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El segundo cisma de Oriente

23 martes Oct 2018

Posted by ibadomar in Historia

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Cisma de Oriente, Constantinopla, Edad Media, Historia, Imperio Bizantino, León IX, Roma, Siglo XXI, Ucrania

Debo de ser una de las pocas personas a las que fascina una noticia de hace apenas unos días: el 15 de octubre se confirmaba que la iglesia ortodoxa rusa rompe sus lazos con el patriarcado de Constantinopla. ¡Un cisma nada menos! ¡A estas alturas! ¡Y por unos motivos nada teológicos! A todo el mundo que conozco le importa un pito lo que ocurra con la iglesia ortodoxa, pero yo estaba de lo más emocionado. ¡Es como retroceder mil años! A 1054 para ser exactos, porque este cisma tiene bastante en común con el que separó a las iglesias católica y ortodoxa.

El caso es que cuando se habla de cisma lo primero que viene a la mente es la aparición del protestantismo, en el siglo XVI. Pero el protestantismo no se limita a asuntos de disciplina sino que entra de lleno en cuestiones teológicas como la de la salvación por la fe o el valor de los sacramentos. En el caso del reciente cisma ruso las cuestiones teológicas son inexistentes, y de ahí mi referencia a 1054, donde el cristianismo se dividió como consecuencia de una disputa menor.

Por aquel entonces, Roma y Constantinopla ya habían tenido algunos encontronazos, como los roces provocados por la querella iconoclasta, e incluso un amago de cisma en el siglo IX; pero los problemas que de verdad enfrentaban a las dos iglesias, occidental y oriental, no eran doctrinales. El problema era que mientras el Imperio Romano desaparecía de Occidente, abatido por las invasiones bárbaras, se mantenía vivo en Oriente. Por ese motivo Constantinopla, la Nueva Roma, no tenía motivos para considerarse inferior a la Vieja Roma. Más aún, Constantinopla seguía siendo la capital del Imperio Romano. Sí es cierto que se concedía una primacía al obispo de Roma, pero era una cuestión fundamentalmente honorífica: al fin y al cabo Roma había visto predicar a San Pedro y a San Pablo. Su obispo, su jefe espiritual, podía considerarse como el primero entre iguales, pero nada más.

Pero hacia el siglo VIII las cosas estaban cambiando, y más que cambiarían con la creación del Imperio Carolingio. Occidente volvía a levantar cabeza y los nuevos papas dejaban de ser de origen griego para proceder, cada vez más a menudo, de Italia. El obispo romano volvía a considerarse como cabeza de la Iglesia, primacía que el patriarca de Constantinopla consideraba dudosa en el mejor de los casos. El rito latino (es decir, romano) se imponía al griego (es decir, bizantino) en el sur de Italia aprovechando la expansión normanda por la zona, por mucho que los normandos fueran en aquel momento un enemigo común. Por su parte, el patriarca Miguel Cerulario aprovechaba una pequeña controversia doctrinal para tomar represalias cerrando las iglesias de rito latino en su territorio. La situación estaba, como puede verse, tensa, pero no hay nada que la diplomacia no pueda arreglar. O eso debió de pensar el papa León IX cuando envió como legado a Humberto de Moyenmoutier para arreglar las diferencias entre ambas sedes y buscar la alianza de ambos poderes ante el peligro normando.

Fue un desastre. Para empezar, León IX murió antes de que el cardenal Humberto llegara a Constantinopla, por lo que no estaba claro a quién representaba el legado, si es que representaba a alguien. De todas formas Humberto, a quien Dios no había llamado por el camino de la diplomacia, comenzó por negar un título honorífico a Cerulario ya que, debió de pensar el legado, un enviado del papa de Roma, siga éste vivo o no, no tiene por qué reconocer la preeminencia de nadie. Cerulario, hombre de carácter, se negó a recibir a Humberto y sus compañeros y la bronca fue subiendo de tono hasta que un buen día Humberto excomulgó a Cerulario y se fue de Constantinopla. Cerulario no se inmutó sino que replicó con la excomunión de Humberto y así se consumó el cisma. Lo curioso es que la ruptura en realidad no fue tan traumática como parece: simplemente cada sede eclesiástica siguió por su camino.

Y ahora volvemos al siglo XXI, en el que la iglesia ortodoxa de Ucrania está subordinada al patriarca de Moscú. O lo estaba hasta el pasado 11 de octubre. Ese día, el patriarca de Constantinopla decidió aceptar la petición de autocefalia de la iglesia ucraniana. Dicho de otra forma, el patriarca de Constantinopla, que viene a ser la máxima autoridad dentro de la iglesia ortodoxa, acepta que los cristianos ortodoxos ucranianos tengan su propia jefatura, independiente de Moscú. El patriarca de Moscú se lo ha tomado bastante mal y cuatro días después anunció la ruptura de las relaciones con Constantinopla. Cuenta además con el apoyo del gobierno ruso, como era de esperar dada la situación de guerra entre Rusia y Ucrania.

En resumen: tenemos a una iglesia que no acepta la primacía de otra, con la que rompe relaciones, en un marco de conflicto político en el que en realidad no hay diferencias teológicas sino una mera cuestión de preeminencia. Y esto que acabo de decir… ¿se refiere al cisma de 1054 o al de 2018? Cualquiera sabe. Lo que sí sé es que cuando leí la noticia sentí, por una vez, que el mundo me resultaba extrañamente familiar.

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Vietnam en el siglo I

26 martes Dic 2017

Posted by ibadomar in Historia

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Antigüedad, Arminio, Augusto, Batalla, Batalla de Teutoburgo, Druso, Germánico, Historia, Momentos cruciales, Roma, Sigfrido, Varo, Vietnam

Hay días en los que se diría que las Moiras, esas divinidades que según los griegos controlan el destino de los hombres, tiran una moneda al aire y deciden el futuro según sea el resultado. En este blog se ha hablado mucho de esos momentos cruciales: en esa categoría están Salamina, el Marne, Midway… días que amanecieron con una gran potencia en la cima de su poder, aparentemente invencible, y terminaron con un imperio derrotado y un futuro incierto.

A veces el desastre no es tan completo como parece. El Imperio Persa siguió siendo una gran potencia tras Salamina y los Estados Unidos mantuvieron su preeminencia en el mundo tras Vietnam, pero en ambos casos se había demostrado que no eran invencibles. Aunque su poder militar siguiera siendo inmenso, ahora se sabía que eran vulnerables. El impacto puede llegar al extremo de incorporar el hecho como referencia en el lenguaje común: recordemos a Saddam Hussein amenazando a los norteamericanos con un «nuevo Vietnam», o las menciones a la guerra de Afganistán en la década de 1980 como «el Vietnam de la URSS». Afganistán tiene un récord en esta comparación porque también se le llamó «el Vietnam de Obama» en 2009. Si alguna vez escribo un artículo sobre la Guerra de los Treinta Años, puede que lo titule «El Vietnam de Felipe IV».

El Imperio Romano también tuvo su Vietnam particular, incluso podríamos decir que tuvo varios, pero hoy vamos a hablar de una batalla que probablemente moldeó el curso de la Historia. No tuvo lugar en la jungla del sudeste de Asia sino en un bosque europeo, en lo que hoy es Alemania, en el año 9 después de Cristo. Para que nos hagamos idea de la magnitud del desastre no hay nada como ver el siguiente mapa (Fuente: Atlas de Historia Universal, dirigido por José Ramón Juliá, Editorial Planeta, 2000)

La línea roja, trazada a partir del curso de los ríos Rin y Danubio es la frontera definitiva del Imperio Romano en Occidente, mientras que la línea verde sigue el curso del Elba. En aquel año 9 el territorio comprendido entre el Rin y el Elba, en verde claro en el mapa, estaba casi dominado por Roma. Las tribus de la región estaban sometidas, pero no romanizadas. Y el hombre que podría haber acabado la tarea, Publio Quintilio Varo, gobernador de la provincia, resultó no ser la persona más adecuada.

Varo se comportó en Germania como el gobernador autoritario de una provincia completamente sometida. Los germanos se encontraron con una subida de impuestos y unas autoridades que resolvían los conflictos usando un derecho romano que a ellos aún les era ajeno. Sabiendo que Varo, cuando era gobernador de Siria, había crucificado a 2.000 rebeldes tras una revuelta y que volvió de Oriente siendo muy rico, podemos imaginar el tipo de impuestos y de justicia que se encontraron los germanos bajo su dominio y el porqué del aumento de hostilidad contra Roma. Pero Varo también tenía germanos a su servicio, como Arminio… o eso pensaba él.

Arminio era un joven de unos 26 años en el momento que nos ocupa. Como hijo de un jefe de la tribu de los queruscos, había sido enviado a Roma como rehén siendo un niño y por tanto había recibido una educación romana e incluso se había distinguido en el ejército romano. Debía de ser un hombre notable, puesto que incluso se le concedió la ciudadanía romana. En aquel año 9, Arminio era el hombre de confianza de Varo, pero a espaldas de su jefe conspiraba con jefes de varias tribus. El momento propicio se presentó cuando Varo regresaba a sus cuarteles de invierno a la cabeza de las tres legiones destinadas a la provincia: la XVII, XVIII y XIX.

Varo recibió noticias de una sublevación local y decidió reprimirla al momento. Para ello tuvo la idea de atravesar el bosque de Teutoburgo con sus tres legiones, sin tomar precauciones y confiando en su auxiliar, Arminio. Pero Arminio era quien había enviado las noticias y era él quien había organizado la emboscada que aguardaba a las legiones romanas en aquel bosque. Buen conocedor de las tácticas romanas, Arminio sabía que ninguna tribu germana era rival para los romanos en campo abierto. Ni siquiera una confederación de tribus, como la que ahora él dirigía habría tenido ninguna oportunidad en el campo de batalla. Pero en un bosque, sin posibilidad de maniobrar, las cosas eran muy diferentes. Las tres legiones fueron aniquiladas y Varo se suicidó para no caer en manos del enemigo.

La pérdida de tres legiones fue un mazazo para Roma. Las fuentes aseguran que Augusto, al conocer el desastre, acusaba a Varo de la derrota gritando enloquecido: ¡Varo, Varo, devuélveme mis legiones! No es de extrañar, puesto que la frontera quedaba desprotegida y a merced de las incursiones germanas. Para colmo los estandartes de las tres legiones, las célebres águilas que los romanos consideraban como sagradas, se habían perdido a manos de los hombres de Arminio.

Los temores de Augusto resultaron exagerados: Roma había sufrido una derrota, pero el territorio imperial no sufrió ninguna invasión. Sin embargo la humillación debía ser reparada y de ello se encargó el general romano Germánico cuyo nombre, tan apropiado para la ocasión, era en realidad el título honorífico concedido a su padre, Druso, por sus triunfos en aquella región. Ahora le correspondía al hijo estar a la altura de su padre en el mismo territorio y contra los mismos enemigos.

Germánico demostró ser un digno hijo del gran Druso. Consiguió recuperar dos de las tres águilas (la tercera permanecería en poder de los germanos hasta que fue rescatada en tiempos del emperador Claudio), pero no logró apresar ni derrotar definitivamente a Arminio. Tampoco hacía falta: Arminio murió 12 años después de su gran victoria, asesinado por miembros de su propia tribu y víctima de la desconfianza que acompañaba al gran poder que había alcanzado. Por su parte, Roma desistió de intentar anexionarse el territorio situado entre el Rin y el Elba. Las acciones guerreras de Germánico fueron de castigo, no de conquista. La frontera permaneció en el Rin hasta la caída del Imperio.

Los historiadores del siglo XIX, la época del nacionalismo, vieron en la traición de Arminio, al que se conocería en Alemania como Hermann, no la rebelión de un ambicioso jefe tribal, sino el nacimiento de una conciencia nacional germánica que se oponía al invasor extranjero. Pero la interpretación más interesante (al menos para mí, porque me fascina la mitología) implica que la captura del botín de la batalla pudiese estar detrás de la leyenda del Oro del Rin, y que Arminio pudiera ser la inspiración del héroe Sigfrido mientras las águilas, símbolo de la legión romana, ocuparían un lugar en las leyendas germánicas como dragones.

Si Varo hubiese sido más precavido o Arminio menos ambicioso, es posible que las tres legiones romanas hubieran sobrevivido y que las tribus situadas entre el Rin y el Elba hubiesen sido totalmente romanizadas. Esto podría haber supuesto un importante cambio en la cultura de lo que hoy es Alemania. Por ejemplo, es probable que hoy se hablase una lengua romance en aquella región. Habría bastado con que Varo hubiese decidido no internarse en aquel peligroso bosque, que hubiera explorado adecuadamente el terreno o que Arminio hubiese preferido una carrera en el ejército romano a la jefatura de una confederación de tribus. Algunas veces el destino del mundo está en manos de una sola persona y Teutoburgo es un buen ejemplo.

 

 

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Con los ojos del pasado

29 domingo Oct 2017

Posted by ibadomar in Arte, Historia

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Adriano, Agripa, Apolodoro de Damasco, Arquitectura, Arte, Historia, Maison Carrée, Nimes, Panini, Panteón, Renacimiento, Roma, Urbano VIII

Hace mucho que no escribo sobre Historia del Arte, a pesar de que es una parte fascinante del estudio de la Historia en general. En este campo es habitual que las fuentes mencionen obras de arte perdidas, cuya fragilidad no ha permitido que sobrevivieran al paso de los siglos ni a las vicisitudes de los acontecimientos. La pintura en Grecia y Roma, por ejemplo, fue un arte muy apreciado pero sus obras se han perdido casi por completo, mientras que la escultura, menos considerada en aquella época, ha sobrevivido en parte.

Por razones obvias, quedan bastantes ejemplos de obras arquitectónicas de la antigüedad, aunque a menudo estén en estado de ruina. Algunas veces el edificio se conserva bien porque sigue en uso, aunque pueda adoptar una función distinta, como es el caso del que hablaré hoy. Pero por muy bien conservado que esté un edificio, por desgracia no podemos verlo con los ojos de sus contemporáneos. Quien hoy entra en una catedral gótica no se queda asombrado por la altura del edificio, como sí lo hacían los hombres del siglo XII. Y quien visite el Panteón de Roma podrá admirar la amplitud de la sala y la altura de su cúpula, pero no quedará atónito como sí lo haría un hipotético turista del siglo II. Y de eso trata este artículo, de mirar el Panteón con los ojos de quien lo contemplaba por primera vez en la Roma del Alto Imperio.

Al entrar en él, se encuentra uno bajo una enorme cúpula semiesférica que alcanza los 43 metros de altura y en la que se abre un óculo de 9 metros de diámetro. La cúpula es el remate de una gran sala circular de 43 metros de diámetro, y no podía ser de otra manera en la época, ya que en el siglo II aún no se conocían las pechinas y por tanto a los arquitectos les era imposible hacer una cúpula circular sobre una sala cuadrada. El recinto es grandioso, de esos sitios que no se pueden describir con palabras, así que en su lugar pondré imagenes, obtenidas de Wikipedia, cómo no. La primera es una reproducción de una obra de Panini, pintor del siglo XVIII.

Es una buena imagen de la cúpula, que además nos permite ver el interior del Panteón con apenas dos o tres docenas de personas en el recinto, lo que es poco habitual porque suele estar abarrotado de turistas. Puede que la imagen no sea la más adecuada para apreciar bien la forma circular de la estancia, así que veamos el edificio en planta. Observamos, no sólo la forma circular de la estancia principal sino también la existencia de un pórtico en la entrada.

Creo que se aquí sí se ve perfectamente la forma. Al edificio se entra subiendo unos escalones que llevan a un pórtico de columnas. Si se sube por el centro de la escalinata se accede al templo directamente, pero en los laterales se encuentran unas exedras que originalmente albergaban una estatua de Agripa y otra de Augusto. Este pórtico es importante porque en él radica la gran novedad que constituye el Panteón. Los templos de planta circular no eran desconocidos en Roma, aunque utilizar una cúpula para cubrirlos sí era novedoso, pero lo interesante es precisamente la forma de entrar en el edificio. Para entender las implicaciones hay que ver cómo era un templo típico romano, como por ejemplo el que se conserva magníficamente en Nimes, la Maison Carrée.

Bonito, ¿verdad? Es un caso típico de templo romano: rectangular, construido sobre un podio y con un pórtico de columnas en la parte delantera, a la que se accede subiendo una escalinata. En realidad bastaría con quitar la parte principal del edificio, dejando sólo el pórtico, y poner en su lugar un gran tambor para obtener algo parecido al Panteón, y precisamente aquí está el truco. Para verlo bien, observemos una maqueta que pretende recrear el edificio en su entorno original.

Y aquí está la gracia: el Panteón estaba al final de una plaza rectangular y el cuerpo cilíndrico quedaba prácticamente oculto a la vista del visitante, que no tenía más remedio que avanzar de frente sin ver los laterales. Subía la escalera, entraba y… ¡sorpresa! el interior no era rectangular sino circular. Y enorme. Y cubierto con una cúpula inmensa. Y en la cúpula, aquella abertura cenital que lo hacía tan luminoso… Y sin embargo, por fuera parecía un templo normal y corriente, pero por dentro era algo nunca visto.

Toda una genialidad proyectada a principios del siglo II, seguramente por Apolodoro de Damasco, por orden de Adriano para sustituir al Panteón original, que era un templo en honor a todos los dioses, construido a instancias de Agripa unos cien años antes, y que seguía el modelo convencional. El edificio tuvo la fortuna de ser transformado en iglesia en su momento, lo que lo protegió durante toda la Edad Media.

La paradoja es que la Iglesia protegió el edificio, pero fue un papa quien lo alteró sustancialmente. Maffeo Barberini, que tomó el nombre de Urbano VIII, retiró el bronce que cubría la cúpula para fundir los cañones del castillo de Sant’ Angelo. El expolio no pasó inadvertido y muestra de ello es una frase satírica aparecida en un pasquín de la época: Quod non fecerunt barbari fecerunt Barberini (lo que no hicieron los bárbaros lo han hecho los Barberini). Sátira y denuncia en apenas 44 caracteres. Y creíamos que en el siglo XVII no existía Twitter.

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