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La epidemia que venció a Pericles

19 jueves Mar 2020

Posted by ibadomar in Historia

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Antigüedad, Atenas, Epidemia, Esparta, Grecia, Guerra del Peloponeso, Historia, Muros largos, Pericles, Salamina

Tenía que pasar tarde o temprano. No hay periodo histórico que esté libre de una gran calamidad omnipresente y llevábamos mucho tiempo sin que apareciera una. Desastres ha habido, sí, pero nada comparable a una crisis generalizada como las dos guerras mundiales del siglo XX, las guerras napoleónicas del XIX, la guerra de sucesión o la guerra de los siete años en el XVIII, la guerra de los 30 años en el XVII… cada época y región tiene su gran calamidad y nos ha llegado la nuestra.

A pesar de todo y mirando con perspectiva, la situación, aun siendo trágica, no es demasiado mala. Se anuncian los primeros ensayos de vacunas y hay noticias sobre tratamientos esperanzadores. Es cierto que pasará tiempo antes de que la epidemia del coronavirus sea un mal recuerdo, pero no durará tanto ni será tan mortífera como la gripe de 1918, por poner un ejemplo. Aun así, supondrá miles de muertos y muchas personas en la ruina.

Pero no hemos venido aquí, a este blog, para hablar del presente. Para eso existen sobradas fuentes de información y análisis. Estamos aquí para contemplar el pasado y, si es posible, aprender de él. No sé si hay enseñanzas que extraer de la peste de Atenas, pero al menos servirá para hacernos ver que hubo plagas peores… y para tener algo de lectura en estos días de cuarentena generalizada.

Pongámonos en situación: Atenas había entrado en guerra con Esparta. Nadie podía saberlo, pero aquella guerra, que empezaba en el año 431 antes de Cristo, iba a prolongarse durante casi 30 años aunque con alguna interrupción, y resultaría especialmente devastadora para el mundo griego en general y para Atenas en particular. Y eso que Atenas se había preparado a conciencia construyendo sus célebres muros largos.

Recordemos que durante las guerras médicas, los persas habían logrado ocupar Atenas. Por aquel entonces ya había diferencias entre los griegos acerca de la estrategia: los espartanos se sentían seguros en el Peloponeso y creían que bastaba con fortificar el istmo de Corinto y retirarse detrás, pero eso suponía dejar indefensa la ciudad de Atenas. Los atenienses siempre confiaron en su flota, y tras Salamina tenían muy buenas razones para hacerlo. Para completar su defensa decidieron hacer inexpugnable su ciudad. Esparta se oponía fieramente a esa opción, pero Atenas presentó los hechos consumados: los llamados muros largos convertían a la ciudad en un bastión inatacable.

Imagen tomada de Wikipedia

La imagen muestra la disposición de los muros largos, que no sólo defendían la ciudad, sino que incluían el puerto de El Pireo, que estaba a unos 6 Km de distancia. En el mundo antiguo, la poliorcética, que es la técnica de tomar posiciones amuralladas, estaba apenas desarrollada, por lo que la mejor manera de enfrentarse a una ciudad bien defendida era sitiarla, arrasar las cosechas y esperar que el hambre hiciera el resto. Si los asediados querían impedirlo tenían que salir de la ciudad y presentar batalla. Ahí llevaba ventaja Esparta, con la infantería más poderosa de la época.

Pero Atenas, con su poderosa flota, podía reírse de los asedios. La ciudad controlaba las rutas marinas hasta el Ponto Euxino (el Mar Negro), y por tanto el acceso a las fértiles tierras de lo que hoy es Ucrania, que eran, y siguen siendo, el granero de Europa. Los muros impedían tomar la ciudad al asalto y la flota aseguraba que no habría hambre. Atenas podía dormir tranquila por mucho que los espartanos estuvieran a sus puertas.

Al empezar la guerra, Pericles trazó una estrategia muy conservadora. Como era de esperar, los espartanos invadieron el Ática, llegaron a los pies de Atenas, arrasaron las cosechas… y nada más. Atenas no presentó batalla para impedirlo. Lo que sí hizo fue enviar una flota que fue recorriendo el Peloponeso para ir arrasando zonas costeras: “tú destruyes mis cosechas con tu ejército, yo destruyo las tuyas con mi armada y veremos quién se cansa antes”. Sabiendo que Atenas tenía el suministro asegurado, era cuestión de esperar.

Pero la espera podía ser muy frustrante para los atenienses, que habrían preferido ver derrotado claramente al enemigo. Aún así, Pericles se mantuvo firme y quizás su estrategia habría triunfado de no ser porque a la población que normalmente vivía intramuros se le había sumado la de los campos de alrededor. Pero entonces hizo su aparición la enfermedad. Puede que no fuera causada por el hacinamiento prolongado, pero las condiciones eran perfectas para que se convirtiera en una epidemia. Tucídides, que sufrió en sus propias carnes la enfermedad, nos cuenta los detalles:

Comenzó (…) por Etiopía, (…) luego bajó a Egipto y Libia (…). A Atenas llegó de un modo inesperado y atacó primero a las personas del Pireo (…). 

Prosigue el relato con una descripción de los síntomas, del problema de los contagios y del hacinamiento, y nos cuenta la anarquía que reinó al generalizarse la creencia de que

nadie viviría hasta el juicio para pagar por sus delitos (…)

No sabemos qué enfermedad en concreto fue la causante de aquella epidemia. Algunos creen que pudo ser el tifus, otros que las fiebres tifoideas, e incluso hay quien cree que pudo ser algo parecido al ébola, pero nadie tiene una respuesta irrefutable y me temo que nos quedaremos con la duda. Lo que sí sabemos son las consecuencias, entre ellas una gran incertidumbre, porque entre las víctimas de la epidemia estuvo el mismísimo Pericles, el hombre que había dominado la política ateniense de tal manera que el siglo V antes de Cristo se conoce con el nombre de Siglo de Pericles.

Con él sucumbió su estrategia, que dio paso a una acción más agresiva. Curiosamente, y en contra de lo que se podría prever, este cambio dio resultados bastante buenos para Atenas puesto que llevó a que ocurriera lo impensable en Esfacteria. ¿Y qué pasó allí? Siento dejaros con la miel en los labios, pero eso os lo contaré en otro artículo, que tenemos aún mucha cuarentena por delante. Hasta entonces, cuidaos mucho y no salgáis a la calle.

 

 

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Un eclipse nefasto

27 viernes Jul 2018

Posted by ibadomar in Historia

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Alcibiades, Antigüedad, Atenas, Eclipse, Esparta, Grecia, Guerra del Peloponeso, Historia, Misterios eleusinos, Nicias, Sicilia, Siracusa

Desde hace unos días, leo constantemente referencias al eclipse de luna de hoy, viernes 27 de julio. Aparecen artículos en prensa acerca de la hora de inicio y la hora de fin del fenómeno, su excepcional duración, en qué partes del planeta será visible… Es fantástico vivir en una era en la que podemos prepararnos para este tipo de eventos porque los tenemos calculados de antemano. No siempre fue así y por eso uno de los tópicos utilizados en novelas, películas y tebeos es el del occidental capturado por una tribu primitiva, que recuerda que está a punto de producirse un eclipse y consigue engañar a sus captores fingiendo que es su poder el que hace oscurecer el sol u ocultar la luna. Un buen ejemplo es el álbum de Tintin, El templo del sol.

Tampoco hay que exagerar, puesto que ha habido civilizaciones antiguas con elevados conocimientos astronómicos. Cierto que esos conocimientos no estaban al alcance de cualquiera, como sí ocurre ahora, pero eso de que nuestros antepasados quedaran anonadados por un eclipse debe de ser una exageración… ¿o no? El caso es que hay al menos un ejemplo de cómo un eclipse ofuscó completamente el juicio de un general para llevarlo al desastre.

El eclipse total de luna que nos ocupa ocurrió el 27 de agosto del año 413 antes de Cristo entre las 9:41 y las 10:30 de la noche. Este fenómeno habría pasado sin pena ni gloria de no ser porque aquella noche, en Sicilia, había una fuerza expedicionaria ateniense a punto de emprender la retirada. Pero veamos primero qué hacían aquellos hombres tan lejos de su Atenas natal.

La guerra del Peloponeso entre Atenas y Esparta había llegado a una paz temporal en el año 421 a.C, conocida como paz de Nicias en honor al estadista ateniense que se encargó de las negociaciones. Eso no quiere decir que Atenas y Esparta conviviesen amigablemente sino más bien que mantenían una guerra fría que podía calentarse súbitamente. Por aquel entonces el Mediterráneo estaba plagado de antiguas colonias fundadas por emigrantes griegos, que por lo general mantenían lazos muy estrechos con su antigua metrópoli. Sicilia en particular tenía varias ciudades muy próximas culturalmente a Atenas, pero la principal población de la isla, Siracusa, se movía en la órbita de Esparta.

No tiene nada de raro que en el año 415 a.C. se debatiera en Atenas la posibilidad de intervenir en una disputa entre dos ciudades sicilianas. Las peticiones de ayuda de una ciudad-estado en contra de otra eran moneda corriente en aquella época. En Atenas había una poderosa corriente de opinión a favor de la intervención. Esta política estaba abanderada por Alcibíades y tenía como fin último el llegar a dominar la rica isla siciliana. En contra de la aventura se alzaba Nicias, que veía alarmado cómo sus conciudadanos se inclinaban por la guerra. Comprendiendo que no podría imponer su punto de vista, Nicias decidió usar la astucia: exageró la fuerza y riqueza de los sicilianos, sugiriendo que haría falta un ejército considerable para imponerse en la isla.

Nicias pensaba que los atenienses no querrían sufragar una expedición tan numerosa y cara como la que él proponía, pero le salió el tiro por la culata: la Asamblea votó a favor de enviar un contingente mucho mayor que el que se debatía en un principio. La fuerza iría comandada por Alcibíades, Nicias y un tal Lámaco. Pero justo antes de embarcar surgió un gran escándalo: docenas de estatuas de Hermes fueron mutiladas en una sola noche.

Aquello era un sacrilegio más allá de lo imaginable y el peor de los presagios de cara a la expedición guerrera: ¡los Hermes, que guardaban los caminos, castrados! Para entender la consternación de la ciudad pensemos en qué ocurriría en Sevilla si en vísperas de la Semana Santa aparecieran dañadas intencionadamente todas las imágenes destinadas a salir en procesión. Surgieron rumores, no se sabe de dónde, de que Alcibíades estaba detrás de aquel espantoso crimen, pero por el momento se dejó partir al ejército, a pesar de que Alcibíades habría querido someterse a juicio antes de zarpar.

Fuese o no por venganza de Hermes, nada salió bien. Los tres generales no se pusieron de acuerdo en la estrategia a seguir mientras que los sicilianos que habían pedido ayuda a Atenas resultaron tener menos medios de los que decían y poca voluntad de sufragar los costes (otra constante de la Historia griega). Además empezaban a preocuparse, con razón, por la posibilidad de que Atenas pasara a someter toda la isla sin distinguir en su afán de dominio entre aliados y enemigos. Para colmo, los enemigos políticos de Alcibíades seguían activos en Atenas y lograron que se le convocara de vuelta para juzgarlo por el asunto de los Hermes y de paso por una acusación de sacrilegio contra los sacrosantos misterios eleusinos.

Para comprender la acusación, el único paralelismo que se me ocurre es que en la Sevilla consternada que describí antes se acusara a un concejal de organizar una orgía en la basílica de la Esperanza Macarena. Alcibíades hubo de dejar Sicilia y partir con rumbo a Grecia, pero no llegó a Atenas, porque por el camino escapó y buscó refugio en Esparta. Atenas tenía ahora a un peligrosísimo renegado colaborando con el enemigo.

En Sicilia las cosas no iban bien. Nicias continuaba deseando poner fin a la aventura, pero cuando escribía pidiendo retirarse porque era imposible lograr los objetivos militares sin más refuerzos… ¡la ciudad se los enviaba! Como un jugador que se arruina y, en vez de abandonar la partida, apuesta hasta su último céntimo en busca del golpe de suerte que le saque de la ruina, así Atenas seguía poniendo recursos en aquella aventura. Para remate, Alcibíades se dedicaba ahora a aconsejar a los espartanos que intervinieran en Sicilia para frustrar las ambiciones atenienses y, peor aún, les instaba a ocupar Decelea, una posición estratégica en las proximidades de la misma Atenas.

De manera que en el verano del año 413 a.C, tras un par de años de intervención en Sicilia, los atenienses se encontraban enzarzados en una lucha cada vez más desfavorable contra una Siracusa a la que ahora apoyaba un contingente espartano. Los reveses militares hicieron que se impusiera el realismo y, por fin, Nicias pudo emprender la retirada, que era lo que estaba deseando desde el principio. Lástima que justo en ese momento tuviera lugar el eclipse lunar del 27 de agosto. Mal augurio que hizo retrasar la retirada “tres veces nueve días”. Aquellos 27 días de retraso serían la puntilla para los atenienses. No es que la expedición fuera derrotada, es que fue totalmente destruida.

La intervención fue un desastre total: Atenas había perdido un ejército de más de diez mil hoplitas, es decir infantería pesada, al que hay que añadir los contingentes auxiliares y, peor aún, una flota de unas doscientas trirremes. Aquellas naves y sus expertos tripulantes eran irreemplazables. Para colmo, Atenas volvía a estar en guerra con Esparta y uno de sus más influyentes ciudadanos estaba ahora del lado del enemigo.

No es que el eclipse de luna propiciara todas aquellas desgracias, pero la interpretación que hizo Nicias de él fue la puntilla. Yo, por si acaso, me limitaré a contemplar el eclipse y durante tres veces nueve días me abstendré de acciones tales como invertir en Bolsa o invadir otros países. Por si acaso.

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Arístides

05 miércoles Jun 2013

Posted by ibadomar in Historia

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Antigüedad, Arístides, Atenas, Esparta, Grecia, Historia, Jerjes, Maratón, Milcíades, Ostracismo, Platea, Salamina, Temístocles

Si hay un colectivo desprestigiado en la actualidad no cabe duda de que es el de los políticos. Al hilo de los escándalos de corrupción y del empeño de la clase política en mantener privilegios tan difíciles de explicar como la subvención de bebidas alcohólicas en el que se supone que es su lugar de trabajo, se ha divulgado la idea de que todos ellos pertenecen a la misma casta corrupta y despreciable. La defensa que suelen adoptar, especialmente cuando se les enfrenta a la evidencia de algún caso de corrupción, es que hay una minoría que desprestigia al resto del colectivo. Ciertamente es de suponer que no todos los políticos serán tan impresentables y que alguno honrado tiene que haber. Yo por lo menos sé de uno, aunque tengo que precisar que vivió hace unos 2.600 años. Se llamaba Arístides y era tal su honestidad y sentido de la justicia que era conocido entre sus compatriotas atenienses como Arístides el Justo. Su vida está llena de anécdotas jugosas y por eso no está de más que le conozcamos un poco mejor.

De Arístides nos cuenta Plutarco varios detalles que inciden en su carácter ecuánime y su disposición a adoptar siempre la conducta más beneficiosa para el bien común. Por ejemplo, cuando los atenienses se enfrentaron a los persas en Maratón, Arístides era uno de los diez strategos que se alternaban el mando cada día. Sin embargo, al llegarle el turno se lo cedió a Milcíades, a quien consideraba como el más capacitado de los atenienses para dirigir la batalla. Herodoto cuenta que los otros generales decidieron seguir su ejemplo, y así Milcíades pasó a la Historia como el vencedor de Maratón mientras Arístides renunciaba a la gloria y el honor de un probable triunfo a cambio de una mayor probabilidad de victoria para su ciudad.

Diez años después de Maratón tuvo lugar la segunda intentona de los persas en Grecia, que se vio frustrada en la batalla naval de Salamina, de la que ya hablé en otro artículo. Pero aunque Salamina fue el momento más espectacular hubo más combates en aquella guerra y en uno de ellos, en Platea, surgió una disputa sobre la posición que ocuparía cada contingente griego. Los espartanos debían ocupar el ala derecha, que era la posición que se consideraba más honorable, pero no había acuerdo sobre quiénes se situarían en la otra ala, que era el siguiente lugar por orden de importancia. Atenienses y tegeatas querían tal honor, pero Arístides zanjó la discusión, demostrando nuevamente su interés por el bien común, al declarar que habían ido allí para combatir al persa y no para pelear entre ellos y que por su parte sólo esperaba que le asignaran un puesto porque los atenienses combatirían con idéntico ardor independientemente de su posición. El discurso fue tan aprobado por los generales que se le dio al contingente de Atenas el ala izquierda.

Quizás la mayor muestra de la confianza que inspiraba Arístides y de su buena fama se dio cuando la amenaza persa se empezó a desvanecer. Para conjurar el peligro de otra futura guerra con el persa, buena parte de los estados griegos se unieron en una alianza militar que se conoce como Liga de Delos, una especie de OTAN de la época. La principal novedad con respecto a otras alianzas del momento es que los integrantes no sólo juraban apoyarse sino que debían participar aportando contingentes, principalmente manteniendo una flota. Esto suponía que alguien debía fijar la contribución que correspondía a cada uno de la forma más equitativa posible. ¿Y quién más adecuado que Arístides el Justo? A él fue pues, a quien le correspondió el trabajo.

La honestidad de Arístides se llegó a convertir en proverbial. En cierta ocasión se representaba en el teatro la tragedia de Esquilo Los siete contra Tebas. Durante la representación nos cuenta Plutarco que al ser descrito el personaje de Anfiarao en estos términos: él no quiere aparentar ser virtuoso sino serlo realmente (…) de su ánimo brotan nobles designios (…), todos los espectadores se volvieron a mirar a Arístides, puesto que parecía que el actor se refería a él.

Estos sucesos hacen pensar que el reconocimiento a Arístides era unánime, pero nada más lejos de la realidad. Tuvo como principal rival político a Temístocles, el triunfador de Salamina. Durante los años previos a la segunda invasión persa, que culminaría en la célebre batalla naval, ambos defendían posiciones opuestas, trasladando al terreno público desavenencias que al parecer tenían su origen en viejas disputas privadas. Pero no era Temístocles el único que le tenía inquina a Arístides, como lo demuestra el ostracismo al que éste se vio sometido.

El ostracismo era una disposición muy curiosa. El sistema político ateniense era una democracia en el sentido más puro de la palabra puesto que las decisiones se resolvían en asambleas a las que podía asistir cualquier ciudadano y en las que cualquiera podía tomar la palabra. Todos los años, en una de las sesiones, se decidía si se votaría un ostracismo aquel año o no. En ese momento no se discutía contra quién iba dirigida la medida, sino únicamente si se iniciaba el procedimiento. En caso afirmativo la votación definitiva tenía lugar un par de meses más tarde. En el día fijado los ciudadanos debían dirigirse al ágora con el nombre de aquél a quien deseaban someter a ostracismo escrito en un pedazo de cerámica, denominado ostrakon, que era a efectos prácticos lo más parecido que había en aquellos tiempos a un trozo cualquiera de papel, y que funcionaba como papeleta electoral. En el ágora se recogían los votos y, concluida la votación, se contaba el número total de ostraka depositados. Si el número era inferior a 6.000 no se había alcanzado el quorum y nada ocurría, pero si había más de 6.000 ostraka se procedía al recuento para ver qué nombre era el que había recibido más votos. El que más tenía era desterrado por diez años.

Ostrakon_Thémistocle_3Ostrakon con el nombre de Temístocles (Imagen tomada de Wikipedia)

Lo curioso es que al ostraquizado no se le acusaba de ningún delito. Simplemente, los ciudadanos habían decidido que podía ser una persona peligrosa para el sistema democrático por el motivo que fuera: su popularidad, rumores de su gran ambición… cualquier cosa que sirviera para alentar la sospecha de que el candidato al destierro podía en algún momento alzarse como tirano. Naturalmente los enemigos políticos de cualquier hombre destacado podían intentar someterlo a un ostracismo para anularlo, aunque el tiro podía salir por la culata y alcanzar un blanco diferente. En el caso de Arístides sabemos que funcionó, porque fue ostraquizado hacia el 483 a.C.

Cuentan que el día en que se votaba el ostracismo un hombre con aspecto de palurdo se dirigió a Arístides, al que no conocía en persona, con un trozo de cerámica en la mano y le interpeló así:

– Disculpa, pero no sé escribir. ¿Podrías escribir por mí un nombre en este ostrakon?

– Por supuesto -respondió Arístides- ¿qué nombre es?.

– Arístides.

– ¡Arístides! Ah, ¿y por qué razón crees que debe ser desterrado Arístides?

– Si te digo la verdad -respondió el hombre- no le conozco de nada. No le he visto nunca y ni siquiera sé qué aspecto tiene. ¡Pero estoy harto de oír cómo le llaman Arístides el Justo!

Arístides escribió su propio nombre en el ostrakon y se lo entregó al hombre. Poco después terminaba el recuento y debía partir al destierro, aunque no llegó a cumplir los diez años de alejamiento previstos, puesto que al iniciarse la invasión de Grecia por Jerjes en el 480 a.C. se decretó una amnistía para los exiliados.

Estas historias nos muestran que sí existe un ejemplo de hombre honrado que ostentó cargos públicos sin corromperse ni enriquecerse ilícitamente, y eso que no debieron de faltarle ocasiones cuando fijaba la contribución de los distintos estados a la Liga de Delos. Tan poco provecho material sacó Arístides de su posición que, según cuenta Plutarco, a su muerte estaba arruinado y la ciudad hubo de hacerse cargo de sus descendientes, proveyendo de dote a sus hijas a costa de los fondos públicos y otorgando una parcela y una pensión a su hijo. De esta forma Atenas mostraba su agradecimiento hacia el que consideraba como especialmente insigne entre sus ciudadanos.

Claro que, pensándolo detenidamente, hay una segunda lectura de todo lo anterior: el hombre que se comporta con honestidad muere en la ruina. Los autores antiguos, con su gusto por la virtud ciudadana y la honra de la memoria de sus más insignes conciudadanos sin lugar a dudas veían en esta historia la de quien ha alcanzado los más altos honores en su ciudad. Pero ahora vivimos otros tiempos, considerablemente más materialistas, en los que el reconocimiento de los conciudadanos no parece bastante recompensa. A lo mejor por eso es tan difícil encontrar otro Arístides.

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