La gran carrera aérea (III)

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Al final del artículo anterior mencioné que el destino de muchos de los participantes en la carrera McRobertson fue trágico. Tampoco quisiera exagerar o dar pie a una absurda leyenda sobre “la carrera maldita”. Hubo participantes como Cyril Kay, que volaba en el último avión clasificado, que murió a los 90 años tras una exitosa carrera en la aviación militar. Roscoe Turner, el tercer clasificado, siguió en el negocio de la aviación hasta poco antes de su muerte, a los 74 años, y llegó a ver cómo un aeródromo de aviación general llevaba su nombre. Sin embargo, es cierto que los personajes más notorios de la carrera parecieron marcados por un destino oscuro. El propio trofeo, aquella escultura de oro valorada en 650 libras de la época, tuvo una corta existencia. Tras la carrera fue a parar al propietario del avión ganador, Arthur Edwards quien lo donó durante la guerra a la Cruz Roja para que fuera fundido y se empleara el dinero resultante en el esfuerzo de guerra.

Los vencedores: Scott (izquierda) y Black (derecha)

Los dos hombres que habían pilotado el avión ganador, C.W.A Scott y Tom Campbell Black, se convirtieron en los héroes del momento tras su victoria. Debían de tener personalidades muy distintas, a juzgar por lo que he podido ver en los vídeos de la época. Tanto en las entrevistas hechas a los pilotos antes de comenzar la carrera como en las que les hicieron después, siempre es Charles Scott quien responde y se explaya dando todo tipo de explicaciones mientras Campbell Black permanece silencioso en un segundo plano fumando un cigarrillo tras otro. Diferentes o no, los dos eran grandes aviadores y dos años después de su victoria en la carrera de Melbourne, ambos  afrontarían, esta vez por separado, un reto similar al que los había unido. Se trataba de la carrera Schlesinger, dotada con 10.000 libras en premios, y que estaba inspirada en la carrera McRobertson, sólo que esta vez la meta era Johannesburgo y únicamente se permitía la participación de pilotos y aeronaves del Imperio Británico, lo que redujo tanto el número de competidores como la expectación.

El 19 de septiembre de 1936, diez días antes del comienzo de la carrera de Johannesburgo, Tom Campbell Black se encontraba en el aeropuerto de Liverpool preparando la prueba cuando sufrió un accidente absurdo al ser su avión, un Percival Mew Gull que estaba parado junto a la pista, embestido por un biplano de bombardeo Hawker Hart que rodaba hacia el aparcamiento tras aterrizar. Un choque a baja velocidad que no habría tenido consecuencias graves de no ser porque la hélice del biplano, impactó de lleno en la cabina del Mew Gull. Tom Campbell Black murió en la ambulancia que lo llevaba al hospital.

Sería el compañero de Campbell Black en la carrera de Melbourne, Charles Scott, quien vencería en Johannesburgo volando en otro Mew Gull. Fue una victoria menos brillante, puesto que la baja participación deslució la carrera: apenas se inscribieron 14 aparatos, de los que sólo 9 tomaron la salida y únicamente uno, el de Scott copilotado por Giles Guthrie, completó la prueba. Fue el canto del cisne para Scott, que pudo ver prolongado su momento de gloria por algún tiempo. Tras la victoria en Melbourne se había convertido en el hombre del momento, y no era para menos: además de intrépido aviador era un apasionado regatista y durante su etapa en la fuerza aérea, diez años atrás, había sido campeón de boxeo. Daba la imagen del héroe perfecto al que nada se le resistía. Las autoridades le recibían, deseosas de hacerse una foto con él, y los periódicos publicaban su biografía por entregas.

Pero apenas un par de años después la atención de la opinión pública se había desviado hacia preocupaciones más graves: Europa parecía estar de nuevo al borde de la guerra y nadie tenía tiempo para pensar en carreras aéreas. La Segunda Guerra Mundial terminó de apartar a Scott de la escena y dejó a cambio un mundo lleno de escombros que guardaba luto por millones de muertos y en el que las hazañas realizadas por Scott diez años antes parecían lejanas y frívolas. Olvidado por quienes le idolatraban, con un par de matrimonios fracasados a sus espaldas y problemas con la bebida, Scott era consciente de que su mundo se había ido para siempre y tomó la decisión de irse con él. C.W.A Scott se quitó la vida el 15 de abril de 1946.

Scott y Black fueron los vencedores de la carrera McRobertson, pero los grandes favoritos habían sido los Mollison. Parecían la pareja ideal, pero aquel matrimonio entre dos rivales que competían por los mismos laureles, como lograr el récord entre Londres y Ciudad del Cabo, no duró mucho. El divorcio llegó en 1938, justo la época en la que se desvanecía el interés por las hazañas aéreas.

Jim Mollison y Amy Johnson

Amy, que volvió a ser conocida como Amy Johnson, se unió a la ATA, un cuerpo auxiliar de transporte aéreo, durante la Segunda Guerra Mundial. El 5 de enero de 1941, el mal tiempo hizo que Amy se extraviara y tuviera que saltar en paracaídas al quedarse sin combustible (muchos años después se diría que en realidad fue alcanzada por fuego amigo, pero esta versión está lejos de comprobarse). Amy fue a parar a las gélidas aguas del estuario del Támesis, donde un pequeño barco que servía de soporte a un globo cautivo intentó rescatarla inútilmente. El capitán del barco llegó a lanzarse al agua en un intento desesperado que le costó la vida a él también: murió a consecuencia de la hipotermia en el hospital. En cuanto a Amy Johnson, nunca se encontró su cadáver.

También su ex-marido, Jim Mollison, trabajó para la ATA durante la guerra y tuvo mejor suerte, puesto que sobrevivió tras haber entregado con éxito más de 1.000 aviones. Tras la contienda abrió un pub y se casó por segunda vez, pero su segundo matrimonio también fracasó a causa de su alcoholismo. Fue precisamente la bebida la que acabó con él en 1959, mientras estaba ingresado en una clínica mental especializada en adicciones.

Si hubiese habido un premio al dramatismo en la carrera McRobertson, sin duda lo habrían ganado los tripulantes del Uiver. Su éxito en la carrera les valió que la reina de Holanda les hiciera miembros de la orden de Orange, honor que también recibió el alcalde de Albury en representación de la ciudad. Holanda había enloquecido con la hazaña de los aviadores y durante un tiempo  Albury fue la ciudad australiana más conocida entre los holandeses, mucho más que Melbourne o Sidney. Pero la guerra llegó a Holanda en 1940, cuando el país fue invadido y ocupado, llevando a muchos aviones y tripulaciones de KLM a buscar refugio en Inglaterra donde continuaron prestando servicio de transporte civil volando la ruta entre la neutral Lisboa y Bristol.

En uno de esos vuelos, el 1 de junio de 1943, volaba el radiotelegrafista van Brugge, uno de los cuatro tripulantes del Uiver en la carrera de Melbourne. El DC-3 que cubría la ruta fue atacado y derribado en el Golfo de Vizcaya por cazas alemanes en una acción nunca aclarada del todo y que alcanzaría especial notoriedad por ser uno de los pasajeros el actor Leslie Howard. Los pilotos alemanes asegurarían que no habían sido informados de la existencia de un vuelo civil en la zona y que tomaron al DC-3 por un avión de transporte militar (de hecho este excelente modelo de aeronave lo usaban tanto civiles como militares). Winston Churchill, sin embargo, difundió en sus memorias la poco probable teoría de que él era el objetivo del ataque, puesto que los espías alemanes lo habían confundido con uno de los pasajeros. Otra posibilidad es que el objetivo fuera el propio Leslie Howard, que utilizaba su popularidad en campañas de propaganda antinazi.

Fuese por error o deliberadamente, lo cierto es que no era la primera vez que aquel avión se veía atacado durante su ruta: en abril de aquel mismo año, por ejemplo, el comandante Parmentier, piloto del Uiver durante la carrera McRobertson, consiguió salir indemne de un ataque similar, hazaña por la que fue condecorado. Parmentier fue sin duda uno de los grandes aviadores de la época y era uno de los principales pilotos de KLM en 1948, cuando el Constellation que pilotaba se estrelló en Prestwick, Escocia, matando a sus 40 ocupantes, mientras intentaba aterrizar en una noche de mal tiempo utilizando unas cartas de navegación que la investigación del accidente descubrió que eran inexactas. Al menos los otros dos tripulantes del Uiver, durante la célebre carrera, el copiloto Moll y el mecánico de vuelo Prins, murieron de causas naturales tras alcanzar la edad de jubilación.

Quienes sí sufrieron en su mayoría destinos trágicos fueron los otros protagonistas de la carrera: los aviones, de los que muchos terminaron su existencia en un accidente. El Boeing 247 de Roscoe Turner es una excepción puesto que siguió volando como avión de pasajeros y, al final de su vida útil, fue donado al Smithsonian, en cuyo museo de aviación en Washington se conserva todavía. Los demás aviones tuvieron menos suerte. El DC-2 Uiver, por ejemplo, no vería terminar aquel año de 1934. En un vuelo entre Amsterdam y Batavia (hoy Yakarta) con diversas escalas, se vio envuelto por el mal tiempo y se estrelló en lo que hoy es Irak.

El B-247 de Roscoe Turner (Foto: National Air and Space Museum)

En cuanto a los tres Comet tuvieron destinos diversos. El de color verde, que nunca recibió nombre, fue vendido a Francia tras la carrera para ser empleado como avión-correo rápido. Su pista se pierde en 1940 y posiblemente fue destruido durante la guerra. En cuanto al Black Magic, fue vendido a Portugal, que lo rebautizó como Salazar para emplearlo también como avión-correo. Se sabe que Amy Johnson intentó comprarlo en 1936 para la carrera de Johannesburgo, pero no consiguió el dinero necesario. La pista del avión se perdió durante 40 años hasta que un día fue localizado en muy mal estado en un hangar de Portugal. En la actualidad sus restos están en el Reino Unido en un intento de restauración forzosamente lento.

Sólo queda aclarar el destino del Comet rojo, el Grosvenor House, el avión que venció en Melbourne y que tras la carrera fue vendido al gobierno británico para su evaluación. Tras sufrir un accidente en un aterrizaje, el aparato se puso a la venta. Su nuevo propietario lo hizo reparar y el avión volvió a volar y a batir récords como el de Londres-Ciudad del Cabo en ambas direcciones, al igual que Londres-Nueva Zelanda. Tras regresar de este último viaje, en 1938, la aeronave quedó abandonada hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, cuando fue restaurada para su exhibición estática. En 1965 se donó el avión a la Shuttleworth Collection y, tras una larga restauración, el avión voló de nuevo, tras casi 50 años, en 1987.

Y así continúa, participando en las exhibiciones de la Shuttleworth Collection como una de las grandes joyas de la aviación que todavía se conservan en estado de vuelo. A sus 90 años ya no es capaz de batir récords ni se arriesga a hacer largos recorridos, pero es perfectamente capaz de levantar el vuelo y pasar como una exhalación sobre los boquiabiertos espectadores para recordarles que hubo una época en la que recorrer medio planeta requería mucho más que comprar un billete: era una hazaña al alcance de muy pocos. Y de esos pocos, él iba en cabeza.

La gran carrera aérea (II)

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Al final del artículo anterior habíamos dejado a la veintena de aviones participantes en la carrera McRobertson poco después de levantar las ruedas del suelo. Los competidores en la prueba tenían que aterrizar en Bagdad, primero de los puntos de control, pero la ruta hasta llegar allí no tenía por qué ser directa. Para los Mollison y su Black Magic, sin embargo, no había ninguna necesidad de hacer escalas y su Comet negro, que había sido el primero en despegar de Mildenhall, fue también el primero en aterrizar en Bagdad sin haber hecho ninguna parada previa. Los Mollison tuvieron tiempo de darse un baño y atender a la prensa antes de reanudar su viaje rumbo a Karachi. También los otros dos Comet fueron capaces de alcanzar Bagdad en el primer día, lo que resulta lógico en aparatos creados para aquella competición.

Quizás más sorprendente fue el excelente resultado de los aparatos comerciales. El DC-2 de KLM, bautizado como Uiver (cigüeña en holandés) llegó a Bagdad apenas 4 horas después del Black Magic, a pesar de haber hecho escalas técnicas en Roma, Atenas y Alepo y no sólo eso: como hacían notar los periodistas, sus pasajeros estaban frescos como una rosa, en contraste con el agotamiento que habían mostrado los Mollison. El B-247 de Roscoe Turner y Clyde Pagborn también alcanzaba Bagdad en el primer día. Otros no tuvieron tanta suerte: el Gee Bee de Jacqueline Cochran y Wesley Smith, por ejemplo, tuvo que abandonar casi en seguida al resultar el avión dañado durante un aterrizaje en Bucarest. Nada que no estuviera previsto… en Londres la casa Lloyd había calculado que las probabilidades de morir durante la carrera eran de una entre doce.

Ya en el segundo día de la carrera, todo parecía sonreír a los Mollison mientras se preparaban para despegar de Karachi. Además de seguir en cabeza habían batido un nuevo récord en el trayecto Londres-Karachi, pero su suerte estaba a punto de terminarse por culpa del mal tiempo, que les hizo extraviarse sobre la India y hacer su siguiente parada, no en Allahabad como estaba previsto, sino en Jabalpur. El desvío no habría tenido mayores consecuencias de no ser porque en Jabalpur no había combustible de aviación. Los Mollison sólo podían escoger entre el abandono o arriesgarse a seguir hasta Allahabad con gasolina convencional. Por supuesto, intentaron seguir adelante, pero uno de los motores no resistió el uso de combustible de bajo octanaje y el Black Magic se vio forzado a retirarse de la competición. El primer puesto pasó así a otro Comet, el Grosvenor House, que después de volar sin escalas entre Bagdad y Allahabad, continuaba su ruta para alcanzar Singapur antes de que terminara el día.

La retirada del Black Magic dejaba al DC-2 de KLM en segunda posición, a pesar de las diversas escalas que tenía que realizar. Le seguía de cerca el B-247, que también alcanzó Allahabad aquel día, después de llevar la angustia a los millones de personas que en todo el mundo seguían la carrera por la radio, puesto que el contacto con el aparato se había perdido por completo y sólo su llegada por sorpresa al punto de control tranquilizó a los aficionados. Por desgracia la sombra de la tragedia no se disipaba, sino que se limitaba a cambiar de aeronave: en aquel segundo día el Fairey Fox de Gilman y Baines se estrellaba en Roma, en donde intentaba aterrizar tras haber pasado la primera noche en Marsella. Sus dos ocupantes murieron en el accidente.

La carrera, no obstante, debía proseguir, aunque las posiciones ya no sufrirían variaciones significativas. El Grosvenor House encontraría problemas de motor que lo retrasarían en la parte australiana de su vuelo, pero no impedirían su victoria. Exactamente 71 horas después de despegar de Londres el Comet escarlata aterrizaba en Melbourne pulverizando el récord anterior. Sin embargo, aún estaba por llegar uno de los momentos más dramáticos de la competición, el que protagonizarían a partes iguales el DC-2 Uiver y los habitantes de la localidad de Albury en una noche tormentosa.

Los vencedores, T. Campbell Black y C.W.A. Scott. (Foto: State Library Victoria)

Poco después de despegar de Charleville, último punto de control antes de la meta, el Uiver perdió contacto por radio. ¿Se repetiría la historia del B-247 en Allahabad? La respuesta debería llegar media hora después de medianoche, puesto que a esa hora estaba previsto el aterrizaje en Melbourne, pero el fallo de comunicaciones unido a una fuerte tormenta hacían temer lo peor. Habían ya pasado las once y media de la noche cuando en una pequeña ciudad llamada Albury, a 260 Km de Melbourne, se oyó el ruido de los motores de un avión. Con aquel tiempo sólo podía tratarse de alguno de aquellos locos que se dirigían a la línea de meta en Melbourne. Lo extraordinario vino cuando media hora después se volvió a oír el mismo sonido: el avión estaba claramente dando vueltas sobre las nubes. ¿Qué estaba pasando?

La respuesta la obtuvo un periodista local que se puso en contacto con los organizadores de la carrera en Melbourne y supo que no había noticias del Uiver. La cosa estaba clara: el avión que sobrevolaba Albury era el DC-2, que se había desviado de su ruta y no lograba contactar con nadie. Había que ayudarle y para eso se improvisó uno de los planes de rescate más extraordinarios que se hayan preparado jamás. Lo primero era comunicar al avión la posición en la que se encontraba y para ello se codificó en Morse el nombre de la ciudad y se conectó y desconectó el alumbrado público siguiendo el patrón correspondiente: un punto y una raya para la A, un punto una raya y dos puntos para la L, una raya y tres puntos para la B… y así hasta completar con las luces de la ciudad la palabra A-L-B-U-R-Y. El comandante Parmentier, al mando del Uiver, pudo ver las luces, pero descifrar la palabra con turbulencia severa era harina de otro costal. Al menos ahora sabían que alguien estaba intentando ayudarles, pero seguía siendo de noche, la visibilidad era escasa y no tenían ni idea de dónde aterrizar. Afortunadamente, en la pequeña ciudad australiana ya se estaban ocupando de resolver ese problema.

Ya no quedaba nadie en Albury que no supiera el apuro al que se enfrentaba el DC-2 holandés. Los que no lo habían deducido al oír sus motores se habían enterado cuando las luces de la ciudad empezaron a parpadear en Morse o cuando, como millones de personas en todo el mundo, estaban escuchando las últimas noticias sobre la carrera aérea. En este último caso escucharon una extraña petición por parte del locutor de la emisora local: se rogaba a todo aquél que dispusiera de un vehículo que se dirigiera al hipódromo y se colocara de tal forma que los faros iluminaran la pista. No fueron pocos los que respondieron y gracias a aquel improvisado balizamiento, Parmentier pudo iniciar la aproximación hacia una pista enfangada y demasiado corta, pero perfectamente iluminada. 

50 años después, en 1984 un programa de televisión conmemorativo de los hechos entrevistaba a una vecina de Albury, la señora Schubert, que rememoraba aquella noche en que siendo una adolescente acompañó a su padre y a su hermano para ayudar en la iluminación de la improvisada pista. La mujer evocó el entusiasmo de los vecinos cuando el avión tocó tierra y se detuvo; un momento después se abría la puerta y se asomaba un tripulante que, tras mirar en derredor preguntó: ¿es esto Melbourne?

Lo cierto es que el Uiver y sus ocupantes se habían salvado de milagro: la improvisada pista era demasiado corta y de no ser por la acumulación de barro debido a la lluvia, el avión no habría podido frenar a tiempo. Pero aquel mismo barro iba a complicar las cosas a la hora de despegar de nuevo. De entrada había que aligerar el peso del DC-2, por lo que los pasajeros, el equipaje, el correo y dos de los tripulantes (el operador de radio y el mecánico) se quedarían en tierra. Solamente el comandante de la nave, Parmentier, y el copiloto, Moll, seguirían viaje. Pero todavía quedaba el problema de liberar el avión de la trampa de lodo. La solución la aportaron de nuevo los habitantes de Albury, que se congregaron por centenares y, tirando de unas sogas, lograron colocar al DC-2 en posición de despegue. Pocas horas después, el Uiver aterrizaba en Melbourne  con un tiempo de 90 horas y 13 minutos, conquistando la segunda posición de la competición absoluta.

Los habitantes de Albury rescatando al Uiver del barro (foto Wikipedia)

Las normas de la carrera impedían que una misma aeronave se hiciera con dos premios y por eso el Grosvenor House, que había ganado tanto la prueba de velocidad como la hándicap recibió únicamente el primer premio de la prueba absoluta, mientras que el Uiver reclamó el primer premio en hándicap. El segundo premio de la competición absoluta, pese a llegar tercero, fue por tanto para el B-247 de Roscoe Turner, que aterrizó poco después del Uiver con un tiempo total de 92 horas y 55 minutos. El siguiente en llegar sería el Comet verde, ya más retrasado con un tiempo de 108 horas y 13 minutos. 

En total fueron nueve los aviones que lograron llegar en menos de 16 días, obteniendo así el derecho a recibir una de las medallas. El último de ellos fue también un De Havilland, pero en este caso se trataba de un Dragon Rapide que aterrizó el 3 de noviembre. Otros dos aviones llegarían fuera de tiempo, el 20 y el 24 de noviembre. La anécdota final fue para el Fairey Fox de los australianos Parer y Hemsworth, que habían abandonado la carrera en París, pero finalmente continuaron el viaje hasta llegar a Melbourne el 13 de febrero del año siguiente.

La gran carrera había traído todo lo que se esperaba de ella: millones de personas habían seguido los acontecimientos en todo el mundo, se habían emocionado con las peripecias del matrimonio Mollison, habían conocido la angustia por la incertidumbre de la momentánea desaparición del B-247, el dolor por la muerte de dos participantes, el desánimo por el abandono de varios competidores debido a accidentes o problemas mecánicos y la preocupación seguida de euforia por el rescate in extremis del Uiver. Sólo el mejor guionista del mundo del cine habría podido escribir una historia semejante.

La carrera trajo algo más: el primer puesto había ido a parar a un avión preparado específicamente para competir en ella, pero el segundo y el tercer lugar lo habían logrado aviones desarrollados para el vuelo de pasajeros, imponiéndose incluso a los otros dos Comet. Era una demostración de que la aviación había cambiado y de que el mundo estaba cambiando con ella y a causa de ella. La heroica era de los pioneros estaba dejando paso a una época que, aunque más anodina, había sido la meta de todos los aviadores desde los hermanos Wright: la aviación estaba llegando a la madurez.

Pero la historia de la carrera McRobertson no estaría completa sin una ojeada al destino de los principales protagonistas, sean hombres o máquinas. Puedo anticipar que en general son historias más agrias que dulces, pero este artículo es ya bastante largo. El desenlace quedará para la próxima entrega.

La gran carrera aérea (I)

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Es posible que la época más gloriosa de la Historia de la aviación sea la que va desde el primer vuelo de un aparato más pesado que el aire hasta el inicio de la Segunda Guerra Mundial. Es la época de los pioneros, cuando volar era un hecho extraordinario que cautivaba la imaginación del público. Los aviadores eran los nuevos héroes de un mundo que parecía cada vez más pequeño. El paso del Canal de la Mancha por Louis Blériot en 1909 asombraba al mundo: Inglaterra ya no era una isla, titulaban los periódicos. Después llegó la era de las grandes expediciones aéreas: Lindbergh fue recibido como un héroe tras volar entre Nueva York y París sin escalas en 1927. No fue éste el primer vuelo trasatlántico, puesto que ya en 1919 Alcock y Brown habían volado entre Terranova e Irlanda. En todos estos casos los protagonistas, además de la fama y otros reconocimientos, se habían embolsado importantes premios en metálico ofrecidos por empresas u hombres de negocios que apostaban por el desarrollo de la aviación.

En aquella época de aviadores intrépidos y máquinas cada vez más fiables y potentes, en 1934 para ser exactos, se conmemoraba el centenario de la fundación de Melbourne; pero la situación económica del momento hacía difícil organizar costosas celebraciones. No obstante, el alcalde Sir Harold Gengoult-Smith, quería algo grande de verdad, algo que causara expectación no sólo en Melbourne, ni siquiera en toda Australia. Él quería algo que atrajera las miradas del mundo entero.  Algo sensacional, como por ejemplo una gran carrera aérea. Mejor aún, la mayor carrera aérea de la historia: una prueba de velocidad que uniera Londres con Melbourne. Una idea ambiciosa que solamente podría realizarse invirtiendo dinero, mucho dinero. Parecía imposible, pero el alcalde sabía a qué puerta había que llamar, puesto que si en Melbourne había alguien que tuviese la fortuna suficiente y la voluntad de emplearla, ése era Sir McPherson Robertson.

El trofeo para el ganador (Imagen: Wikipedia)

McPherson Robertson era un importante industrial que había comenzado su carrera a los 19 años preparando golosinas caseras. Tras 55 años de trabajo, McRobertson’s era una sólida empresa chocolatera y de confitería que daba trabajo a 2.528 personas y cuyo propietario empleaba su fortuna en proyectos tan dispares como donar los terrenos en los que se asentaría un club deportivo, financiar una expedición a la Antártida, erigir el puente McRobertson sobre el río Yarra o construir un nuevo edificio para un instituto femenino de educación secundaria, que se llama desde entonces McRobertson Girls’ High School. Tras escuchar la propuesta de la carrera aérea, el anciano industrial aceptó financiar la prueba, que se llamaría, como era de esperar, McRobertson Air Race. Quizás debería haberse llamado Mc Robertson Air Races, en plural, puesto que en realidad había dos carreras: la de velocidad y la handicap. Ésta segunda ajustaba los resultados según una complicada fórmula que tenía en cuenta el peso de la aeronave, su carga, la potencia y la superficie alar.

 (Imagen: Museo Victoria Collections, Australia)

La generosidad de McRobertson suponía que el ganador de la prueba de velocidad se llevaría 10.000 libras además de un trofeo de oro valorado en otras 650. El segundo clasificado recibiría 1.500 libras y el tercero 500. En la categoría handicap el vencedor ganaría 2.000 libras y el segundo 1.000. Además, todo aquel que lograra terminar la carrera en menos de 16 días obtendría una medalla de oro valorada en 12 libras. La carrera empezaría en Londres el 20 de octubre de 1934 y terminaría en Melbourne tras recorrer cerca de 19.000 kilómetros con varios puntos de control en los que era obligatorio aterrizar: Bagdad, Allahabad, Singapur, Darwin y Charleville. Fuera de esos puntos, la ruta podía ser cualquiera. No era la primera vez que se hacía el viaje Londres-Melbourne (el récord estaba en 13 días por aquel entonces), pero sí la primera vez que se hacía en forma de carrera.

Itinerario de la carrera. (Imagen: Biblioteca Estatal de Nueva Gales del Sur)

El alcalde de Melbourne se había salido con la suya: la expectación era enorme en todo el mundo y los sustanciosos premios eran un imán tanto para aviadores intrépidos como para la curiosidad del público. Se presentaron 63 participantes, pero las dificultades para tener un avión capaz de hacer el recorrido o encontrar patrocinadores dejaron la cifra final en 20. Es imposible resumir en un espacio breve todos los acontecimientos, peculiaridades de los aviones y personalidad de los participantes, pero sí merece la pena detenerse en algunos de ellos.

La casa De Havilland se tomó la competición como una cuestión de prestigio y por eso diseñó un avión ex-profeso para la prueba, que pondría a la venta por 5.000 libras, un precio bastante inferior al de producción. Sería el modelo DH.88 Comet, un estilizado bimotor de madera de líneas finas y elegantes. Bastaba una ojeada para comprender que aquel aparato había sido creado para la velocidad. De Havilland recibió tres encargos de este singular proyecto.

El primero de los Comet lo compró Jim Mollison, un escocés que ya sabía lo que era batir récords: había logrado uno entre Australia e Inglaterra y había dejado el de la ruta entre Inglaterra y Ciudad del Cabo en 4 días y 17 horas. Pero su historial palidecía ante el de su copiloto: su esposa Amy Johnson, que en 1930 se había hecho famosa por volar en solitario de Inglaterra a Australia. Posteriormente había conseguido ser la primera persona, junto a un copiloto, en volar entre Londres y Moscú en un día. No fue el único récord de aquel viaje puesto que después de  llegar a Moscú siguieron viaje hasta Tokio, batiendo otra marca. En 1932 Amy conoció a Jim Mollison y pronto se casaron. Casi no habían salido de la iglesia cuando ella se embarcaba en un vuelo en solitario entre Londres y Ciudad del Cabo en el que batió el récord de su flamante marido. Naturalmente, los Mollison eran los favoritos de la prensa; ellos y su elegante avión pintado de negro que, por tener, tenía bonito hasta el nombre: Black Magic.

Jim Mollison y Amy Johnson (Imagen: Wikipedia)

El segundo Comet, de color rojo, fue bautizado Grosvenor House, nombre del hotel que regía su propietario, Arthur Edwards. Edwards era aficionado a la aviación, pero no pretendía competir él mismo sino que buscó a una tripulación con posibilidades de ganar. La encontró en C.W.A. Scott y T. C. Black. Scott, en concreto, había batido tres veces el récord de velocidad en el trayecto entre Inglaterra y Australia, dos veces saliendo de Inglaterra y otra vez en sentido inverso, de manera que conocía bien la mayor parte de la ruta.

El Comet Grosvenor House (Imagen: Wikipedia)

El tercer Comet no recibió ningún nombre en particular. Lo habían pintado del color verde que por aquel entonces llevaban los coches de carreras británicos, un color muy apropiado puesto que su propietario era Bernard Rubin, un australiano que se había distinguido en las carreras de coches. Su intención era volar él mismo el avión junto a su copiloto, K.F. Waller, pero tuvo que cederle su puesto a otro piloto por sus problemas de salud (murió de tuberculosis apenas dos años después).

Los Comet no eran los únicos aviones de carreras que participaban: había un Gee Bee construido también para la competición, que volaron Jacqueline Cochran y Wesley Smith. También participaba un Lockheed Vega, tripulado por el escocés afincado en Australia Jimmy Woods y el australiano Don Bennet. El Vega había sido concebido como aeronave de transporte para media docena de pasajeros, pero sus buenas características de velocidad y autonomía lo habían convertido en una buena elección para los aviadores que buscaban establecer nuevos récords. Amelia Earhart, por ejemplo, pilotaba un Vega cuando se convirtió en la primera mujer que atravesaba el Atlántico en solitario.

Quizás era más sorprendente la presencia de un Boeing 247 y un Douglas DC-2, dos bimotores diseñados exclusivamente para el transporte de pasajeros. Al frente de la tripulación del 247 estaba Roscoe Turner, un veterano de los circos volantes y las carreras de aviación que también había participado como piloto especialista en películas de Hollywood. Pero la palma en cuanto a originalidad se la llevaba el DC-2 puesto que era un avión de línea de KLM que participaba en la carrera como una extensión hasta Melbourne de su ruta hasta Batavia (hoy Yakarta) en las Indias Orientales Holandesas. Encabezaba la tripulación el piloto de línea de KLM Koene Dirk Parmentier y además de su tripulación de copiloto, radiotelegrafista y mecánico de vuelo ¡llevaba tres pasajeros!

Un DC-2 con decorado como el Uiver (Imagen: Wikipedia) 

La salida se fijó para el sábado 20 de octubre a las 6:30 horas desde el aeródromo de Mildenhall. La gran expectación hizo que, a pesar del madrugón, hubiera varios miles de personas en el aeródromo para asistir a lo que se tenía como un momento histórico, como se puede comprobar en los noticiarios cinematográficos de la época. A las 6:30 le tocó despegar al Black Magic, primero en tomar la salida. El resto de los participantes despegó paulatinamente en los siguientes minutos y pronto una veintena de aviones se dirigía a Bagdad, primera etapa de aquel periplo de 19.000 kilómetros. La gran carrera aérea había comenzado.