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Las tres vidas de la Pepa.

05 lunes Mar 2012

Posted by ibadomar in Historia

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Bayona, Carlos IV, Constitucion, Eguía, Elío, Fernando VII, Godoy, Historia, Isabel II, José Bonaparte, Luis XVIII, María Cristina, Napoleón, Riego, Santa Alianza, Siglo XIX, Sublevación de La Granja

Se cumplen por estas fechas 200 años de la aprobación de la primera constitución española. La fecha exacta de su promulgación fue el 19 de marzo de 1812 y por ese motivo, por ver la luz en el día de San José, esta constitución fue conocida popularmente como La Pepa. Su existencia fue muy accidentada y sería posible tomarla, en la línea de otro artículo de este mismo blog, como un intento fracasado de transición; en este caso desde el absolutismo hacia un sistema liberal.

En realidad, la Constitución de 1812 podría considerarse, no como la primera, sino como la segunda constitución española, puesto que ya en julio de 1808 se había aprobado la denominada Constitución de Bayona, que juró el rey José I Bonaparte. Esta constitución, una Carta Otorgada elaborada a instancias de Napoléon, no se suele tener en cuenta cuando se estudia la historia constitucional española por razones obvias, pero sin embargo no dejaba de ser un texto legal; en cierto sentido más legítimo que el surgido de las Cortes de Cádiz, pese a que éste era un texto elaborado por unas Cortes formadas por diputados electos. Y es que la situación que llevó al nacimiento de La Pepa no podía ser más irregular.

El origen fueron los acontecimientos de 1808. Durante las guerras napoleónicas Inglaterra, aprovechando su superioridad naval, imponía un bloqueo a los puertos controlados por los franceses. Al no poder responder con un bloqueo similar, Napoleón optó por el llamado bloqueo continental, prohibiendo el comercio con los puertos británicos. Estando toda Europa bajo el dominio francés un bloqueo así tendría que ser muy dañino para la economía inglesa, pero para que fuese totalmente efectivo se necesitaba que no hubiera ni un solo puerto en Europa que comerciara con los ingleses, incluyendo los de un país tradicionalmente aliado de Su Majestad británica: Portugal. Y para que un ejército francés pudiera obligar a Portugal a sumarse al bloqueo hacía falta pasar por territorio español.

Fue así como entraron las tropas de Napoleón en España, con el beneplácito de sus gobernantes, hacia los que Napoleón no sentía ningún aprecio sino más bien todo lo contrario. Sin embargo el Emperador se equivocaba al llevar sus prejuicios hasta el extremo de extender su desprecio al conjunto del pueblo español. Cierto que España estaba en franca decadencia, pero asumir que se trataba de un país sin energía, que podía ser manejado fácilmente mediante una fuerza de ocupación no demasiado numerosa se iba a revelar como un grave error, aunque no deja de ser cierto que el lamentable comportamiento de Carlos IV, su favorito Godoy y Fernando VII, daban pie a pensar que después de todo los españoles acogerían con agrado un cambio de régimen. Reunidos todos los actores del drama en Bayona, Napoleón consiguió que tanto Carlos IV como Fernando VII renunciaran a sus derechos y dejaran el destino de España en sus manos. Napoleón nombraría más tarde rey a su hermano José y presentaría a una pequeña asamblea de notables españoles la constitución que éstos aprobarían. Era un texto con algunos principios liberales, pero que mantenía en general una monarquía autoritaria.

En realidad la Constitución de Bayona nació muerta porque un par de meses antes de su publicación ya habían comenzado los levantamientos contra el ejército francés. Aparentemente la reacción contra los ocupantes no era legítima puesto que el propio rey había renunciado a sus derechos, pero los insurgentes no aceptaban como válidos los actos de un rey cautivo. La resistencia se organizó en Juntas y pronto hubo una Junta Central que intentaba coordinar los movimientos de resistencia. En estas Juntas hubo de todo: ilustrados reformistas, pero muy moderados, se mezclaban con exaltados liberales y con admiradores del ejemplo revolucionario francés que, sin embargo, no aceptaban la ocupación.

La guerra obligó a la Junta a trasladarse a Cádiz, ciudad liberal por excelencia y por eso fue allí donde se convocaron las Cortes que reunirían, con todas las dificultades que se puede suponer, a los diputados que elaborarían la constitución. El texto resultante fue un clásico de las constituciones liberales que consagraba cuestiones tales como la división de poderes, la libertad de imprenta o la abolición de la tortura. El texto, naturalmente, no resultaría del agrado de los absolutistas.

El destino de la Constitución  se decidió cuando, derrotado Napoleón, volvió Fernando VII a España. El apoyo a la Carta Magna no era unánime entre los diputados, ni mucho menos, y el rey no vio la necesidad de jurar un texto que ponía límites a su poder. Apoyándose en los absolutistas y con la participación de parte del ejército, dirigido por los generales Elío y Eguía, Fernando VII derogó la Constitución y ordenó detener a los diputados liberales. La actuación de Fernando no deja de cuadrar con el ambiente de una Europa que, tras el vendaval napoleónico, veía resurgir con fuerza el absolutismo y que al año siguiente albergaría el nacimiento de la Santa Alianza, firmada por las absolutistas Austria, Rusia y Prusia para apoyarse entre sí.

La Constitución había quedado anulada por la falta de consenso entre los propios españoles, que permitió que la situación se resolviera finalmente mediante un golpe militar. Pero esa misma división social permitió que seis años después el texto volviera a la vida, también mediante un golpe militar: el pronunciamiento de Riego el 1 de enero de 1820 al frente de un ejército de 15.000 soldados que estaban a punto de partir para América. Fernando VII se vio obligado a acatar la Constitución y jurarla el 9 de marzo de ese año. Queda para la Historia su frase: «marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional».

Marchó por esa senda, sí, pero no francamente. El experimento podría haber funcionado si entre los propios liberales no hubiera aparecido una enorme grieta entre los moderados y los exaltados, con altercados violentos a los que se sumaban las intentonas de insurrección absolutistas. Entretanto la Santa Alianza observaba los acontecimientos y se preparaba para una intervención que acabara con el régimen constitucional. Francia, recuperada para la causa absolutista bajo el gobierno de Luis XVIII, aportó la fuerza armada necesaria, el ejército llamado de los cien mil hijos de San Luis. La operación militar francesa comenzó en abril de 1823 y, para sorpresa general, apenas encontró resistencia. El país que diez años antes se había convertido en la peor pesadilla de un ejército de ocupación carecía ya de energía. Fernando VII volvió a gobernar de forma absoluta, desencadenando una represión más dura aún que la de 1814; tanto que las propias potencias de la Santa Alianza recomendarían moderación a Fernando.

La constitución había caído por segunda vez, pero aún volvería a estar vigente una vez más cuando en 1836, ya muerto Fernando VII y en plena guerra carlista y con las habituales tensiones entre distintas facciones políticas, la rebelión de los suboficiales de la guarnición del palacio de La Granja conocida como motín de los sargentos, obligó a la regente María Cristina a jurar el texto, que esta vez no sería derogado por métodos violentos sino por la entrada en vigor de una nueva constitución, la de 1837, que resulta ser una versión modificada de La Pepa. El nuevo texto sin embargo es más moderado, puesto que amplía el margen de actuación de la Corona, permitiéndole por ejemplo disolver las Cortes. Posiblemente el único punto en el que la constitución de 1837 es más liberal que la de 1812 es en la aconfesionalidad del Estado.

El resultado final es que España contó con su constitución, pero con 25 años de retraso. En 1812 la Constitución de Cádiz era un texto vanguardista, pero en 1837 ya había perdido su carácter pionero. Peor aún, en aquellos 25 años se había introducido el germen de la intervención militar en la vida política que haría que durante todo el reinado de Isabel II el método habitual de cambio de gobierno fuese el del golpe de estado, se había permitido una ocupación extranjera para acabar con un régimen constitucional y se había desencadenado una cruenta guerra civil. El país que con su flamante Constitución de 1812 parecía pionero en iniciar el camino que llevaba del Antiguo Régimen a una sociedad democrática, quedaba en el furgón de cola de la evolución hacia el mundo contemporáneo. Las consecuencias siguen siendo visibles 200 años más tarde.

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La transición fallida de 1875

13 viernes Ene 2012

Posted by ibadomar in Historia, Política

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Alfonso XII, Alfonso XIII, Amadeo de Saboya, Antonio Maura, Anual, Castelar, Cánovas, Guerra de Marruecos, Historia, Isabel II, Primera Guerra Mundial, Primera República, Restauración, Siglo XIX, Transición

No sé si todo el mundo percibiría lo mismo que yo, pero a mí me pareció que las elecciones generales del pasado 20 de noviembre se celebraban en un ambiente de desencanto. No creo que sea yo el único porque es sabido que los ciudadanos consideran que los políticos son una plaga para el país y uno de los lemas más celebrados del movimiento llamado 15M es «No nos representan». Las críticas se centran en las listas electorales cerradas y bloqueadas y el empleo de la Ley D’Hont, pero este sistema electoral no surgió por azar y para comprender su existencia hemos de retroceder a los años de la Transición.

Era un momento de incertidumbre, en el que los ciudadanos con derecho a voto iban a verse por primera vez con la posibilidad de participar en unas elecciones libres, pero ¿qué saldría de las urnas? En pleno cambio de modelo político, era deseable que el resultado no añadiera más inestabilidad de la que ya había, así que se optó por un modelo en el que los partidos políticos más grandes fuesen tutores del sistema electoral. Con unas listas cerradas y bloqueadas el ciudadano tenía poder de elección, pero no tanto como para provocar resultados de gran complejidad. Se quería evitar a toda costa una situación a la italiana, de gobiernos de poca duración, coaliciones complejas de hasta cinco partidos y gran peso del Partido Comunista. Recordemos que en plena guerra fría los partidos comunistas europeos estaban muy influidos, cuando no directamente manejados, por la Unión Soviética.

No parecía muy sensato llevar a un país recién salido de una larga dictadura militar marcadamente anticomunista a una situación de inestabilidad en la que la clave para sostener o derribar un gobierno la pudieran tener el Partido Comunista o una coalición precaria de partidos recientemente formados con unos diputados con mucho entusiasmo y ninguna experiencia. Un panorama demasiado tentador para una intentona totalitaria; así que se optó por un sistema democrático devaluado, en el que la ciudadanía opina, pero donde el poder real lo tienen los partidos políticos, que sitúan en el Parlamento a quien les conviene. ¿O alguien duda de que si un partido grande pone a alguien como número cinco en la lista por Madrid, esta persona obtendrá escaño aunque se trate de un completo desconocido sin mérito ni experiencia?

Puede que en 1978 esta solución fuese la menos mala, pero debería haberse tratado de un arreglo provisional, que se ha convertido en duradero porque los únicos que pueden cambiarlo son los grandes beneficiados. El sistema se enfrenta así a una crisis de credibilidad y a una progresiva parálisis. Algo que no era fácil prever en 1978… y eso que había precedentes.

El sistema de la Restauración.

En 1875 la situación era complicada. La caída de Isabel II en 1868 trajo una gran inestabilidad política. Cuando por fin se encontró a un rey adecuado en la persona de Amadeo de Saboya, éste fue tan mal recibido por casi todas las facciones políticas que renunció cuando apenas llevaba dos años de reinado; la Primera República tampoco trajo tranquilidad sino todo lo contrario puesto que a la guerra carlista se añadió el levantamiento cantonal. Finalmente el regreso de los Borbones, en la persona de Alfonso XII, sí inauguró un periodo de estabilidad bajo el sistema construido por Antonio Cánovas del Castillo, que conocemos como la Restauración.

El problema era similar al que existiría 100 años después: la falta de un electorado independiente. Castelar lo expresó con rotundidad: «No tenemos cuerpo electoral» y en el mismo sentido se manifestaban Alonso Martínez o el mismo Cánovas; así que se optó por un sistema en el que hubiera elecciones, pero sin que fuesen determinantes. El procedimiento era el contrario del habitual: el rey no nombraba como jefe de gobierno a quien más votos conseguía sino que la alternancia política ya estaba pactada de antemano y cuando un gobierno estaba desgastado el rey nombraba a un nuevo presidente, que disolvía las Cortes y convocaba unas elecciones en las que los resultados siempre le daban una mayoría cómoda. Para conseguir esto el fraude electoral era moneda corriente: caciquismo, pucherazos y el sistema del encasillado, por el que el ministro de Gobernación colocaba en las casillas correspondientes a cada distrito los nombres de aquellos candidatos que los partidos habían pactado que debían ser elegidos. Era un sistema corrupto, pero que consiguió una estabilidad que era muy necesaria, sin los clásicos pronunciamientos que habían marcado la política del siglo, y que inauguró una nueva época más próspera y en la que se avanzó en la modernidad. Si hubiese sido un sistema provisional que hubiese sido sustituido en unos años por otro realmente representativo podría haber constituido un acierto, pero se convirtió en un sistema duradero.

Cuando Alfonso XIII comenzó su reinado efectivo en 1902 el sistema ya empezaba a dar signos de parálisis. Tras la desaparición de sus primeros líderes, los dos grandes partidos estaban fragmentados en diferentes facciones, pero además el Ministerio de Gobernación ya no dominaba totalmente todos los distritos, sino que en muchos de ellos los caciques habían ganado tanta influencia como para renovar su escaño independientemente del gobierno en el poder. El deterioro del sistema dio algo de sentido a las elecciones, puesto que ya el Ministerio no dominaba completamente los resultados, pero la corrupción continuó en forma, por ejemplo, de compra de votos.

Hubo intentos de reforma, como la célebre «revolución desde arriba» de Antonio Maura o el proyecto de Canalejas, que pasaba por regenerar antes la sociedad al juzgar imposible la regeneración política sin un previo cambio cultural y social, pero ninguno de estos planes cuajó. A partir de 1913 en ambos partidos aparecieron ya no facciones, sino auténticas escisiones mientras surgían nuevas fuerzas políticas, que aumentaban la complejidad en un sistema pensado para dos únicos partidos.

A la complejidad política, con gobiernos efímeros de los que alguno llegó a durar apenas un mes, se añadía la social. La Primera Guerra Mundial causó una aparente prosperidad, al convertirse la neutral España en abastecedor de los contendientes, pero los grandes beneficios empresariales contrastaron con el descenso del nivel de vida de la clase obrera, al subir los precios mucho más que los salarios. El intento de Santiago Alba de introducir un impuesto sobre beneficios extraordinarios fracasó por la oposición de los sectores empresariales, principalmente vascos y catalanes, y sólo consiguió potenciar los sentimientos nacionalistas periféricos. Para remate, la guerra en Marruecos llevó al desastre de Anual en 1921.

El sistema que había puesto fin a los pronunciamientos militares cayó en 1923 por un golpe de Estado que no encontró oposición ni del gobierno ni del rey ni de la población. Es significativo que ni siquiera los partidos socialistas y republicanos protestaran. La falta de vitalidad de la democracia devaluada surgida de la Transición de 1875 moría víctima de su propia falta de credibilidad. ¿Cuánto le durará el crédito a la de 1978?

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