vista formal, el interregno entre Carlos I y Carlos II jamás existió.

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La realidad y el capitán Kidd

18 jueves Oct 2012

Posted by ibadomar in Historia, Piratería

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Corrupción, Corsarios, Historia, Kidd, Piratas, Siglo XVII

Ah, la realidad, qué testaruda es. Tiene la manía de imponerse y sólo las personas con mucho poder de convicción sobre los demás son capaces de moldearla a su gusto y aun así, normalmente, por poco tiempo. Otros, los más, se conforman con adaptarse a ella, pero a menudo lo hacen a disgusto y la culpan de sus propios fracasos. En esto pensaba yo cuando hace poco toda la prensa española se hacía eco de las palabras del actual presidente del gobierno, que se quejaba de que la realidad le impedía cumplir con su programa electoral. La realidad, esa pérfida, nada menos. Pero no voy a hablar de Mariano Rajoy, aunque me diera la idea para este artículo, sino de alguien que tuvo un problema similar: no supo calibrar sus fuerzas y se embarcó en algo que le venía muy grande. Naturalmente, la realidad le dio un disgusto tras otro hasta conducirle al disgusto final.

Será un placer contar su historia, porque hace tiempo que ni piratas ni corsarios, gremio al que pertenecía nuestro hombre, aparecen por este blog. Una vergüenza para un sitio que ostenta el nombre de una isla que fue refugio de algunos de estos insignes marinos. No está muy claro si nuestro invitado de hoy fue pirata o corsario (os recuerdo que ya en su día publiqué un artículo sobre las diferencias entre ambos), pero en cualquier caso su fama ha traspasado los siglos de tal modo que incluso se hizo una película sobre él en 1945, muy poco rigurosa por cierto. Estoy hablando del caballero cuyo retrato vemos a la derecha, el capitán William Kidd.

Kidd era un escocés que había tenido cierto éxito como corsario a finales del siglo XVII, cuando navegaba bajo una patente que le permitía atacar buques franceses. Sin embargo no debía de tener muchas dotes de liderazgo puesto que una noche en que él estaba en tierra, sus hombres, dirigidos por un tal Culliford, decidieron irse con el barco dejándole abandonado. Kidd consiguió el mando de otra nave con la que perseguir a los amotinados, pero sin éxito. Sin embargo la suerte no parecía haberle dado completamente la espalda, al menos por el momento, puesto que poco después de estos sucesos recalaba en Nueva York, donde en 1691 se casaría con una joven y acaudalada mujer apenas unos días después de que ella enviudara por segunda vez, lo que dio mucho que pensar. Pero como no había pruebas de que el marido de ella hubiese recibido ayuda para su viaje al otro mundo no hubo consecuencias para la pareja y durante los siguientes años William Kidd y su esposa llevaron una plácida y próspera existencia.

Pero la vida tranquila tocaba a su fin. La desgracia de Kidd fue encontrarse con personajes influyentes como Robert Livingston y el gobernador de Nueva York, Massachussets y New Hampshire, Lord Bellomont, que tenían una idea genial para hacer negocio: se trataba de armar un barco que navegaría bajo patente de corso inglesa con el encargo de acabar con determinados piratas y de hostigar el comercio francés, puesto que ambos países estaban en guerra. En la empresa participaban las personas más poderosas del reino, como el Primer Lord del Almirantazgo o el Secretario de Estado y sólo hacía falta un capitán de confianza para el barco. Es difícil decir que no a una oferta de ese calibre hecha por personas de tanta influencia, así que Kidd, con sus patentes de corso, se embarcó en una galera llamada Adventure. Un tipo de barco poco común en la navegación oceánica, pero muy útil en el combate al estar provisto de remos, que le daban una maniobrabilidad que no tenían los buques cuya propulsión dependía exclusivamente de las velas. Es importante, y por eso lo subrayo, recordar que la patente sólo le daba permiso para enfrentarse a piratas y para apoderarse de barcos franceses.

Pronto se hizo evidente que la empresa estaba gafada. Es difícil que las cosas vayan bien en un barco cuando la tripulación no es demasiado… recomendable. La de Kidd resultó no serlo, pero tampoco las circunstancias, esas piezas que conforman la terca realidad, ayudaban. El buque se dirigió en 1696 a Madagascar en busca de piratas a los que apresar, pero se encontró con que no había nadie en los lugares habituales de refugio. Para colmo, durante la travesía Kidd tuvo un roce con un escuadrón de barcos británicos. He leído dos versiones diferentes del motivo del desacuerdo entre Kidd y el comandante de los navíos ingleses, pero ambas coinciden en que Kidd, temiendo que le obligaran a ceder algunos de sus hombres a la Marina, decidió huir durante la noche, lo que le convirtió en un sujeto sospechoso.

Así que tenemos a Kidd y su Adventure en mitad del Océano Índico sin haber logrado su objetivo de capturar piratas ni haber tomado ningún mercante francés, visto con suspicacia por la Marina inglesa y con una tripulación poco de fiar a la que no se le paga por la sencilla razón de que no hay botín. Poco después un informe dijo que su barco había intentado atacar un convoy indio, pero que fue repelido. ¿Habia decidido Kidd pasarse a la piratería? Puede que sí y ciertamente empezaba a tener reputación de pirata, pero si realmente había decidido abandonar la ley… ¿cómo explicar su discusión con el artillero Moore? Éste le recriminó que no atacaran a un buque holandés que habían avistado, lo que habría supuesto violar los términos de la patente de corso, y le acusó de arruinar a todos. Aquello empezaba a parecerse a un conato de motín y Kidd lo cortó de cuajo estampándole a Moore un cubo en la cabeza que le causó la muerte al día siguiente por fractura de cráneo. Las cosas iban de mal en peor.

A finales de 1697 Kidd consiguió al fin una presa: un barco que navegaba bajo pabellón de Francia, lo que confirmó el salvoconducto francés del que se apoderó el corsario al abordar el barco. La carga era de poca importancia, pero era un principio. ¿Estaba cambiando su suerte? Parecía que sí porque poco después llegó el premio gordo: el mercante Quedah, de cerca de 400 toneladas y cargado con oro, sedas, joyas… el sueño de un corsario si no fuera porque la situación legal era complicada: el buque era indio y el capitán inglés, pero tenían un salvoconducto francés y eso les convertía, según Kidd, en una presa legítima. Los corsarios se dirigieron entonces a la Isla de Santa María, junto a Madagascar, donde fueron a coincidir con un viejo conocido de Kidd: el capitán Culliford, aquél que le había robado el barco años antes y que ahora se dedicaba a la piratería.

Lo que ocurrió entonces no está claro: Kidd dijo que buena parte de sus hombres desertaron para unirse a Culliford y por eso no pudo apresarlo, como exigía su patente contra los piratas, mientras que otros alegaron que Kidd y Culliford, tan pirata uno como otro, decidieron echar pelillos a la mar. Lo que es seguro es que la tripulación de Kidd, excepto 15 hombres, se quedó con Culliford mientras su capitán volvía a casa a bordo del Quedah para encontrarse a medio camino con la noticia de que se le buscaba por piratería. Nuestro hombre decidió entonces continuar su regreso muy discretamente y ponerse en contacto con Lord Bellomont por medio de un abogado y hacerle llegar así su versión con la esperanza de salir del apuro. Bellomont fingió creerle y en cuanto tuvo ocasión lo hizo apresar y enviar a Londres para ser juzgado.

Entonces fue cuando Kidd pudo comprender lo que significa, en el mundo de la tozuda realidad, tratar con los poderosos. Sus socios, aquellos hombres tan bien situados en el gobierno, no estaban dispuestos a arriesgar sus carreras políticas involucrándose en el mayúsculo escándalo que podía significar el reconocer que financiaban la carrera delictiva de un presunto pirata. Kidd se tuvo que enfrentar no sólo a varios delitos de piratería sino también a uno de asesinato por la muerte del artillero Moore. Él se defendió alegando que estaba protegido por su patente de corso, que se había visto forzado a situaciones muy difíciles por su tripulación y que los testimonios contra él eran de gente perjura. No dijo nada en contra de sus influyentes socios, quizás esperando que le pudieran sacar del aprieto. En cuanto a los salvoconductos franceses de los dos barcos apresados por Kidd, que le podían permitir alegar que eran presas legítimas, el corsario aseguraba habérselos entregado a su abogado para que se los diera a Lord Bellomont, pero éste acababa de morir y los papeles no aparecieron por ninguna parte.

Kidd fue condenado a muerte y ejecutado el 23 de Mayo de 1701. Hasta para eso tuvo mala suerte, puesto que tuvieron que ahorcarlo dos veces, ya que en el primer intento se rompió la cuerda para regocijo de los espectadores. Al menos él no se enteró muy bien de lo que pasaba porque aquella mañana le dieron tanto ron que estaba totalmente borracho cuando le llevaron al patíbulo. Su cadáver fue embreado y colgado en una jaula para escarmiento público y así permaneció durante varios años.

Si Kidd hubiera sido más prudente no habría aceptado el peligroso negocio en el que lo embarcaron, si hubiese sido más honesto habría reconocido su fracaso aceptando el regreso y la ruina, pero sin ser sospechoso de piratería y si hubiese sido menos confiado se habría vuelto al Índico como pirata tan pronto como supo que le andaban buscando. Pero creyó que podría manejar la situación y al final la realidad, esa testaruda, se impuso.

Por último, nos queda una duda: ¿fue Kidd un pirata o una víctima de las circunstancias? ¿Hasta qué punto decía la verdad cuando juraba que se había visto acorralado por su tripulación y que se había limitado a tomar dos presas legítimas? Al fin y al cabo en el juicio no aparecieron los salvoconductos franceses de los dos barcos que Kidd había apresado. ¿Existían de verdad esos documentos? Y la respuesta es… ¡Sí! Aparecieron a principios del siglo XX, con más de 300 años de retraso para Kidd. No está claro que le hubiesen exculpado y aun de haberlo hecho quedaba la acusación de asesinato por la muerte de Moore, pero ahora sabemos con certeza que en el juicio se jugó sucio.

Si el capitán Kidd se hizo tan conocido no fue por sus hazañas como pirata sino porque durante mucho tiempo se podía ver su cadaver sobre el Támesis, de manera que los marinos que llegaban a Londres tenían una macabra advertencia del destino que aguardaba a quienes se lanzaran a la piratería. También contribuyó a su fama el que varias veces intentara negociar utilizando una supuesta fortuna que aseguraba haber escondido y que ha alimentado la imaginación de muchos buscadores de tesoros. Sin embargo en los méritos de su carrera como pirata Kidd no era rival para hombres como Edward Teach, el célebre Barbanegra, o el gran Bartholomew Roberts pero ésa… ésa es otra historia.

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