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La transición fallida de 1931

14 sábado Abr 2012

Posted by ibadomar in Historia

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Alcalá Zamora, Alfonso XIII, Azaña, Constitucion, España, Historia, Largo Caballero, Miguel Maura, Primo de Rivera, Queipo de Llano, Segunda República, Transición

Hoy me voy a meter en camisa de once varas, me temo. Porque no falla: llega el 14 de abril y surge una oleada de fervientes republicanos desplegando una retahíla de tópicos. Y sin embargo si la II República fue un experimento fallido fue en buena medida porque aquéllos que supuestamente eran republicanos, y a los que hoy se mitifica, en realidad no aceptaban el concepto de República como un régimen plenamente democrático en el que los ciudadanos tuvieran la última palabra. Es un tema muy complejo y no será fácil resumirlo, pero vamos allá.

En primer lugar no hay que olvidar que la República llegó en el peor momento posible. En 1931 la idea de democracia no era tan comúnmente aceptada como hoy. Estaban en boga ideologías que la consideraban como un sistema decadente y si por un extremo nazis y fascistas (palabras que entonces eran descriptivas y no peyorativas) consideraban que los ciudadanos debían someterse a la voluntad de un líder preclaro, por el otro socialistas y comunistas consideraban que la democracia burguesa era como mucho un estado transitorio previo a la cercana llegada de la dictadura del proletariado. No era el mejor ambiente para el consenso, como se ve.

Sin embargo la situación, paradójicamente, llevó al entendimiento. Primo de Rivera había puesto fin, como ya vimos en el artículo La transición fallida de 1875, a un régimen anquilosado hasta la parálisis, pero aunque sus acciones de gobierno parecen bientencionadas, no pasó, en el mejor de los casos, de instaurar un régimen paternalista muy alejado de las aspiraciones de buena parte del país. Dimitió a principios de 1930, pero para entonces ya estaba cuajando la idea de que las reformas necesarias requerían un cambio estructural que pasaba por eliminar la monarquía. Varios grupos políticos suscribieron el llamado Pacto de San Sebastián, a favor de una república, e incluso dirigentes conservadores como Alcalá Zamora y Miguel Maura se integraban junto a republicanos como Azaña o socialistas como Largo Caballero en el Gobierno Provisional de una República que aún no se había proclamado. Los aires revolucionarios llegaban hasta el Ejército con una insurrección en la que participaron personajes como Queipo de Llano, que intentaba en 1930 colaborar en la instauración de una república que, paradójicamente, él mismo ayudaría muy activamente a destruir en 1936.

Alfonso XIII intentó tantear el terreno con la convocatoria de elecciones municipales, a celebrar el 12 de abril de 1931. Los primeros resultados dieron por vencedores a candidatos republicanos, pero aquí empiezan las anomalías porque el recuento jamás se terminó. La exaltación republicana creció y el 14 de abril por la mañana el rey ofrecía la posibilidad de convocar Cortes Constituyentes, pero para entonces era evidente que la monarquía no contaba con apoyos. Aquella misma noche Alfonso XIII partió hacia el exilio.

El Gobierno Provisional abordó de inmediato algunas cuestiones de urgencia, como la reforma militar, emprendida por Azaña como ministro de la Guerra, o la situación de los jornaleros agrícolas, de la que se ocupó Largo Caballero como ministro de Trabajo. Pero la transición no iba a ser tan pacífica como se esperaba y no había transcurrido ni siquiera un mes desde la proclamación de la República cuando en Madrid se produjo un asalto al periódico ABC con violenta respuesta de la Guardia Civil y finalmente una asonada en la que algunos anticlericales se lanzaron a quemar conventos. El gobierno necesitó proclamar el estado de guerra para poner fin a las algaradas. Mal presagio para un régimen que ni siquiera contaba aún con una Constitución.

Las elecciones a Cortes Constituyentes tuvieron lugar el 28 de junio y el resultado fue muy complejo, como era de esperar en un régimen aún en construcción. Aunque se consolidó la amplia coalición gubernamental no hubo un ganador claro por lo que finalmente se alcanzó la solución de compromiso de continuar con el gobierno existente. Como curiosidad hay que decir que el Partido Comunista, opuesto a la «república burguesa», no consiguió ningún escaño, lo que es llamativo conociendo el auge que conseguiría tras comenzar la Guerra Civil 5 años después.

Fueron las Cortes Constituyentes las que demostraron que el consenso conseguido un año antes se evaporaba, puesto que se produjo una polarización que destacó las discrepancias por encima de los acuerdos. Puede que el ejemplo más emblemático sea el de la siempre candente cuestión religiosa, en el que los debates fueron enconados y se defendían posturas difícilmente admisibles en una democracia liberal como la disolución de todas las órdenes religiosas (al final sólo se decidió la de los jesuitas, cuyas disoluciones y expulsiones a lo largo de la Historia merecen un artículo para ellos solos). El claro vencedor de estos debates fue Azaña, que aunque logró moderar algunas posturas muy radicales, paradójicamente quedó encasillado como representante del anticlericalismo.

La cuestión religiosa llevó a la dimisión de los conservadores Alcalá Zamora y Maura y aquí surge una reflexión: el apoyo de estos líderes a la República debió de servir para que muchos conservadores católicos, sector muy numeroso, superaran sus reticencias ante el nuevo régimen, pero con esta dimisión ¿cuántos de ellos recuperarían su desconfianza en la República? Las Cortes habían cometido el error de dirimir en la Constitución cuestiones en los que no había consenso y con ello se daba rango constitucional a asuntos que encajaban con la mayoría parlamentaria del momento, pero que podían ser problemáticos tan pronto como se convocaran nuevas elecciones. Quizás por eso los «padres de la patria» decidieron no someter la Constitución a referéndum ni disolver las Cortes para que hubiera nuevas elecciones y se pudiera determinar con cuánto apoyo popular contaba realmente la nueva Constitución. La Transición de 1931 empezaba a mostrar sus limitaciones.

Al dimitir Alcalá Zamora llegó Azaña a la presidencia de un gobierno decidido a reformar la sociedad. Pero no se pueden acometer reformas sin pisar algunos callos y el nuevo gobierno iba a pisar muchos y todos a la vez. La Constitución prohibía a las órdenes religiosas la actividad educativa, lo que no sólo disgustó a las familias católicas y a los enseñantes religiosos, sino que hacía necesaria una inversión brutal en educación para lograr el objetivo, inalcanzable en la realidad, de que los religiosos cesaran completamente en su actividad educativa el 31 de diciembre de 1933. Para esa fecha ya había otro gobierno, por lo que la Ley de Congregaciones no se aplicó, y en la práctica sólo había conseguido generar un sentimiento antirrepublicano en una parte importante de la sociedad y deteriorar las relaciones entre Iglesia y Estado sin lograr nada a cambio. Las reformas militares eran necesarias para que el Ejército se integrara como parte de la sociedad y no fuera una casta aparte, pero necesitaban tiempo para cuajar y a corto plazo aumentaron la impopularidad del gobierno en los cuarteles. La reforma agraria era fundamental, pero chocaba con intereses poderosos en un momento de crisis ecónomica y a menudo las medidas destinadas a mejorar la situación de los jornaleros no sólo perjudicaban a los latifundistas sino también a labradores propietarios de pequeñas fincas que difícilmente podían sufragar el aumento de los jornales. En conjunto eran demasiadas cuestiones para abordarlas al mismo tiempo y al abrir tantos frentes simultáneamente la República empezaba a grangearse enemigos muy peligrosos.

Mientras tanto la conflictividad social no cedía, alimentada por quienes consideraban que la destrucción del sistema era el paso previo a la construcción de una nueva sociedad, tendencia que se vio abanderada por la CNT, que protagonizó varias insurrecciones que generaron una espiral de violencia que contribuiría a la caída del Gobierno. La consecuencia fue la convocatoria de nuevas elecciones en 1933, en las que se produjeron dos hechos fundamentales: por un lado el éxito de fuerzas no comprometidas con la República y por otro la negativa de la izquierda a acatar plenamente los resultados electorales.

En apenas dos años de régimen republicano las posturas se habían radicalizado hasta el extremo de que el propio ministro de Trabajo, Largo Caballero, decía que «es imposible realizar una tarea socialista en el seno de una democracia burguesa». Los mismos que habían hecho posible la República empezaban a soñar con su destrucción. El fin no llegaría hasta 1936, pero si a los enemigos externos se une la falta de compromiso de quienes debían apuntalar el sistema podemos llegar a la conclusión de que el fin de la República tiene causas muy profundas que nacen de una transición fallida. Una más.

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Inquisición: policía federal.

08 domingo Abr 2012

Posted by ibadomar in Historia

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Antonio Pérez, Bayona, Carlos V, Cátaros, Constitucion, Edad Media, Edad Moderna, Felipe II, Fernando VII, Historia, Inquisición, María Cristina, Napoleón, Reyes Católicos, Sixto IV

Dedicado a @Palomamer, que no ha parado de insistir hasta salirse con la suya. 😉

Hasta los que no son aficionados a la Historia han oído hablar, y mucho, de la Inquisición. Si se atiende a la imagen popular parece como si fuera un invento genuinamente español y en cierto modo, pero sólo en parte, es así porque en España la Inquisición tuvo características propias que la convirtieron en algo más que un tribunal eclesiástico. Era todo un gran instrumento de poder al servicio de… ¿la Iglesia? Pues no, ¡sorpresa! al servicio de la Corona.

La Inquisición original, conocida como Inquisición papal no fue una creación española. Era un tribunal creado por el papado para detectar, juzgar y castigar la herejía y existía desde el siglo XIII, cuando se puso en marcha para reprimir a los cátaros. Funcionó en Francia, norte de Italia, en Alemania, en Flandes y débilmente en Aragón, pero no llegó a penetrar en Castilla. En el siglo XV era una institución obsoleta, aunque reviviría más tarde, en 1542, con motivo de la reforma protestante. ¿Por qué entonces apareció con tanta fuerza la Inquisición española a finales del siglo XV en unos territorios en los que jamás se había establecido o lo había hecho con poca fuerza?

Las razones están en la política unificadora de los Reyes Católicos. Por un lado la lógica de la época apuntaba hacia la necesidad de la unidad religiosa de los territorios gobernados por un mismo príncipe; por otro hay que considerar el antisemitismo social del momento, que fustigaba no sólo a los judíos sino también a los conversos por ser sospechosos de seguir practicando el judaísmo en secreto; por último no hay que desdeñar la oportunidad que se presentaba de mejorar las finanzas de la Corona en un momento de crisis mediante la confiscación de los bienes de los condenados. En este ambiente los monarcas escucharon las denuncias del prior dominico Alonso de Hojeda y lograron establecer la Inquisición, pero no la Inquisición papal, sino que en 1478 consiguieron algo insospechado: nada menos que una bula de Sixto IV autorizándoles a que fueran ellos quienes nombraran inquisidores. ¡La Inquisición bajo control de los reyes y no del Papa! Isabel y Fernando no perdieron la ocasión, aunque pronto sus inquisidores se mostraron tan entusiastas de su labor que el mismo Sixto IV condenó su brutal actuación y quiso que aquel tribunal pasara a dominio de la Iglesia. Demasiado tarde. Los Reyes Católicos se habían hecho con el poder y no estaban dispuestos a devolverlo.

Para asegurar el control real sobre la Inquisición se creó el cargo, hasta entonces inexistente, de Inquisidor General, nombrado por los reyes, y que presidía el Consejo de la Suprema y General Inquisición que era el organismo, equivalente a un ministerio, que nombraba y destituía a los inquisidores, se encargaba de las apelaciones, administraba las finanzas inquisitoriales y se encargaba de los procedimientos de las confiscaciones, que iban a parar al tesoro real. El objetivo del tribunal eran los herejes, es decir los católicos que se apartaban de la ortodoxia, por lo que un judío, un musulmán o un indio no tenían nada que temer de la Inquisición, pero aquéllos que se convertían eran fácilmente sospechosos de seguir con su antigua religión en secreto. Dado que la política de los años posteriores obligó a los no católicos a elegir entre la conversión forzosa o la expulsión, era sencillo encontrar presuntos herejes.

Cada localidad era visitada anualmente por un inquisidor que publicaba un edicto para obligar a todo cristiano a denunciar a herejes. Si las denuncias eran aceptadas se iniciaba un procedimiento basado en la presunción de culpabilidad. Al acusado no se le informaba de la identidad de sus acusadores ni de los testigos, aunque podía hacer una lista de sus enemigos y el tribunal rechazaba automáticamente a cualquier acusador que estuviera en ella. En conjunto el procedimiento apenas tenía garantías para el acusado. El uso de la tortura no era frecuente, pero tampoco excepcional. Las penas variaban desde una multa hasta los azotes, las galeras o la muerte en casos muy graves o de reincidencia. Las sentencias eran inapelables incluso ante el Papa. De hecho, en los más de trescientos años de existencia de la Inquisición en España el Papa sólo logró intervenir en tres casos.

Hacia 1520 la Inquisición había perdido fuerza: la ortodoxia no estaba en peligro en España y por tanto no se justificaba su existencia, mientras que sus métodos eran muy criticados. El nuevo rey, Carlos I, parecía opuesto al sistema de acusación secreta, pero entonces los críticos con la institución cometieron el error de recurrir a Roma para reforzar su postura. Como sus abuelos, el joven rey no vio con agrado la injerencia papal y la Inquisición sobrevivió, precisamente a causa de su independencia del Papa. La dependencia directa de la Corona era algo irresistible, sobre todo en una institución con competencia en todos los reinos. Y es que para aquellos monarcas la situación a menudo no era fácil puesto que no eran en realidad reyes de España, sino de un conjunto de reinos con sus propias leyes y fueros, y en ellos la Inquisición era lo más parecido a una policía federal con su propio tribunal. Veamos por ejemplo el encabezamiento de una carta de Felipe II:

Don Phelippe, por la graçia de Dios, rey de Castilla, de León, de Aragón, de las dos Siçilias, de Jherusalen, de Navarra, de Granada, de Toledo, de Valençia, de Galiçia, de Mallorcas, de Sevilla, de Cerdeña, de Córdova, de Córcega, de Murçia, de Jaen, de los Algarves, de Algezira, de Gibraltar, de las Islas de Canaria, de las Indias islas y tierra firme del mar oçéano, conde de Barçelona, señor de Vizcaya y de Molina, duque de Atenas y Neopatria, conde de Rusellon y de Çerdania, marqués de Oristan y de Goziano, archiduque de Austria, duque de Borgoña y Bravante y Milan, conde de Flandes y de Tirol, etc.

Un montón de títulos, como se ve, para multitud de territorios diferentes que formaban un conglomerado difícil de gobernar, pero en el que la Inquisición era omnipresente. En caso de necesidad siempre se podía recurrir a ella para resolver asuntos delicados.

Un buen ejemplo es lo que hizo Felipe II cuando Antonio Pérez le puso las cosas difíciles. Pérez había sido secretario personal de Felipe II, pero su actuación era un tanto… independiente, por decirlo de alguna forma. Cuando sus manejos fueron demasiado evidentes fue encarcelado, pero logró escapar y refugiarse en Aragón, donde estaba a salvo, protegido por sus fueros. Y entonces, muy oportunamente, Pérez se encontró con una acusación de herejía que lo hizo pasar a una prisión de la Inquisición. Eventualmente logró escapar, pero su caso nos demuestra para qué podía utilizarse aquel tribunal en caso de necesidad.

Otro curioso ejemplo es el de la exportación de caballos, que Felipe II puso también bajo control de la Inquisición y no de los oficiales de aduanas. Los mejores caballos, los andaluces, no eran suficientes para cubrir la demanda civil y militar y el rey confió la exportación de un bien tan preciado a su organización más eficaz. La justificación fue que había que impedir la venta de caballos a hugonotes y luteranos. ¿Traído por los pelos? Puede, pero nos demuestra que la función de la organización iba mucho más allá de la que en principio se le supone.

La Inquisición se convirtió en un puro anacronismo con la llegada de la Ilustración. Su abolición sin embargo no fue fácil. La primera supresión llegó con los decretos de Chamartín, firmados por Napoleón en 1808, aunque la Constitución de Bayona no era clara al respecto y el gobierno de los Bonaparte fue demasiado discutido y turbulento como para tener clara la validez de sus actos. Los diputados de Cádiz también consideraron en 1813 que la Inquisición era incompatible con la Constitución, que no la abolía explícitamente. Con la vuelta de Fernando VII se restableció la organización, pero fue de nuevo suprimida durante el Trienio Liberal, al restablecerse la Constitución de Cádiz. Tras este paréntesis Fernando VII no volvió a restaurar la Inquisición, aunque siguieron existiendo unas Juntas de Fe que no eran sino el mismo tipo de tribunal con otro nombre. La abolición definitiva no llegó hasta un decreto de María Cristina de julio de 1834. La Inquisición desapareció entonces, aunque el espíritu inquisitorial a menudo parece seguir vivo y gozando de buena salud.

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Las tres vidas de la Pepa.

05 lunes Mar 2012

Posted by ibadomar in Historia

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Bayona, Carlos IV, Constitucion, Eguía, Elío, Fernando VII, Godoy, Historia, Isabel II, José Bonaparte, Luis XVIII, María Cristina, Napoleón, Riego, Santa Alianza, Siglo XIX, Sublevación de La Granja

Se cumplen por estas fechas 200 años de la aprobación de la primera constitución española. La fecha exacta de su promulgación fue el 19 de marzo de 1812 y por ese motivo, por ver la luz en el día de San José, esta constitución fue conocida popularmente como La Pepa. Su existencia fue muy accidentada y sería posible tomarla, en la línea de otro artículo de este mismo blog, como un intento fracasado de transición; en este caso desde el absolutismo hacia un sistema liberal.

En realidad, la Constitución de 1812 podría considerarse, no como la primera, sino como la segunda constitución española, puesto que ya en julio de 1808 se había aprobado la denominada Constitución de Bayona, que juró el rey José I Bonaparte. Esta constitución, una Carta Otorgada elaborada a instancias de Napoléon, no se suele tener en cuenta cuando se estudia la historia constitucional española por razones obvias, pero sin embargo no dejaba de ser un texto legal; en cierto sentido más legítimo que el surgido de las Cortes de Cádiz, pese a que éste era un texto elaborado por unas Cortes formadas por diputados electos. Y es que la situación que llevó al nacimiento de La Pepa no podía ser más irregular.

El origen fueron los acontecimientos de 1808. Durante las guerras napoleónicas Inglaterra, aprovechando su superioridad naval, imponía un bloqueo a los puertos controlados por los franceses. Al no poder responder con un bloqueo similar, Napoleón optó por el llamado bloqueo continental, prohibiendo el comercio con los puertos británicos. Estando toda Europa bajo el dominio francés un bloqueo así tendría que ser muy dañino para la economía inglesa, pero para que fuese totalmente efectivo se necesitaba que no hubiera ni un solo puerto en Europa que comerciara con los ingleses, incluyendo los de un país tradicionalmente aliado de Su Majestad británica: Portugal. Y para que un ejército francés pudiera obligar a Portugal a sumarse al bloqueo hacía falta pasar por territorio español.

Fue así como entraron las tropas de Napoleón en España, con el beneplácito de sus gobernantes, hacia los que Napoleón no sentía ningún aprecio sino más bien todo lo contrario. Sin embargo el Emperador se equivocaba al llevar sus prejuicios hasta el extremo de extender su desprecio al conjunto del pueblo español. Cierto que España estaba en franca decadencia, pero asumir que se trataba de un país sin energía, que podía ser manejado fácilmente mediante una fuerza de ocupación no demasiado numerosa se iba a revelar como un grave error, aunque no deja de ser cierto que el lamentable comportamiento de Carlos IV, su favorito Godoy y Fernando VII, daban pie a pensar que después de todo los españoles acogerían con agrado un cambio de régimen. Reunidos todos los actores del drama en Bayona, Napoleón consiguió que tanto Carlos IV como Fernando VII renunciaran a sus derechos y dejaran el destino de España en sus manos. Napoleón nombraría más tarde rey a su hermano José y presentaría a una pequeña asamblea de notables españoles la constitución que éstos aprobarían. Era un texto con algunos principios liberales, pero que mantenía en general una monarquía autoritaria.

En realidad la Constitución de Bayona nació muerta porque un par de meses antes de su publicación ya habían comenzado los levantamientos contra el ejército francés. Aparentemente la reacción contra los ocupantes no era legítima puesto que el propio rey había renunciado a sus derechos, pero los insurgentes no aceptaban como válidos los actos de un rey cautivo. La resistencia se organizó en Juntas y pronto hubo una Junta Central que intentaba coordinar los movimientos de resistencia. En estas Juntas hubo de todo: ilustrados reformistas, pero muy moderados, se mezclaban con exaltados liberales y con admiradores del ejemplo revolucionario francés que, sin embargo, no aceptaban la ocupación.

La guerra obligó a la Junta a trasladarse a Cádiz, ciudad liberal por excelencia y por eso fue allí donde se convocaron las Cortes que reunirían, con todas las dificultades que se puede suponer, a los diputados que elaborarían la constitución. El texto resultante fue un clásico de las constituciones liberales que consagraba cuestiones tales como la división de poderes, la libertad de imprenta o la abolición de la tortura. El texto, naturalmente, no resultaría del agrado de los absolutistas.

El destino de la Constitución  se decidió cuando, derrotado Napoleón, volvió Fernando VII a España. El apoyo a la Carta Magna no era unánime entre los diputados, ni mucho menos, y el rey no vio la necesidad de jurar un texto que ponía límites a su poder. Apoyándose en los absolutistas y con la participación de parte del ejército, dirigido por los generales Elío y Eguía, Fernando VII derogó la Constitución y ordenó detener a los diputados liberales. La actuación de Fernando no deja de cuadrar con el ambiente de una Europa que, tras el vendaval napoleónico, veía resurgir con fuerza el absolutismo y que al año siguiente albergaría el nacimiento de la Santa Alianza, firmada por las absolutistas Austria, Rusia y Prusia para apoyarse entre sí.

La Constitución había quedado anulada por la falta de consenso entre los propios españoles, que permitió que la situación se resolviera finalmente mediante un golpe militar. Pero esa misma división social permitió que seis años después el texto volviera a la vida, también mediante un golpe militar: el pronunciamiento de Riego el 1 de enero de 1820 al frente de un ejército de 15.000 soldados que estaban a punto de partir para América. Fernando VII se vio obligado a acatar la Constitución y jurarla el 9 de marzo de ese año. Queda para la Historia su frase: «marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional».

Marchó por esa senda, sí, pero no francamente. El experimento podría haber funcionado si entre los propios liberales no hubiera aparecido una enorme grieta entre los moderados y los exaltados, con altercados violentos a los que se sumaban las intentonas de insurrección absolutistas. Entretanto la Santa Alianza observaba los acontecimientos y se preparaba para una intervención que acabara con el régimen constitucional. Francia, recuperada para la causa absolutista bajo el gobierno de Luis XVIII, aportó la fuerza armada necesaria, el ejército llamado de los cien mil hijos de San Luis. La operación militar francesa comenzó en abril de 1823 y, para sorpresa general, apenas encontró resistencia. El país que diez años antes se había convertido en la peor pesadilla de un ejército de ocupación carecía ya de energía. Fernando VII volvió a gobernar de forma absoluta, desencadenando una represión más dura aún que la de 1814; tanto que las propias potencias de la Santa Alianza recomendarían moderación a Fernando.

La constitución había caído por segunda vez, pero aún volvería a estar vigente una vez más cuando en 1836, ya muerto Fernando VII y en plena guerra carlista y con las habituales tensiones entre distintas facciones políticas, la rebelión de los suboficiales de la guarnición del palacio de La Granja conocida como motín de los sargentos, obligó a la regente María Cristina a jurar el texto, que esta vez no sería derogado por métodos violentos sino por la entrada en vigor de una nueva constitución, la de 1837, que resulta ser una versión modificada de La Pepa. El nuevo texto sin embargo es más moderado, puesto que amplía el margen de actuación de la Corona, permitiéndole por ejemplo disolver las Cortes. Posiblemente el único punto en el que la constitución de 1837 es más liberal que la de 1812 es en la aconfesionalidad del Estado.

El resultado final es que España contó con su constitución, pero con 25 años de retraso. En 1812 la Constitución de Cádiz era un texto vanguardista, pero en 1837 ya había perdido su carácter pionero. Peor aún, en aquellos 25 años se había introducido el germen de la intervención militar en la vida política que haría que durante todo el reinado de Isabel II el método habitual de cambio de gobierno fuese el del golpe de estado, se había permitido una ocupación extranjera para acabar con un régimen constitucional y se había desencadenado una cruenta guerra civil. El país que con su flamante Constitución de 1812 parecía pionero en iniciar el camino que llevaba del Antiguo Régimen a una sociedad democrática, quedaba en el furgón de cola de la evolución hacia el mundo contemporáneo. Las consecuencias siguen siendo visibles 200 años más tarde.

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