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Ahora lo llaman fake news

24 domingo Feb 2019

Posted by ibadomar in Historia, Prensa

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Antigüedad, Atenas, Bulos, Cólera, Epidemia, Explosión del Maine, Grecia, Guerra de Cuba, Herodoto, Historia, Periodismo, Peste Negra, Pisístrato, Propaganda, Siglo XIX, Siglo XX

Se ha puesto de moda hablar de fake news y tengo la impresión de que usar un anglicismo debe de aportar prestigio, porque la existencia de bulos, camelos, desinformación, propaganda… como quiera llamarse a la difusión de noticias falsas, no es algo precisamente nuevo. La única novedad es que ahora se utiliza internet, pero por lo demás nos encontramos ante un fenómeno de lo más conocido. Todo se reduce a soltar una afirmación escandalosa usando el medio que pueda darle mayor publicidad.

Y no es ya que la difusión de bulos sea algo conocido. Es que el propio bulo a veces tiene poco de novedoso. Tomemos un ejemplo: la vicepresidenta de Venezuela dice que la ayuda humanitaria que llega al país está envenenada. Grave acusación, pardiez. Sin embargo, las circunstancias por las que pasa el país hacen pensar que podemos encontrarnos ante un caso de propaganda pura y dura. Lo interesante es que hay precedentes de esa misma acusación. En mayo de 1936, por ejemplo, circuló por Madrid el rumor de que se estaban repartiendo caramelos envenenados a los hijos de los obreros, lo que provocó disturbios, quema de iglesias y contribuyó a tensar un ambiente que ya estaba bastante crispado y que menos de tres meses después llegaría al paroxismo con la guerra civil.

Para más inri, el rumor de 1936 tampoco era novedoso: en julio de 1834, durante una epidemia de cólera, surgió en Madrid el bulo de que la causa de la enfermedad era que los frailes envenenaban el agua de las fuentes públicas. Eso bastó para iniciar unos disturbios que concluyeron con el asalto a varios conventos y la muerte de casi un centenar de religiosos. Como los hechos tuvieron lugar en el siglo XIX, la violencia fue anticlerical. De haber tenido lugar en el siglo XIV habría sido antisemita. Y no es una suposición aventurada: durante la epidemia de la Peste Negra hubo en toda Europa matanzas de judíos, a los que se acusaba de haber envenenado el agua de los pozos.

Pero estos ejemplos son de rumores más o menos improvisados y se supone que el peligro en nuestros días viene por el uso de los medios de comunicación para difundir falsedades con las que justificar acciones políticas. Eso tampoco es nuevo: en 1898 el buque norteamericano Maine sufrió una explosión, probablemente accidental, mientras estaba anclado en La Habana. La prensa estadounidense vio un filón en explotar la vena patriótica y acusó al gobierno español, entonces en guerra con los independentistas cubanos, de estar tras el incidente. Los periódicos se vendieron como churros y crearon en la opinión pública el ambiente adecuado para aceptar la intervención norteamericana en la guerra. Es famoso el intercambio de telegramas del magnate de la prensa William Randolph Hearst con un ilustrador al que había enviado a Cuba para cubrir la guerra. El ilustrador escribió que quería volver porque todo estaba tranquilo en La Habana y no había ninguna guerra sobre la que informar. El telegrama de respuesta de Hearst decía: “usted ponga las ilustraciones y yo pondré la guerra”.

Nos podemos remontar hasta muy lejos en la historia de la desinformación. Por ejemplo hasta la Grecia antigua. En el siglo VI antes de Cristo, en Atenas, Pisístrato era un maestro en el uso político de bulos y falsedades que un buen día, cuenta Herodoto, se hirió a sí mismo y a sus mulos y llegó con su carro al ágora, donde contó que le habían atacado sus enemigos y consiguió que se le permitiera llevar una escolta armada. Así formó su pequeño ejército privado, con el que pudo dar un golpe de estado y hacerse con el poder. La situación no duró mucho y Pisístrato fue expulsado de la ciudad, pero se las ingenió para volver con la ayuda de una joven particularmente alta. Con ella, a la que vistió como a un hoplita, con su lanza, coraza, casco y grebas, se dirigió en carro a Atenas precedido por heraldos que anunciaban el regreso de Pisístrato acompañado de la mismísima Atenea. Impedir la entrada al antiguo tirano era posible, pero dar con la puerta en las narices a la diosa protectora de la ciudad era impensable; y así fue como Pisístrato volvió a ejercer la tiranía. Más adelante tuvo que exiliarse de nuevo, pero consiguió volver por tercera vez y quedarse en el poder definitivamente. Lo curioso es que no sólo no abusó de él sino que sentó las bases de la grandeza de Atenas y mantuvo una alta popularidad hasta su muerte.

No hay nada nuevo bajo el sol, como se ve. Bueno, sí lo hay: este artículo, que tiene una peculiaridad. Debe de ser la primera vez que se escribe un texto sobre noticias falsas, desinformación y propaganda sin citar a Goebbels ni a la Unión Soviética. Para que luego digan que todo está inventado.

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Plagas olvidadas

15 miércoles Jul 2015

Posted by ibadomar in Historia

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Carlos IV, Historia, Jardiel, Jenner, Luis I, Luis XV, Siglo XIX, Siglo XVIII, Siglo XX, Vacuna, Viruela, Voltaire

Dedicado a @Irenemate, cuyos comentarios me ayudaron a afinar el artículo

Antes de empezar este artículo he hecho un experimento mental. Quien quiera puede unirse a él. He redactado la siguiente lista, a la que se podrían añadir muchos más nombres:

  • Viruela
  • Tétanos
  • Rabia
  • Difteria
  • Poliomielitis
  • Sarampión

A continuación he intentando recordar a alguien a quien conozca directamente que haya padecido alguna de las enfermedades de la lista. La respuesta ha sido negativa salvo en el caso del sarampión, cuya vacunación no se extendió hasta los años 80. Más aún, no conozco a nadie que conozca a alguien que haya padecido ninguna de las otras enfermedades de la lista. No está nada mal, teniendo en cuenta que todas ellas son enfermedades peligrosas y, hasta no hace mucho tiempo, temidas. Y con razón, a la vista de los datos:

La rabia, por ejemplo, tiene una mortalidad cercana al 100%. El tétanos es menos mortífero, un 15% si se puede aplicar el tratamiento adecuado, pero los espasmos musculares son tan intensos que pueden provocar fracturas de columna. La viruela puede presentarse de distintas formas más o menos dañinas, pero en general presenta una mortalidad de un 30% y suele dejar secuelas en los supervivientes (y no sólo en forma de cicatrices, también la ceguera, por ejemplo, puede ser una consecuencia). La poliomielitis causaba, y aún causa, paralisis muscular y atrofia en los miembros afectados, e incluso la muerte si el enfermo tiene la mala suerte de que el músculo paralizado sea el diafragma. Esta última enfermedad era conocida de antiguo, tanto que cuando yo estudiaba arqueología encontré una foto de una estela egipcia en la que se ve a un hombre afectado por la polio. Es fácil de localizar, basta con buscar «polio, Egypt» en Google y encontramos esta imagen de Wikipedia:

Polio_Egyptian_Stele

Incluso el sarampión, considerado como una típica enfermedad leve, causaba en 1980 más de dos millones y medio de muertes al año en todo el mundo, que en 2013 se habían reducido a unas 145.000 (Datos de la OMS). Una gran mejora, ¿verdad?, sólo unas 400 muertes diarias.

Todas las enfermedades citadas, y muchas más, tienen en común su rareza, e incluso erradicación, en nuestro mundo desarrollado y de ahí el resultado de mi experimento inicial. Y eso gracias a uno de los grandes avances de la historia de la ciencia: las vacunas, que llevan entre nosotros algo más de 200 años.

Todo empezó con la viruela. Estaba claro que quien sobrevivía a ella estaba libre de contagio, de manera que si se encontraba alguna forma de inocularla con garantías de supervivencia el problema estaba resuelto. Esta forma de prevención existía, pero requería bastante valor, porque si acercarse a un enfermo de viruela era suficiente para provocar sudores fríos, el pinchar una de sus pústulas para luego inocularse a uno mismo la enfermedad, de forma supuestamente controlada, requería un coraje rayano en la osadía. Esta forma de prevención, llamada variolación, sí estaba aceptada en Inglaterra, que la había importado de Turquía, aunque no en el resto de Europa, según nos informa Voltaire.

La situación cambió al observarse que existía una afección frecuente entre quienes trabajaban con vacas, la denominada viruela vacuna, que al parecer protegía de la viruela, puesto que no había casos de nadie que hubiese padecido ambas. Fue el inglés Edward Jenner el primero que abordó el problema de forma sistemática y se lanzó a experimentar inoculando en un niño el pus de las ampollas de una lechera infectada con la viruela vacuna. El niño tuvo una reacción pero nada más. Luego le intentaron inocular la viruela (sí, en aquella época los experimentos no se andaban con chiquitas) con el sistema de prevención tradicional y no hubo manera de que el chico mostrara el menor síntoma.

El experimento tuvo lugar en 1796 y su éxito corrió como la pólvora. Lo que se inoculaba era la viruela vacuna y de ahí el nombre de este sistema de prevención. El primer lugar donde se aplicó un programa de vacunación masivo fue la Corona Española. En 1803 partió la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna, con el fin de extender la vacunación por todo el Imperio. Los medios eran los de la época y en lugar de las jeringuillas y dosis inyectables que usaríamos en la actualidad se empleó a niños huérfanos, a los que se iba inoculando por turno. De esta forma el primero era inoculado, se esperaba a que tuviera los síntomas y se inoculaba al segundo, luego al tercero… un sistema rudimentario pero eficaz.

Real_Expedición_Filantrópica_de_la_VacunaRecorrido de la expedición. Mapa tomado de Wikipedia

No merece la pena entrar en más detalles sobre esta expedición, puesto que no quiero repetir el artículo de Wikipedia dedicado a la misma, que es claro y detallado. Aquél fue el primer esfuerzo masivo, pero aun pasaría mucho tiempo hasta la victoria definitiva contra aquella terrible enfermedad. A principios de los años 1950 aún había unos 50 millones de casos anuales, pero un esfuerzo mundial consiguió que el último caso notificado se diera en 1977. Hace casi 40 años que nadie en el planeta Tierra padece la viruela. En realidad el caso de 1977 fue el penúltimo, porque en 1978 aun se dió una última muerte por viruela: una mujer, fotógrafa clínica, se infectó accidentalmente en un hospital inglés que conservaba cepas del virus. El caso se cobraría otra víctima: el Jefe del Servicio de Microbiología del hospital, que se suicidó al conocerse la infección. Como si fuera un malvado de película, el virus de la viruela no podía desaparecer de la escena sin dar una última muestra de su carácter.

Es de suponer que Jenner habría sentido una gran satisfacción de haber sabido que su trabajo iba a servir, 170 años más tarde, para erradicar definitivamente aquella enfermedad. Desde luego no escatimó elogios para referise al esfuerzo de vacunación que sí conoció: la expedición española, a la que definió como el más noble ejemplo de filantropía de la Historia. Es justo, además, hacer notar que esta empresa se desarrolló bajo el patrocinio del rey Carlos IV, posiblemente uno de los monarcas más anodinos de la Historia de España, que en esta ocasión se portó con una altura de miras sin precedentes. Y aquí voy a plantear otro experimento mental: ¿Qué pudo impulsar a un personaje como Carlos IV a apoyar aquella expedición pionera?

Que cada cual dé la respuesta que quiera, yo personalmente tengo la mía: la experiencia. Carlos IV sabía lo que era la viruela porque tenía que convivir con ella, ya que la enfermedad no respetaba a la nobleza. Por ejemplo, ¿alguién se acuerda de Luis I de España? Hablé de él en un artículo sobre los dos reinados de Felipe V y no es raro que casi nadie lo recuerde puesto que apenas reinó unos meses, ya que murió de viruela, enfermedad que no mató a su esposa, pero la dejó marcada.

640px-Luis_I,_rey_de_EspañaLuis I, muerto de viruela en 1724

Si Carlos IV había olvidado a su pariente y antecesor en el trono español, seguro que no había olvidado a otro pariente suyo, Luis XV de Francia, que tambíen murió por esta enfermedad cuando Carlos IV contaba con 26 años. Pero en realidad, el rey español no tenía que buscar tan lejos entre los miembros de su familia, puesto que la enfermedad le había atacado de cerca y se había llevado a su hija María Teresa a los tres años de edad, en 1794.

Louis_XVLuis XV de Francia, muerto de viruela en 1774

No es raro, por tanto, que Carlos IV estuviera sensibilizado con la viruela e hiciera esfuerzos por difundir aquel nuevo tratamiento preventivo. Hoy en día, sin embargo, hemos olvidado lo que ésta y otras enfermedades suponían y sólo eso explica que se haya producido en España, por primera vez desde 1987, un caso mortal de difteria en un niño de 6 años que estaba sin vacunar. Si este caso es difícilmente explicable, también lo es que en el centro del Primer Mundo, en Estados Unidos, se haya sufrido un brote de sarampión este mismo año con origen en un parque de atracciones. Este brote nunca habría ocurrido de no haber existido un cierto porcentaje de población sin vacunar.

De todo esto surge una reflexión: hace 200 años, cuando la enfermedad era un riesgo frecuente y mortal, la vacunación se extendió como la pólvora. Hoy en día, cuando la enfermedad es algo casi desconocido, nos permitimos bajar la guardia. Es triste que la única forma de aprender una lección tan sencilla sea padecer las consecuencias de no aplicarla. Si a Carlos IV o cualquiera de sus contemporáneos le hubiesen dicho que algún día habría vacunas, no sólo para la viruela, sino para la difteria o el tétanos no habría escatimado esfuerzos por hacerse con ellas. No puedo imaginar su expresión de incompresión si alguien le hubiese explicado entonces que existiría quien pudiendo acceder a semejante tesoro lo despreciaba.

Puede que el mejor resumen de ese rechazo a la vacunación lo expresara involuntariamente el humorista Jardiel Poncela en su novela Pero… ¿hubo alguna vez once mil vírgenes? En ella, un pintor vanguardista triunfa con una obra de título absurdo: Campesinos búlgaros huyendo de la vacuna. Puede que si Jardiel reescribiera su novela 85 años después sustituyera a los campesinos búlgaros del título por algo más actual. Urbanitas del primer mundo huyendo de la vacuna, por ejemplo. Personalmente lo encuentro algo menos cómico, un poco más trágico e igual de ridículo.

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La Europa de los congresos

24 miércoles Jun 2015

Posted by ibadomar in Historia

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100 días, Cien mil hijos de San Luis, Congreso de Verona, Congreso de Viena, Francia, Historia, Luis XVIII, Metternich, Napoleón, ONU, Pío VII, Santa Alianza, Siglo XIX, Sociedad de Naciones, Waterloo

Hace casi dos meses que no actualizo el blog y eso me tiene a mal vivir. La culpa la comparten lo ajetreado de mi vida y mi manía de ser meticuloso, porque yo no puedo simplemente sentarme a escribir lo primero que me venga a la cabeza, no. Lo hago mucho más complicado: se me ocurre un tema, pienso cómo desarrollarlo, me documento en un par de libros, consulto varias fuentes más por internet y finalmente me siento a escribir. La ventaja es que los artículos salen bastante apañados (o eso creo), pero a cambio hace falta encontrar tiempo y energía para iniciar el proceso.

Y no será por falta de temas interesantes. Este año tengo de sobra sólo con las efemérides: 75 aniversario de la batalla de Inglaterra, 70 de la bomba de Hiroshima y del fin de la Segunda Guerra Mundial, centenario de la batalla de Ypres, en la que se emplearon armas químicas por primera vez (aunque sobre eso ya escribí), bicentenario de Waterloo… sólo hay que escoger.

Y ya que he mencionado Waterloo, éste puede ser un buen punto de partida. La batalla que se libró allí es muy conocida por ser la última que dirigió Napoleón, pero donde realmente quedaron reflejadas las consecuencias de su derrota fue en la ordenación europea que se impuso a continuación. La Revolución Francesa había supuesto una gran conmoción y las guerras napoleónicas habían sido la consecuencia inmediata. Derrotado Napoleón, sus vencedores se aprestaron a definir lo que ahora llamaríamos un «nuevo orden mundial».

El congreso de Viena, que fue la ciudad donde se reunieron los representantes de las potencias europeas, comenzó un año antes de Waterloo, en 1814. Napoleón, derrotado por primera vez, había sido enviado al exilio para que gobernara la pequeña isla de Elba, Luis XVIII ocupaba el trono de Francia como monarca absoluto y Europa parecía regresar a la situación anterior a la Revolución de 1879. Francia salía bien parada de la experiencia, puesto que no se le exigían indemnizaciones de guerra (al fin y al cabo, desde el punto de vista absolutista, el país había sido dirigido por un usurpador desde 1792 y sólo ahora volvía a la normalidad con el legítimo heredero del guillotinado Luis XVI). Es más, la restaurada monarquía francesa ganaba algo de territorio con respecto a las fronteras de 1792. Pero entonces las cosas se torcieron porque Bonaparte no estaba tan vencido como se pensaba.

Napoléon abandonó Elba y desembarcó en Francia en marzo de 1815 para comenzar el periodo que se llamaría de los 100 días y que terminaría con su derrota definitiva en Waterloo. Las reuniones de Viena siguieron adelante, no obstante y el congreso terminó apenas nueve días después de la batalla, pero Francia ya no saldría tan bien librada: esta vez le tocaba pagar 700 millones de francos y sufrir una ocupación militar temporal. En cualquier caso es curioso que Francia, pese a ser la nación derrotada, fuera una de las potencias participantes en aquellas reuniones, en las que se determinaba el destino de Europa, junto a Inglaterra, Rusia, Austria y Prusia. Sólo para algunos asuntos participaron Suecia, España y Portugal.

Del congreso salieron resoluciones de todo tipo, entre ellas un nuevo mapa de Europa; pero lo más interesante posiblemente sea que por primera vez los reunidos consideraron la renuncia a la guerra como forma de resolver los conflictos entre ellos. En su lugar, para tratar las disputas internacionales, debían reunirse en congresos como aquél que estaban celebrando. Como el mundo no se limitaba a las cinco naciones que estaban discutiendo en Viena, había que decidir qué se hacía en caso de que un país pareciera amenazar la estabilidad del sistema que se estaba creando y por ello se consideró lícita la intervención militar para restaurar a un soberano depuesto en un tercer país.

Sobre los monarcas, precisamente, versaba un punto interesante. Tras la derrota de Napoleón, el absolutismo vuelve con energías renovadas y por ello se impone el punto de vista de que la soberanía reside en el rey, cuyo poder tiene origen divino y no debe estar limitado por una constitución. Esto desembocó en la creación de la denominada Santa Alianza, formada por Austria, Rusia y Prusia. Con este nombre denominaron un acuerdo de solidaridad entre los monarcas absolutos, cuya relación con la divinidad quedaba sellada al invocar en su creación a la Santísima Trinidad. La idea, que no deja de tener su lógica en un momento de reacción absolutista, surgió de Alejandro I de Rusia, pero el pacto creó dudas incluso entre sus firmantes, como lo demuestra que el ministro de Exteriores austriaco, Metternich, introdujo modificaciones para rebajar un poco su tono y tranquilizar a Turquía, que temía que se estuviera preparando una nueva Cruzada. Tampoco entre los británicos, de larga tradición parlamentaria, despertaba entusiasmo aquel acuerdo, al que no se incorporaron. Incluso el papa Pío VII lo criticó como no representativo de la verdadera religión, por mucho que la Alianza se autoproclamara como Santa.

El de Viena fue el primero de una serie de congresos en los que las cinco grandes potencias (Austria, Prusia, Rusia, Gran Bretaña y Francia) se reunieron para tratar distintos asuntos. Le siguieron Aquisgrán (1818), Troppau (1820), Laibach (1821) y Verona (1822). En este último Francia consiguió la aprobacion a la intervención del ejército de los Cien Mil hijos de San Luis en España para restaurar el absolutismo tras un paréntesis constitucional de tres años, asunto que ya mencioné en otro artículo. Pero con el congreso de Verona termina esta época de conferencias multilaterales, al no conseguirse la aprobación de Gran Bretaña para la intervención en España.

El sistema de congresos tuvo por tanto una duración muy corta. Sin embargo, el congreso de Viena, con su intención de crear un foro de potencias que desplazara a la guerra como árbitro de los conflictos entre naciones, fue un precedente de lo que serían la Sociedad de Naciones (creada tras la Primera Guerra Mundial) y la ONU (surgida tras la Segunda). Parece que cada vez que Europa sufre una guerra generalizada surge la pretensión de crear organismos que resuelvan conflictos internacionales sin recurrir a la violencia. El primer intento surgió hace 200 años y resultó tan fallido como sería el segundo; pero desde que se inició el tercero llevamos 70 años de paz en Europa salvo conflictos muy localizados. ¿Será verdad que a la tercera va la vencida?

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