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Investidura en Viterbo

03 jueves Mar 2016

Posted by ibadomar in Historia, Política

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Cónclave, Clemente IV, Edad Media, Gregorio X, Historia, Investidura, Marco Polo, Papa, Política, Viterbo

Mientras escribo esto, seguimos con la duda de qué ocurrirá con la investidura del Presidente de Gobierno en España. Bueno, en realidad dudas hay pocas: está bastante claro que nuestros políticos son incapaces de ponerse de acuerdo y las probabilidades de que haya que acudir a nuevas elecciones son elevadas. El porqué alguien puede pensar que los electores, arrepentidos de su voto anterior, vayan súbitamente a conceder mayoría absoluta a alguien para que así no tengamos que volver a la situación de partida, es algo que se me escapa. ¡Con lo sencillo que sería aplicar el procedimiento de Viterbo y tener resuelta la investidura en pocos días!

Es un sistema antiguo, ya que data del siglo XIII, y se aplicó para conseguir que los cardenales, después de casi tres años de dudas, eligieran Papa de una santa vez (nunca mejor dicho). Las reuniones tenían lugar en Viterbo porque era allí donde había muerto, en noviembre de 1268, el Papa Clemente IV. El gran problema era que los cardenales estaban divididos en varias facciones y no había manera de que optaran por lo que hoy llamaríamos un candidato de consenso. Los cardenales se dirigían cada día a la catedral para la votación, pero cuando salían de allí seguía sin haber Papa.

Así estuvieron casi tres años, hasta septiembre de 1271. Bueno, no estuvieron exactamente así, porque las autoridades locales empezaron a cansarse de aquel cuento de nunca acabar aproximadamente un año después de la primera reunión, de manera que encerraron a los 19 cardenales en el Palacio Papal. Como seguían sin llegar a ningún acuerdo, les redujeron las raciones, pensando sin duda que el hambre aguza el ingenio. Finalmente llegaron a ponerles a dieta de pan y agua y a desmontar el techo del palacio «para que el Espíritu Santo les alcanzara con más facilidad». La situación dentro debía de empezar a ponerse fea, y los reunidos escogieron un comité de 6 cardenales, que fue el que se encargó de designar al Papa.

No se sabe si la designación se hizo a mala idea o no, pero lo cierto es que fueron a escoger a alguien que no podía ser coronado con celeridad: Teobaldo Visconti, que estaba por aquel entonces en Acre, adonde había viajado como legado papal, y que ni siquiera era sacerdote, por lo que hubo que ordenarle. Como curiosidad, hay que decir que el Papa electo tuvo ocasión de hablar con Marco Polo, que iba de viaje hacia China, y de entregarle una carta para Kublai Kan. Poco después, Teobaldo Visconti se despedía de su anterior misión para regresar a Italia. Como era de esperar, el viaje desde Acre a Viterbo y luego a Roma duró unos meses, pero finalmente Visconti fue coronado Papa el 27 de marzo de 1272. Adoptó el nombre de Gregorio X.

No tiene nada de raro que el nuevo Papa decidiera publicar una norma para agilizar el procedimiento de elección, según la cual a los cardenales se les encerraba durante la duración del proceso; a los tres días se les reducía la ración de comida y a partir de los ocho se les dejaba a pan y agua. Además, tampoco recibirían los pagos correspondientes a sus cargos mientras estuvieran encerrados. Estas normas se suavizarían más adelante, pero la de encerrar a los cardenales se sigue observando y de ahí que se diga que están reunidos en cónclave: con-clave (llave).

A mí me parece un sistema práctico, que debidamente actualizado, podría emplearse en el Congreso de los Diputados. ¿No sería hermoso unir la tradición medieval del encierro para las deliberaciones y la elección con la modernidad del televisivo Gran Hermano? Quitar el techo del Congreso me parece excesivo, pero se podría sustituir el edificio por otro que estuviera descubierto… una plaza de toros por ejemplo. O un islote, como Perejil. Allí podríamos aislar a sus señorías. Solos, sin sueldo, a pan y agua, pero con cámaras de televisión, para regocijo de los votantes.

Se me ocurren dos posibilidades: dejarlos allí hasta que elijan un Presidente de Gobierno, en cuyo caso tendríamos todo resuelto en pocas horas, o, mejor aún, que su propuesta sea meramente consultiva y la audiencia deba refrendarla… o decidir prolongar el encierro. Sospecho que, en este caso, los 34 meses que tardaron los cardenales de Viterbo en elegir Papa nos iban a parecer un récord de premura.

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El elefante imperceptible

03 domingo Ago 2014

Posted by ibadomar in Historia, Política

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Cine, Comunismo, Corrupción, España, Historia, Kruschev, Lenin, Perestroika, Política, Pujol, Siglo XX, Stalin, URSS

Llevamos unos días ajetreados a causa del gran escándalo de las riquezas de la familia de Jordi Pujol, que confesó hace unos días haber mantenido cuentas ocultas en el extranjero durante 34 años. Según él, el dinero procede de una herencia y, vaya por Dios, no encontró el momento adecuado para declarar su existencia en todo este tiempo. Al final encontró un ratito, justo cuando las investigaciones sobre evasión fiscal estrechaban el cerco sobre él y su familia. Según han pasado los días se ha ido sabiendo más y ha ido creciendo la cantidad oculta. Hoy mismo se publica que la fortuna evadida podría llegar hasta 1.800 millones de euros.

Paralelamente ha ido asomando una pregunta, mejor dicho la pregunta: ¿y nadie se había enterado de esto? Resulta que al parecer sí se había enterado mucha gente, pero era mucho más saludable fingir que no se sabía nada y que frases como aquella sobre el 3% en referencia a las comisiones ilegales no pasaban de ser exabruptos. En una palabra, acatar la ley del silencio, la omertá, que acertadamente califica Anita Noire como lo peor de todo el asunto en este artículo de su blog. Los americanos tienen una expresión para definir estas situaciones en las que hay algo evidente que todo el mundo conoce, que es imposible no ver, pero que se finge no percibir. Dicen que hay «un elefante en la habitación». Es imposible que pase desapercibido, ¿verdad? Sin embargo, cuando al fin alguien menciona su existencia y es imposible seguir fingiendo todo el mundo lo contempla asombrado. Vaya, quién iba a pensar que estuviera allí.

Quizás el mejor ejemplo de apertura de ojos colectiva sea el de Alemania al finalizar la Segunda Guerra Mundial y la mejor forma de expresarlo venga de una obra de ficción. Quien haya visto «Vencedores o vencidos» (lamentable título para la película titulada originalmente «Judgment at Nuremberg») recordará a Richard Widmark exclamando sarcásticamente «¿No se han enterado? No hay ni un solo nazi en Alemania. Nunca los ha habido». Pero no quiero hablar de este asunto para no caer en la célebre Ley de Godwin, según la cual, sea cual sea el tema de discusión, a la larga siempre aparece alguien que hace una comparación con la Alemania nazi. Para evitarlo me iré a otro momento en el que también se abrieron bruscamente los ojos de muchas personas que, mira por dónde, no se habían enterado de nada. Fue en 1956 durante el XX congreso del PCUS (Partido Comunista de la Unión Soviética).

Al morir Stalin en 1953, la URSS se encontró con una dirección colectiva: Malenkov era jefe de gobierno, Kruschev controlaba el partido, Beria dominaba la policía y Molotov controlaba la diplomacia. Que este tipo de arreglos es provisional lo sabemos desde que murió Alejandro Magno. En este caso fue Kruschev, que tenía la ventaja de dominar el partido y por tanto de controlar la ortodoxia, quien logró quedar como heredero único. Lo que nadie podía esperar era lo que ocurriría apenas el nuevo mandatario comenzara a sentirse seguro en su posición. A principios de 1956 se celebró el primer congreso del PCUS desde la muerte de Stalin. Podría haber transcurrido como un acontecimiento anodino, con interés sólo para historiadores muy versados en la materia, si no fuera por lo que ocurrió el último día, en sesión cerrada. Fue el momento en el que Kruschev leyó su célebre discurso secreto.

Hasta aquel momento Stalin era el gran padre de la patria, comparable sólo a Lenin, pero de pronto, en el discurso, su sucesor empezó a enumerar sus defectos, a denunciar las grandes purgas en las que se falsificaban pruebas contra quienes eran declarados enemigos del pueblo, a desvelar la desconfianza de Lenin hacia quien a la postre le sucedería, y así sucesivamente ante los ojos asombrados de los asistentes. Era un discurso en el que además se denunciaban las deportaciones masivas, contrarias al ideal de Estado multinacional y, sobre todo, se criticaba el culto a la personalidad. Los asistentes escucharon cómo el hasta entonces dirigente clarividente, genio estratégico, héroe de la gran guerra patriótica contra el invasor alemán, era acusado de haber escrito él mismo su biografía en los términos más aduladores y serviles. Kruschev puso otros ejemplos de autobombo, como la creación del premio Stalin, su nombre dado a empresas y ciudades… hasta el himno nacional contenía una frase alabando a Stalin. Tras la crítica, Kruschev llamaba a la prudencia, para no dar argumentos a los enemigos del país, y por eso tardó tanto en conocerse el discurso en detalle: pasó casi un mes hasta que se divulgó en el extranjero y hasta 1988, en plena perestroika, no se publicó el texto íntegro en la URSS.

Lo fantástico del caso es que mientras Kruschev se preguntaba cómo Stalin podía describirse a sí mismo como un hombre alejado de la vanidad y el engreimiento cuando paralelamente fomentaba el culto a su persona, los delegados presentes escuchaban como si estuvieran descubriéndoles un mundo nuevo cuando es imposible que no conocieran los asuntos que desgranaba su nuevo dirigente. En el discurso, Kruschev se preguntaba retóricamente por qué no se había rebelado el Politburó, pero la respuesta la tenía delante con sólo levantar la mirada: los mismos delegados que estaban descubriendo la otra cara de Stalin sin rechistar habrían aplaudido con entusiasmo un discurso en el que se propusiera rendirle honores póstumos.

Por eso no tiene nada de extraño que hoy de pronto una parte mayoritaria de la sociedad, la prensa, la política y el mundo empresarial descubran con sorpresa que la familia Pujol ocultaba un imperio económico de turbia procedencia sin que nadie sospechara lo que se escondía bajo su apacible apariencia. Probablemente no viviré para verlo, pero dentro de 50 años los libros de Historia describirán la sorpresa con que se recibe la existencia de la fortuna oculta de Pujol con los mismos términos con que los libros de hoy describen el efecto del discurso de Kruschev: un silencio helado.

Caramba, entonces… ¿aquel barritar, ese olor, aquella trompa, esas orejas… eran porque había un elefante en la habitación? Tanta gente dentro y nadie se había percatado de su presencia hasta ahora. Cité antes una película y me despediré citando otra, Casablanca, en la que el capitán Renault exclama indignado mientas le entregan lo que ha ganado en la ruleta «¡Qué escándalo, he descubierto que aquí se juega!».

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La prensa descontrolada

06 domingo Jul 2014

Posted by ibadomar in Historia, Política, Prensa

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Carrero Blanco, Corrupción, España, Fraga, Franquismo, Guerra Civil, Historia, MATESA, Mussolini, Periodismo, Política, Siglo XX

Llevamos unos días ajetreados y todo porque a uno de los miembros de nuestra clase política se le ha ocurrido decir que los medios de comunicación deberían estar bajo control público para impedir que estén en manos del poder económico, en otras palabras, que siendo la prensa órgano decisivo en la formación de la cultura popular no se puede dejar sin control ni admitirse que el periodismo viva al margen del Estado.

Habría que preguntarse cómo sería en la práctica ese control público. Para empezar se debería decidir qué organismo ejerce el control. En última instancia sería un ministerio, pero se necesitaría crear alguna agencia ex profeso. Como el territorio nacional es grande, para descentralizar la tarea se podrían crear sub-agencias de ámbito provincial (por ejemplo, aunque también podría ser autonómico) a las que llamaremos Servicio de Prensa, por encima de las cuales estaría la coordinadora a nivel nacional: el Servicio Nacional de Prensa. Es una estructura lógica: los directores de los medios de comunicación seguirían las directrices de su Servicio de Prensa y para coordinar todos los servicios provinciales estaría el Servicio Nacional de Prensa integrado en el Ministerio. Los directores de los medios de comunicación serían responsables de lo publicado y, puesto que dirigirían lo que se puede considerar un servicio público, su nombramiento sería aprobado por el Ministerio. Para ejercer un control efectivo los periodistas tendrían que tener un carnet y estar registrados en el Servicio Nacional de Prensa.

Quien esté de acuerdo con la idea del control público (es decir, político) de los medios de comunicación supongo que verá estas ideas como una forma coherente de ejercerlo. Pero ¿en qué detalles se esconde el diablo? Pues… en todos. El párrafo anterior es un resumen de la Ley de Prensa promulgada por el general Franco en abril de 1938, es más, las partes que he escrito en cursiva son copia literal de aquella ley, que fue promulgada en plena Guerra Civil y es en algunos aspectos incluso más restrictiva que la ley de Mussolini que la inspiró.

La ley de 1938 tenía aspectos peculiares, como el de hacer que la empresa editora fuera co-responsable de los actos de un director que les había sido impuesto. Un ejemplo de las situaciones a las que daba lugar es el caso del periódico monárquico por excelencia, ABC, que tuvo como director entre 1940 y 1946 a José Losada de la Torre, quien llegó a publicar un artículo antimonárquico, obviamente en contra del criterio del consejo de administración. Lo curioso es que el propio Losada hubo de dimitir finalmente por una queja del ministro de la Gobernación, que estaba furioso porque se hubiera publicado un extracto de un discurso suyo y no el discurso entero.

La ley de 1938 llevó las cosas al extremo de que los censores repasaran con detenimiento artículos enviados por el propio gobierno y escritos con pseudónimo por el mismísimo Franco. La sanciones podían llegar por los motivos más variopintos, como la multa que se le puso al semanario Mundo por olvidar conmemorar el cumpleaños de Hitler en 1944. A veces rozaban el esperpento, como cuando el ABC de Sevilla fue multado por un anuncio de Jerez en el que se leía, tras mencionar las maravillas del vino publicitado, «para excelencia, González Byass». Parece un eslogan inocente, pero el censor vio en la palabra excelencia una alusión al Caudillo y la multa fue de 10.000 pesetas de las de 1939.

No fue hasta 1966, cuando aquella ley quedó derogada al promulgarse la célebre Ley de Prensa impulsada por el entonces ministro de Información y Turismo, Manuel Fraga. Como ministro de Información, Fraga presenta una especie de doble personalidad; por un lado era responsable de la propaganda oficial, y lo demostró dirigiendo la campaña de prensa en defensa del régimen ante el escándalo internacional provocado por el fusilamiento de Julián Grimau o preparando la celebración de los «25 años de paz», lo que puede hacer pensar en un miembro de lo que llamaríamos la línea dura. Sin embargo Fraga fue, junto con Solís Ruiz, el máximo representante del ala «aperturista» del franquismo en oposición a los «inmovilistas». Precisamente su ley de Prensa fue una de las más claras muestras de esa apertura. El proyecto de ley fue aprobado por el gobierno en octubre de 1965, pero la oposición que encontró era tan fuerte (especialmente por parte de Carrero Blanco), que no fue ratificado por las Cortes hasta mayo de 1966. ¿Pero qué tenía aquella ley para que fuese tan temida por los inmovilistas?

Lo que tenía era, precisamente, que sacaba a la prensa del control político. Se dejaba de ejercer la censura previa (salvo si se declaraba el estado de guerra o de excepción) y además la empresa editora tenía libertad para nombrar al director de la publicación. Esto no quiere decir que fuese una ley permisiva: el artículo segundo especificaba los límites, que eran «el respeto a la verdad y a la moral; el acatamiento a la Ley de Principios del Movimiento Nacional y demás Leyes Fundamentales; las exigencias de la defensa nacional, de la seguridad del Estado y del mantenimiento del orden público». Aunque los límites fuesen tajantes y un tanto difusos, ahora los periodistas podían arriesgarse a tantear hasta dónde podían llegar antes de que les cayera una sanción, que era en sí misma una prueba de la falta de las libertades que en teoría garantizaba la ley.

Aunque la Ley de Prensa no fuera una garantía de libertad de expresión, sí fue lo suficientemente abierta para cobrarse una víctima notable: su impulsor. Todo ocurrió a raíz del caso MATESA, una empresa dedicada a la fabricación y exportación de maquinaria textil que había obtenido mucho dinero en incentivos a la exportación, desgravaciones fiscales y ayudas a la investigación. En agosto de 1969 saltó el escándalo cuando la prensa publicó que gran parte de las exportaciones eran ficticias. El Gobierno tuvo que embargar los bienes de la empresa y encarcelar a su principal accionista a causa del revuelo generado. En realidad tampoco hay que dar por sentado que aquel escándalo fuera un triunfo de la prensa «libre» ya que Manuel Fraga estaba entre quienes podían tener interés en ver debilitarse a los ministros de Hacienda y Comercio, con quienes mantenía diferencias en las luchas de poder entre los distintos sectores del franquismo de la época. Consiguió su objetivo a medias, ya que ambos ministros salieron del gobierno, pero él también fue destituido.

Las razones que apuntaba Carrero Blanco (vicepresidente del gobierno en aquel momento) para la destitución de Fraga se basaban en su deslealtad en el caso MATESA y en algo más: según Carrero quien leyera la prensa de la época sacaría la conclusión de que España era un país «políticamente inmovilista, económicamente monopolista y socialmente injusto» y además añadía: «las librerías están llenas de propaganda comunista y atea». Nada de eso habría ocurrido, naturalmente, de seguir vigente la Ley de Prensa de 1938.

La moraleja de esta historia es que hay que pensarlo dos veces antes de proponer que el Estado controle la prensa. Es posible que una prensa libre se vea controlada por grupos de poder, pero mientras esos grupos sean varios y diferentes, el lector podrá recibir varias versiones de la realidad y componer su propia visión. Y si un sector lo suficientemente numeroso no encuentra unos medios de comunicación satisfactorios siempre podrá intentar fundar el suyo propio o encontrar a quien sí le interese crear un nuevo medio para satisfacer su demanda. Pero bajo una ley como la de 1938, que ponga a los medios bajo control político, sería imposible encontrar una información contraria a los intereses de quienes la manejan. ¿Alguien cree que los casos Roldán, Gurtel, EREs, etc, que tanto han afectado a los políticos, se habrían destapado si los medios de comunicación estuvieran por completo en sus manos?

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