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Plagas olvidadas

15 Miércoles Jul 2015

Posted by ibadomar in Historia

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Carlos IV, Historia, Jardiel, Jenner, Luis I, Luis XV, Siglo XIX, Siglo XVIII, Siglo XX, Vacuna, Viruela, Voltaire

Dedicado a @Irenemate, cuyos comentarios me ayudaron a afinar el artículo

Antes de empezar este artículo he hecho un experimento mental. Quien quiera puede unirse a él. He redactado la siguiente lista, a la que se podrían añadir muchos más nombres:

  • Viruela
  • Tétanos
  • Rabia
  • Difteria
  • Poliomielitis
  • Sarampión

A continuación he intentando recordar a alguien a quien conozca directamente que haya padecido alguna de las enfermedades de la lista. La respuesta ha sido negativa salvo en el caso del sarampión, cuya vacunación no se extendió hasta los años 80. Más aún, no conozco a nadie que conozca a alguien que haya padecido ninguna de las otras enfermedades de la lista. No está nada mal, teniendo en cuenta que todas ellas son enfermedades peligrosas y, hasta no hace mucho tiempo, temidas. Y con razón, a la vista de los datos:

La rabia, por ejemplo, tiene una mortalidad cercana al 100%. El tétanos es menos mortífero, un 15% si se puede aplicar el tratamiento adecuado, pero los espasmos musculares son tan intensos que pueden provocar fracturas de columna. La viruela puede presentarse de distintas formas más o menos dañinas, pero en general presenta una mortalidad de un 30% y suele dejar secuelas en los supervivientes (y no sólo en forma de cicatrices, también la ceguera, por ejemplo, puede ser una consecuencia). La poliomielitis causaba, y aún causa, paralisis muscular y atrofia en los miembros afectados, e incluso la muerte si el enfermo tiene la mala suerte de que el músculo paralizado sea el diafragma. Esta última enfermedad era conocida de antiguo, tanto que cuando yo estudiaba arqueología encontré una foto de una estela egipcia en la que se ve a un hombre afectado por la polio. Es fácil de localizar, basta con buscar “polio, Egypt” en Google y encontramos esta imagen de Wikipedia:

Polio_Egyptian_Stele

Incluso el sarampión, considerado como una típica enfermedad leve, causaba en 1980 más de dos millones y medio de muertes al año en todo el mundo, que en 2013 se habían reducido a unas 145.000 (Datos de la OMS). Una gran mejora, ¿verdad?, sólo unas 400 muertes diarias.

Todas las enfermedades citadas, y muchas más, tienen en común su rareza, e incluso erradicación, en nuestro mundo desarrollado y de ahí el resultado de mi experimento inicial. Y eso gracias a uno de los grandes avances de la historia de la ciencia: las vacunas, que llevan entre nosotros algo más de 200 años.

Todo empezó con la viruela. Estaba claro que quien sobrevivía a ella estaba libre de contagio, de manera que si se encontraba alguna forma de inocularla con garantías de supervivencia el problema estaba resuelto. Esta forma de prevención existía, pero requería bastante valor, porque si acercarse a un enfermo de viruela era suficiente para provocar sudores fríos, el pinchar una de sus pústulas para luego inocularse a uno mismo la enfermedad, de forma supuestamente controlada, requería un coraje rayano en la osadía. Esta forma de prevención, llamada variolación, sí estaba aceptada en Inglaterra, que la había importado de Turquía, aunque no en el resto de Europa, según nos informa Voltaire.

La situación cambió al observarse que existía una afección frecuente entre quienes trabajaban con vacas, la denominada viruela vacuna, que al parecer protegía de la viruela, puesto que no había casos de nadie que hubiese padecido ambas. Fue el inglés Edward Jenner el primero que abordó el problema de forma sistemática y se lanzó a experimentar inoculando en un niño el pus de las ampollas de una lechera infectada con la viruela vacuna. El niño tuvo una reacción pero nada más. Luego le intentaron inocular la viruela (sí, en aquella época los experimentos no se andaban con chiquitas) con el sistema de prevención tradicional y no hubo manera de que el chico mostrara el menor síntoma.

El experimento tuvo lugar en 1796 y su éxito corrió como la pólvora. Lo que se inoculaba era la viruela vacuna y de ahí el nombre de este sistema de prevención. El primer lugar donde se aplicó un programa de vacunación masivo fue la Corona Española. En 1803 partió la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna, con el fin de extender la vacunación por todo el Imperio. Los medios eran los de la época y en lugar de las jeringuillas y dosis inyectables que usaríamos en la actualidad se empleó a niños huérfanos, a los que se iba inoculando por turno. De esta forma el primero era inoculado, se esperaba a que tuviera los síntomas y se inoculaba al segundo, luego al tercero… un sistema rudimentario pero eficaz.

Real_Expedición_Filantrópica_de_la_VacunaRecorrido de la expedición. Mapa tomado de Wikipedia

No merece la pena entrar en más detalles sobre esta expedición, puesto que no quiero repetir el artículo de Wikipedia dedicado a la misma, que es claro y detallado. Aquél fue el primer esfuerzo masivo, pero aun pasaría mucho tiempo hasta la victoria definitiva contra aquella terrible enfermedad. A principios de los años 1950 aún había unos 50 millones de casos anuales, pero un esfuerzo mundial consiguió que el último caso notificado se diera en 1977. Hace casi 40 años que nadie en el planeta Tierra padece la viruela. En realidad el caso de 1977 fue el penúltimo, porque en 1978 aun se dió una última muerte por viruela: una mujer, fotógrafa clínica, se infectó accidentalmente en un hospital inglés que conservaba cepas del virus. El caso se cobraría otra víctima: el Jefe del Servicio de Microbiología del hospital, que se suicidó al conocerse la infección. Como si fuera un malvado de película, el virus de la viruela no podía desaparecer de la escena sin dar una última muestra de su carácter.

Es de suponer que Jenner habría sentido una gran satisfacción de haber sabido que su trabajo iba a servir, 170 años más tarde, para erradicar definitivamente aquella enfermedad. Desde luego no escatimó elogios para referise al esfuerzo de vacunación que sí conoció: la expedición española, a la que definió como el más noble ejemplo de filantropía de la Historia. Es justo, además, hacer notar que esta empresa se desarrolló bajo el patrocinio del rey Carlos IV, posiblemente uno de los monarcas más anodinos de la Historia de España, que en esta ocasión se portó con una altura de miras sin precedentes. Y aquí voy a plantear otro experimento mental: ¿Qué pudo impulsar a un personaje como Carlos IV a apoyar aquella expedición pionera?

Que cada cual dé la respuesta que quiera, yo personalmente tengo la mía: la experiencia. Carlos IV sabía lo que era la viruela porque tenía que convivir con ella, ya que la enfermedad no respetaba a la nobleza. Por ejemplo, ¿alguién se acuerda de Luis I de España? Hablé de él en un artículo sobre los dos reinados de Felipe V y no es raro que casi nadie lo recuerde puesto que apenas reinó unos meses, ya que murió de viruela, enfermedad que no mató a su esposa, pero la dejó marcada.

640px-Luis_I,_rey_de_EspañaLuis I, muerto de viruela en 1724

Si Carlos IV había olvidado a su pariente y antecesor en el trono español, seguro que no había olvidado a otro pariente suyo, Luis XV de Francia, que tambíen murió por esta enfermedad cuando Carlos IV contaba con 26 años. Pero en realidad, el rey español no tenía que buscar tan lejos entre los miembros de su familia, puesto que la enfermedad le había atacado de cerca y se había llevado a su hija María Teresa a los tres años de edad, en 1794.

Louis_XVLuis XV de Francia, muerto de viruela en 1774

No es raro, por tanto, que Carlos IV estuviera sensibilizado con la viruela e hiciera esfuerzos por difundir aquel nuevo tratamiento preventivo. Hoy en día, sin embargo, hemos olvidado lo que ésta y otras enfermedades suponían y sólo eso explica que se haya producido en España, por primera vez desde 1987, un caso mortal de difteria en un niño de 6 años que estaba sin vacunar. Si este caso es difícilmente explicable, también lo es que en el centro del Primer Mundo, en Estados Unidos, se haya sufrido un brote de sarampión este mismo año con origen en un parque de atracciones. Este brote nunca habría ocurrido de no haber existido un cierto porcentaje de población sin vacunar.

De todo esto surge una reflexión: hace 200 años, cuando la enfermedad era un riesgo frecuente y mortal, la vacunación se extendió como la pólvora. Hoy en día, cuando la enfermedad es algo casi desconocido, nos permitimos bajar la guardia. Es triste que la única forma de aprender una lección tan sencilla sea padecer las consecuencias de no aplicarla. Si a Carlos IV o cualquiera de sus contemporáneos le hubiesen dicho que algún día habría vacunas, no sólo para la viruela, sino para la difteria o el tétanos no habría escatimado esfuerzos por hacerse con ellas. No puedo imaginar su expresión de incompresión si alguien le hubiese explicado entonces que existiría quien pudiendo acceder a semejante tesoro lo despreciaba.

Puede que el mejor resumen de ese rechazo a la vacunación lo expresara involuntariamente el humorista Jardiel Poncela en su novela Pero… ¿hubo alguna vez once mil vírgenes? En ella, un pintor vanguardista triunfa con una obra de título absurdo: Campesinos búlgaros huyendo de la vacuna. Puede que si Jardiel reescribiera su novela 85 años después sustituyera a los campesinos búlgaros del título por algo más actual. Urbanitas del primer mundo huyendo de la vacuna, por ejemplo. Personalmente lo encuentro algo menos cómico, un poco más trágico e igual de ridículo.

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Las tres vidas de la Pepa.

05 Lunes Mar 2012

Posted by ibadomar in Historia

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Bayona, Carlos IV, Constitucion, Eguía, Elío, Fernando VII, Godoy, Historia, Isabel II, José Bonaparte, Luis XVIII, María Cristina, Napoleón, Riego, Santa Alianza, Siglo XIX, Sublevación de La Granja

Se cumplen por estas fechas 200 años de la aprobación de la primera constitución española. La fecha exacta de su promulgación fue el 19 de marzo de 1812 y por ese motivo, por ver la luz en el día de San José, esta constitución fue conocida popularmente como La Pepa. Su existencia fue muy accidentada y sería posible tomarla, en la línea de otro artículo de este mismo blog, como un intento fracasado de transición; en este caso desde el absolutismo hacia un sistema liberal.

En realidad, la Constitución de 1812 podría considerarse, no como la primera, sino como la segunda constitución española, puesto que ya en julio de 1808 se había aprobado la denominada Constitución de Bayona, que juró el rey José I Bonaparte. Esta constitución, una Carta Otorgada elaborada a instancias de Napoléon, no se suele tener en cuenta cuando se estudia la historia constitucional española por razones obvias, pero sin embargo no dejaba de ser un texto legal; en cierto sentido más legítimo que el surgido de las Cortes de Cádiz, pese a que éste era un texto elaborado por unas Cortes formadas por diputados electos. Y es que la situación que llevó al nacimiento de La Pepa no podía ser más irregular.

El origen fueron los acontecimientos de 1808. Durante las guerras napoleónicas Inglaterra, aprovechando su superioridad naval, imponía un bloqueo a los puertos controlados por los franceses. Al no poder responder con un bloqueo similar, Napoleón optó por el llamado bloqueo continental, prohibiendo el comercio con los puertos británicos. Estando toda Europa bajo el dominio francés un bloqueo así tendría que ser muy dañino para la economía inglesa, pero para que fuese totalmente efectivo se necesitaba que no hubiera ni un solo puerto en Europa que comerciara con los ingleses, incluyendo los de un país tradicionalmente aliado de Su Majestad británica: Portugal. Y para que un ejército francés pudiera obligar a Portugal a sumarse al bloqueo hacía falta pasar por territorio español.

Fue así como entraron las tropas de Napoleón en España, con el beneplácito de sus gobernantes, hacia los que Napoleón no sentía ningún aprecio sino más bien todo lo contrario. Sin embargo el Emperador se equivocaba al llevar sus prejuicios hasta el extremo de extender su desprecio al conjunto del pueblo español. Cierto que España estaba en franca decadencia, pero asumir que se trataba de un país sin energía, que podía ser manejado fácilmente mediante una fuerza de ocupación no demasiado numerosa se iba a revelar como un grave error, aunque no deja de ser cierto que el lamentable comportamiento de Carlos IV, su favorito Godoy y Fernando VII, daban pie a pensar que después de todo los españoles acogerían con agrado un cambio de régimen. Reunidos todos los actores del drama en Bayona, Napoleón consiguió que tanto Carlos IV como Fernando VII renunciaran a sus derechos y dejaran el destino de España en sus manos. Napoleón nombraría más tarde rey a su hermano José y presentaría a una pequeña asamblea de notables españoles la constitución que éstos aprobarían. Era un texto con algunos principios liberales, pero que mantenía en general una monarquía autoritaria.

En realidad la Constitución de Bayona nació muerta porque un par de meses antes de su publicación ya habían comenzado los levantamientos contra el ejército francés. Aparentemente la reacción contra los ocupantes no era legítima puesto que el propio rey había renunciado a sus derechos, pero los insurgentes no aceptaban como válidos los actos de un rey cautivo. La resistencia se organizó en Juntas y pronto hubo una Junta Central que intentaba coordinar los movimientos de resistencia. En estas Juntas hubo de todo: ilustrados reformistas, pero muy moderados, se mezclaban con exaltados liberales y con admiradores del ejemplo revolucionario francés que, sin embargo, no aceptaban la ocupación.

La guerra obligó a la Junta a trasladarse a Cádiz, ciudad liberal por excelencia y por eso fue allí donde se convocaron las Cortes que reunirían, con todas las dificultades que se puede suponer, a los diputados que elaborarían la constitución. El texto resultante fue un clásico de las constituciones liberales que consagraba cuestiones tales como la división de poderes, la libertad de imprenta o la abolición de la tortura. El texto, naturalmente, no resultaría del agrado de los absolutistas.

El destino de la Constitución  se decidió cuando, derrotado Napoleón, volvió Fernando VII a España. El apoyo a la Carta Magna no era unánime entre los diputados, ni mucho menos, y el rey no vio la necesidad de jurar un texto que ponía límites a su poder. Apoyándose en los absolutistas y con la participación de parte del ejército, dirigido por los generales Elío y Eguía, Fernando VII derogó la Constitución y ordenó detener a los diputados liberales. La actuación de Fernando no deja de cuadrar con el ambiente de una Europa que, tras el vendaval napoleónico, veía resurgir con fuerza el absolutismo y que al año siguiente albergaría el nacimiento de la Santa Alianza, firmada por las absolutistas Austria, Rusia y Prusia para apoyarse entre sí.

La Constitución había quedado anulada por la falta de consenso entre los propios españoles, que permitió que la situación se resolviera finalmente mediante un golpe militar. Pero esa misma división social permitió que seis años después el texto volviera a la vida, también mediante un golpe militar: el pronunciamiento de Riego el 1 de enero de 1820 al frente de un ejército de 15.000 soldados que estaban a punto de partir para América. Fernando VII se vio obligado a acatar la Constitución y jurarla el 9 de marzo de ese año. Queda para la Historia su frase: “marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional”.

Marchó por esa senda, sí, pero no francamente. El experimento podría haber funcionado si entre los propios liberales no hubiera aparecido una enorme grieta entre los moderados y los exaltados, con altercados violentos a los que se sumaban las intentonas de insurrección absolutistas. Entretanto la Santa Alianza observaba los acontecimientos y se preparaba para una intervención que acabara con el régimen constitucional. Francia, recuperada para la causa absolutista bajo el gobierno de Luis XVIII, aportó la fuerza armada necesaria, el ejército llamado de los cien mil hijos de San Luis. La operación militar francesa comenzó en abril de 1823 y, para sorpresa general, apenas encontró resistencia. El país que diez años antes se había convertido en la peor pesadilla de un ejército de ocupación carecía ya de energía. Fernando VII volvió a gobernar de forma absoluta, desencadenando una represión más dura aún que la de 1814; tanto que las propias potencias de la Santa Alianza recomendarían moderación a Fernando.

La constitución había caído por segunda vez, pero aún volvería a estar vigente una vez más cuando en 1836, ya muerto Fernando VII y en plena guerra carlista y con las habituales tensiones entre distintas facciones políticas, la rebelión de los suboficiales de la guarnición del palacio de La Granja conocida como motín de los sargentos, obligó a la regente María Cristina a jurar el texto, que esta vez no sería derogado por métodos violentos sino por la entrada en vigor de una nueva constitución, la de 1837, que resulta ser una versión modificada de La Pepa. El nuevo texto sin embargo es más moderado, puesto que amplía el margen de actuación de la Corona, permitiéndole por ejemplo disolver las Cortes. Posiblemente el único punto en el que la constitución de 1837 es más liberal que la de 1812 es en la aconfesionalidad del Estado.

El resultado final es que España contó con su constitución, pero con 25 años de retraso. En 1812 la Constitución de Cádiz era un texto vanguardista, pero en 1837 ya había perdido su carácter pionero. Peor aún, en aquellos 25 años se había introducido el germen de la intervención militar en la vida política que haría que durante todo el reinado de Isabel II el método habitual de cambio de gobierno fuese el del golpe de estado, se había permitido una ocupación extranjera para acabar con un régimen constitucional y se había desencadenado una cruenta guerra civil. El país que con su flamante Constitución de 1812 parecía pionero en iniciar el camino que llevaba del Antiguo Régimen a una sociedad democrática, quedaba en el furgón de cola de la evolución hacia el mundo contemporáneo. Las consecuencias siguen siendo visibles 200 años más tarde.

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