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Rodeando África

25 martes Sep 2018

Posted by ibadomar in Historia

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Antigüedad, Bartolomé Díaz, Cabo de Buena Esperanza, Darío I, Edad Moderna, Egipto, Era de los descubrimientos, Herodoto, Historia, Jerjes, Necao II, Sataspes, Vasco de Gama

Si hay algo que caracteriza a la Edad Moderna con respecto a su predecesora, la Edad Media, es que el mundo comienza a hacerse cada vez más pequeño. Y no es que antes del siglo XV no hubiese posibilidades de emprender largos viajes (ahí tenemos a Marco Polo) sino que a partir de entonces, por primera vez, son posibles los largos viajes oceánicos. Entendámonos: el transporte marítimo existe desde muy antiguo, pero una cosa es embarcarse en un viaje por mar en el que el barco se limita a costear, como hacían los romanos o los griegos, y otra muy diferente adentrarse en el océano. El mero hecho de perder de vista la costa impone un serio respeto y sólo empezó a hacerse con asiduidad cuando los conocimientos en construcción naval y navegación alcanzaron un cierto desarrollo. Es decir, en el siglo XV.

Aprovechando que se podía navegar con cierta seguridad, era posible en teoría llegar a la India por una ruta oceánica, de manera que quienes tenían espíritu marinero se lanzaron a intentarlo por el este y por el oeste. Castilla se llevó el premio gordo al encontrarse con América en el camino occidental, pero lo cierto es que la ventaja inicial, y un muy honroso segundo puesto, fue para Portugal, que lo intentó por oriente. La idea era sencilla: uno se pone a rodear África hasta que se acabe el continente y desde allí todo es navegar tranquilamente hasta la India. Llevar la idea a cabo es bastante más difícil, sobre todo cuando uno no sabe cuándo se acabará África, si es que se acaba, y cómo será el camino a partir de ese momento.

Entre los que intentaron descubrir la incógnita destacó Bartolomé Díaz, que en 1488 llegó al extremo sur de África y más allá. No alcanzó la India porque la tripulación decidió que ya estaban en bastante mala situación y tuvo que dar la vuelta, pero al menos encontró el llamado Cabo de las Tormentas, que luego cambió su nombre por el de Buena Esperanza para que quedara constancia de que rebasándolo había muchas probabilidades de llegar a la meta. Quien sí llegó a ella fue Vasco de Gama, que salió de Lisboa en el verano de 1497 y regresó dos años después tras haber llegado a Calicut, en la India. Quien estudie su viaje verá un detalle que explica por qué no se había podido realizar la travesía en la época de la navegación costera: en un momento determinado, Vasco de Gama se aleja de la costa africana adentrándose en el océano, para más adelante poner rumbo sur y tras un largo recorrido virar hacia el este volviendo a la costa africana. ¿Extraño? No, en realidad se limitaba a aprovechar la volta, que había descubierto Bartolomé Díaz.

Cuando uno se acerca al Ecuador se encuentra con la llamada zona de calmas ecuatoriales. Es nefasta para la navegación a vela, porque sin viento no se avanza. Pero además están las corrientes marinas. Veamos una imagen tomada de Wikipedia:

Está visto que bordear la costa africana en la zona del Golfo de Guinea está complicado sin un buen motor: la corriente marina está en contra y el viento no ayuda porque suele ser inexistente al estar en la zona de calmas. Esto varía si desde Canarias, más o menos, nos dirigimos hacia Brasil, avanzamos paralelos a la costa brasileña y viramos al este a la altura del Río de la Plata. En ese caso la corriente nos lleva justo hacia el extremo sur de África. Aún falta para la India, pero el gran obstáculo está franqueado.

Y por eso todos los escolares de hoy en día pueden afirmar con rotundidad que gracias a Vasco de Gama sabemos que África se puede rodear por el sur. Al menos es lo que a mí me enseñaron y es… ¡rotundamente falso! La realidad es que África se había circunnavegado ya 2.100 años antes. Lo hicieron marinos fenicios por cuenta de un rey egipcio. O al menos eso nos cuenta Heródoto en su libro IV.

Dice el padre de la Historia que el rey egipcio Neco (Necao II), envió en unos navíos a ciertos fenicios, desde un puerto del mar Eritreo (es decir, el mar Rojo) con la intención de que rodearan Libia, que era el nombre que entonces se daba a África y regresaran a Egipto atravesando las columnas de Heracles (el estrecho de Gibraltar). Y así lo hicieron, aunque tardaron tres años. De todas formas no había prisa… como no podían llevar provisiones, en otoño se detenían a sembrar y no reanudaban el viaje hasta después de la siega.

Lo mejor viene ahora. Heródoto dice textualmente:

«Contaban, cosa que a mi juicio no es digna de crédito, aunque puede que lo sea para alguna otra persona, que al contornear Libia habían tenido el sol a mano derecha.»

Si dibujásemos la ruta, veríamos que en el extremo sur de África los fenicios tenían que navegar hacia el oeste, y esto quiere decir que a mediodía, al encontrarse en el Hemisferio Sur, tendrían el sol en el norte, es decir a mano derecha. Para Heródoto, que nunca había abandonado el Hemisferio Norte, resultaba incomprensible tal afirmación: lo que su experiencia le enseñaba es que cuando uno mira hacia el oeste, el sol del mediodía está en el sur, a la izquierda. Mira tú por dónde, la afirmación que al padre de la Historia le parecía falaz es la mejor prueba de que el viaje se realizó realmente. La expedición debió completarse hacia el año 600 a.C.

La circunnavegación de África en sentido opuesto la intentó, siempre según Heródoto, un tal Sataspes hacia el 475 a.C. Sataspes era un aqueménida al que un delito de violación condenaba a morir empalado, según sentencia del rey Jerjes. Pero la madre de Sataspes, hermana del difunto rey Darío, intercedió por él proponiendo un castigo que sería, dijo, aún más duro: Sataspes tendría que dirigir una expedición que contornearía África. Para desgracia de Sataspes, el recorrido esta vez sería el inverso al de la expedición de Necao: en una nave egipcia recorrió el Mediterráneo, atravesó el estrecho de Gibraltar, puso proa al sur… y no pudo pasar de un lugar en el que había unos individuos de poca estatura, sin duda pigmeos, vestidos con hojas de palmera, que huían al monte cuando los marinos desembarcaban. A partir de ahí, la nave siempre quedaba al pairo. Del relato se deduce que Sataspes debió de llegar hasta el Golfo de Guinea, donde la falta de viento le impidió proseguir, y por eso se dio la vuelta. Jerjes no quedó convencido con su relato y, puesto que no había cumplido su misión, retomó la sentencia original y lo hizo empalar.

El resumen de todo esto es que la forma aproximada de África se conoce desde el año 600 a.C, aunque ese conocimiento no fue de utilidad hasta 21 siglos después. Que recordemos a Vasco de Gama no es extraño, puesto que gracias a él la ruta por el sur de África pasó a tener utilidad práctica. Pero que ni siquiera sepamos el nombre del marino fenicio que por primera vez navegó por dicha ruta es un poco triste… sobre todo si consideramos que sí conocemos el nombre del fracasado Sataspes. Claro que, conociendo la reputación que tenían los fenicios, grandes marinos, pero con pocos escrúpulos y un tanto cínicos, es posible que nuestro ignoto navegante se encogiera de hombros y nos dijera: «puede que mi nombre se haya olvidado… pero al menos a mí no me empalaron». Vaya lo uno por lo otro.

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Arístides

05 miércoles Jun 2013

Posted by ibadomar in Historia

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Antigüedad, Arístides, Atenas, Esparta, Grecia, Historia, Jerjes, Maratón, Milcíades, Ostracismo, Platea, Salamina, Temístocles

Si hay un colectivo desprestigiado en la actualidad no cabe duda de que es el de los políticos. Al hilo de los escándalos de corrupción y del empeño de la clase política en mantener privilegios tan difíciles de explicar como la subvención de bebidas alcohólicas en el que se supone que es su lugar de trabajo, se ha divulgado la idea de que todos ellos pertenecen a la misma casta corrupta y despreciable. La defensa que suelen adoptar, especialmente cuando se les enfrenta a la evidencia de algún caso de corrupción, es que hay una minoría que desprestigia al resto del colectivo. Ciertamente es de suponer que no todos los políticos serán tan impresentables y que alguno honrado tiene que haber. Yo por lo menos sé de uno, aunque tengo que precisar que vivió hace unos 2.600 años. Se llamaba Arístides y era tal su honestidad y sentido de la justicia que era conocido entre sus compatriotas atenienses como Arístides el Justo. Su vida está llena de anécdotas jugosas y por eso no está de más que le conozcamos un poco mejor.

De Arístides nos cuenta Plutarco varios detalles que inciden en su carácter ecuánime y su disposición a adoptar siempre la conducta más beneficiosa para el bien común. Por ejemplo, cuando los atenienses se enfrentaron a los persas en Maratón, Arístides era uno de los diez strategos que se alternaban el mando cada día. Sin embargo, al llegarle el turno se lo cedió a Milcíades, a quien consideraba como el más capacitado de los atenienses para dirigir la batalla. Herodoto cuenta que los otros generales decidieron seguir su ejemplo, y así Milcíades pasó a la Historia como el vencedor de Maratón mientras Arístides renunciaba a la gloria y el honor de un probable triunfo a cambio de una mayor probabilidad de victoria para su ciudad.

Diez años después de Maratón tuvo lugar la segunda intentona de los persas en Grecia, que se vio frustrada en la batalla naval de Salamina, de la que ya hablé en otro artículo. Pero aunque Salamina fue el momento más espectacular hubo más combates en aquella guerra y en uno de ellos, en Platea, surgió una disputa sobre la posición que ocuparía cada contingente griego. Los espartanos debían ocupar el ala derecha, que era la posición que se consideraba más honorable, pero no había acuerdo sobre quiénes se situarían en la otra ala, que era el siguiente lugar por orden de importancia. Atenienses y tegeatas querían tal honor, pero Arístides zanjó la discusión, demostrando nuevamente su interés por el bien común, al declarar que habían ido allí para combatir al persa y no para pelear entre ellos y que por su parte sólo esperaba que le asignaran un puesto porque los atenienses combatirían con idéntico ardor independientemente de su posición. El discurso fue tan aprobado por los generales que se le dio al contingente de Atenas el ala izquierda.

Quizás la mayor muestra de la confianza que inspiraba Arístides y de su buena fama se dio cuando la amenaza persa se empezó a desvanecer. Para conjurar el peligro de otra futura guerra con el persa, buena parte de los estados griegos se unieron en una alianza militar que se conoce como Liga de Delos, una especie de OTAN de la época. La principal novedad con respecto a otras alianzas del momento es que los integrantes no sólo juraban apoyarse sino que debían participar aportando contingentes, principalmente manteniendo una flota. Esto suponía que alguien debía fijar la contribución que correspondía a cada uno de la forma más equitativa posible. ¿Y quién más adecuado que Arístides el Justo? A él fue pues, a quien le correspondió el trabajo.

La honestidad de Arístides se llegó a convertir en proverbial. En cierta ocasión se representaba en el teatro la tragedia de Esquilo Los siete contra Tebas. Durante la representación nos cuenta Plutarco que al ser descrito el personaje de Anfiarao en estos términos: él no quiere aparentar ser virtuoso sino serlo realmente (…) de su ánimo brotan nobles designios (…), todos los espectadores se volvieron a mirar a Arístides, puesto que parecía que el actor se refería a él.

Estos sucesos hacen pensar que el reconocimiento a Arístides era unánime, pero nada más lejos de la realidad. Tuvo como principal rival político a Temístocles, el triunfador de Salamina. Durante los años previos a la segunda invasión persa, que culminaría en la célebre batalla naval, ambos defendían posiciones opuestas, trasladando al terreno público desavenencias que al parecer tenían su origen en viejas disputas privadas. Pero no era Temístocles el único que le tenía inquina a Arístides, como lo demuestra el ostracismo al que éste se vio sometido.

El ostracismo era una disposición muy curiosa. El sistema político ateniense era una democracia en el sentido más puro de la palabra puesto que las decisiones se resolvían en asambleas a las que podía asistir cualquier ciudadano y en las que cualquiera podía tomar la palabra. Todos los años, en una de las sesiones, se decidía si se votaría un ostracismo aquel año o no. En ese momento no se discutía contra quién iba dirigida la medida, sino únicamente si se iniciaba el procedimiento. En caso afirmativo la votación definitiva tenía lugar un par de meses más tarde. En el día fijado los ciudadanos debían dirigirse al ágora con el nombre de aquél a quien deseaban someter a ostracismo escrito en un pedazo de cerámica, denominado ostrakon, que era a efectos prácticos lo más parecido que había en aquellos tiempos a un trozo cualquiera de papel, y que funcionaba como papeleta electoral. En el ágora se recogían los votos y, concluida la votación, se contaba el número total de ostraka depositados. Si el número era inferior a 6.000 no se había alcanzado el quorum y nada ocurría, pero si había más de 6.000 ostraka se procedía al recuento para ver qué nombre era el que había recibido más votos. El que más tenía era desterrado por diez años.

Ostrakon_Thémistocle_3Ostrakon con el nombre de Temístocles (Imagen tomada de Wikipedia)

Lo curioso es que al ostraquizado no se le acusaba de ningún delito. Simplemente, los ciudadanos habían decidido que podía ser una persona peligrosa para el sistema democrático por el motivo que fuera: su popularidad, rumores de su gran ambición… cualquier cosa que sirviera para alentar la sospecha de que el candidato al destierro podía en algún momento alzarse como tirano. Naturalmente los enemigos políticos de cualquier hombre destacado podían intentar someterlo a un ostracismo para anularlo, aunque el tiro podía salir por la culata y alcanzar un blanco diferente. En el caso de Arístides sabemos que funcionó, porque fue ostraquizado hacia el 483 a.C.

Cuentan que el día en que se votaba el ostracismo un hombre con aspecto de palurdo se dirigió a Arístides, al que no conocía en persona, con un trozo de cerámica en la mano y le interpeló así:

– Disculpa, pero no sé escribir. ¿Podrías escribir por mí un nombre en este ostrakon?

– Por supuesto -respondió Arístides- ¿qué nombre es?.

– Arístides.

– ¡Arístides! Ah, ¿y por qué razón crees que debe ser desterrado Arístides?

– Si te digo la verdad -respondió el hombre- no le conozco de nada. No le he visto nunca y ni siquiera sé qué aspecto tiene. ¡Pero estoy harto de oír cómo le llaman Arístides el Justo!

Arístides escribió su propio nombre en el ostrakon y se lo entregó al hombre. Poco después terminaba el recuento y debía partir al destierro, aunque no llegó a cumplir los diez años de alejamiento previstos, puesto que al iniciarse la invasión de Grecia por Jerjes en el 480 a.C. se decretó una amnistía para los exiliados.

Estas historias nos muestran que sí existe un ejemplo de hombre honrado que ostentó cargos públicos sin corromperse ni enriquecerse ilícitamente, y eso que no debieron de faltarle ocasiones cuando fijaba la contribución de los distintos estados a la Liga de Delos. Tan poco provecho material sacó Arístides de su posición que, según cuenta Plutarco, a su muerte estaba arruinado y la ciudad hubo de hacerse cargo de sus descendientes, proveyendo de dote a sus hijas a costa de los fondos públicos y otorgando una parcela y una pensión a su hijo. De esta forma Atenas mostraba su agradecimiento hacia el que consideraba como especialmente insigne entre sus ciudadanos.

Claro que, pensándolo detenidamente, hay una segunda lectura de todo lo anterior: el hombre que se comporta con honestidad muere en la ruina. Los autores antiguos, con su gusto por la virtud ciudadana y la honra de la memoria de sus más insignes conciudadanos sin lugar a dudas veían en esta historia la de quien ha alcanzado los más altos honores en su ciudad. Pero ahora vivimos otros tiempos, considerablemente más materialistas, en los que el reconocimiento de los conciudadanos no parece bastante recompensa. A lo mejor por eso es tan difícil encontrar otro Arístides.

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El mundo en la encrucijada: Salamina, 480 a.C.

26 sábado Nov 2011

Posted by ibadomar in Historia

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Antigüedad, Batalla, Grecia, Herodoto, Historia, Jerjes, Momentos cruciales, Persia, Salamina, Temístocles

Hay momentos en la Historia en los que la humanidad se ve en una bifurcación en la que la forma que adopte el futuro dependerá de cómo se desarrollen los acontecimientos en ese instante. Un ejemplo clásico son las guerras púnicas: en ellas se decidió si el Mediterráneo lo dominaría una potencia terrestre de economía agrícola (Roma) o una potencia marítima eminentemente comercial (Cartago). No sabemos qué habría ocurrido de haber sido Cartago la vencedora, pero podemos estar seguros, por ejemplo, de que ahora mismo yo no estaría escribiendo en una lengua derivada del latín y de que nuestra legislación no se basaría en el derecho romano.

De entre todos esos momentos hay uno realmente excepcional tanto por la intensidad del mismo como por un detalle de particular dramatismo. En apenas unas horas un imperio aparentemente invencible topaba con una frontera que jamás podría rebasar, un puñado de ciudades que se veían condenadas a ser sometidas o arrasadas recobraron el aliento y todo un dios viviente comprobaba que su omnipotencia no era tal. Estoy hablando de un día de septiembre de hace casi 2.500 años. Estoy hablando de la batalla de Salamina.

Salamina fue el punto de inflexión de las denominadas guerras médicas, que enfrentaron al imperio persa con una confederación de ciudades-estado griegas. El motivo de la guerra pudo ser el expansionismo persa o quizás el intento persa de asegurarse de que no se repitiera el apoyo dado por Atenas a las ciudades jonias de lo que hoy es la costa turca y que se habían rebelado contra la dominación persa a principios del siglo V antes de Cristo. Las revueltas fueron sofocadas, pero es muy posible que el imperio quisiera asegurarse de que una nueva rebelión no contaría con ayuda exterior. Por otro lado, las ciudades griegas dominaban el Egeo y su derrota significaría el control del Mediterráneo Oriental.

Un primer asalto tuvo lugar en el 490 a.C. En aquel entonces la expedición persa del rey Darío fue derrotada en la célebre batalla de Maratón. Diez años más tarde el hijo de Darío, Jerjes, decidido a someter de una vez a los griegos, comandaba un inmenso ejército invasor acompañado de una gran flota. Nuestra principal fuente, Herodoto, da al ejército persa un tamaño inverosímil, pero aun corrigiendo sus exageraciones no cabe duda de que la superioridad numérica estaba del lado persa. Los griegos, astutamente, buscaron la manera de neutralizar su desventaja numérica planteando batalla en un desfiladero, el de las Termópilas. Pero cuando los persas superaron ese obstáculo la situación era tal que Atenas fue evacuada y gran parte de sus habitantes se refugiaron en la vecina isla de Salamina mientras el ejército persa tomaba la ciudad y arrasaba la Acrópolis.

La flota griega (380 barcos según Herodoto) fondeó en el estrecho que separa Salamina del continente, mientras que los buques de los persas y sus aliados (unos 1200 barcos, según el historiador griego, aunque posiblemente no fueran más de 700) se aproximaban para bloquear ambas salidas. La superioridad numérica volvía a estar con los persas, pero no hay que olvidar que los griegos jugaban en casa y conocían el terreno. El gran político y militar ateniense Temístocles se jugó el todo por el todo enviando un mensaje a Jerjes en el que le sugería atacar cuanto antes, puesto que la discordia reinaba entre los representantes de las distintas ciudades griegas y su baja moral propiciaría un desorden, no exento de deserciones, que facilitaría el triunfo persa. Lo que parecía una traición era, sin embargo, un regalo envenenado.

Jerjes siguió el consejo de su enemigo ordenando que la escuadra persa entrara en un estrecho que, con su falta de espacio, dificultaba las maniobras de la inmensa flota. Los griegos entretanto, en perfecta formación, se abalanzaron como perros de presa sobre sus adversarios logrando una victoria decisiva. La derrota naval persa hacía imposible el dominio de Grecia y, aunque la guerra aún no había terminado, el todopoderoso imperio había demostrado ser vulnerable y tendría que ceder terreno hasta abandonar definitivamente su aventura de conquista.

Mapa tomado de livius.org

¿Por qué decidió Jerjes seguir el consejo de su enemigo? Entre sus generales no todos apoyaban el adentrarse en terreno adversario para presentar batalla. Es sabido que Artemisia de Caria, reina de Halicarnaso y una de los comandantes de la flota persa, se oponía a este plan. ¿Por qué no quedarse tranquilamente vigilando las salidas del estrecho esperando que fueran los griegos los que se vieran forzados a salir a buscar batalla en mar abierto? ¿Quizás porque un bloqueo es mucho menos espectacular que un combate naval?

Dije al principio que existe un detalle que da especial dramatismo a la batalla. En un alto que dominaba la bahía, contemplando la acción desde un lugar privilegiado estaba el mismísimo Jerjes, el emperador persa. Desde allí fue testigo de cómo su flota penetraba en el estrecho, de las dificultades para maniobrar, del ataque griego y, finalmente de la derrota y el fracaso de su particular armada invencible. Aquél al que sus súbditos debían adorar como a un dios contemplaba con sus propios ojos cómo su empresa fracasaba.

¿Qué habría ocurrido de haber vencido los persas? No podemos saber si su dominio habría sido duradero, ni si habría llegado a sofocar la civilización griega. Puede que el imperio persa hubiese llegado a dominar el Mediterráneo Oriental o puede que su soberanía hubiese sido meramente nominal. Sí es un hecho que en la Grecia clásica la victoria sobre los persas era motivo de orgullo y por tanto hubo de influir en la educación de personajes tan influyentes para la posteridad como Sócrates o Aristóteles, por poner dos ejemplos.

Para reflexionar nos quedan dos imágenes: la de Jerjes, en la cima de su poder contemplando atónito cómo el que iba a ser su momento de triunfo se convertía en su gran fracaso y la de los atenienses refugiados en Salamina presenciando el renacer de su ciudad, que en apenas 30 años alcanzaría su máximo esplendor apoyándose en su poder naval. Al amanecer de aquel día el imperio persa afianzaba su posición en Europa y al caer la noche se retiraba hacia su base en Asia. Ha habido otras situaciones críticas en la Historia, pero posiblemente ninguna que se resolviera en tan pocas horas y ante los propios ojos de quienes vivirían las consecuencias.

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