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Don Quijote contra Darth Vader

19 martes Abr 2016

Posted by ibadomar in Literatura

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Amadís de Gaula, Ariosto, Cervantes, Darth Vader, Don Quijote, Esplandián, Literatura, Novelas de caballería, Orlando Enamorado, Orlando Furioso, Star Wars

Se cumplen ahora 400 años de la muerte de Miguel de Cervantes y ha habido algún revuelo al comparar la poca importancia que se le da en España a este aniversario con los fastos dedicados en el Reino Unido a William Shakespeare, que murió en la misma fecha, aunque no en el mismo día, como ya comenté en otro artículo. Lo cierto es que todo el mundo ha oído hablar del Quijote y conoce su argumento, pero ¿cuántos lo han leído por completo? No muchos, me temo. Y no es de extrañar, porque tradicionalmente se intenta leer «a palo seco», sin preparación previa y, a menudo, como obligación impuesta por algún profesor de Literatura. A los pocos capítulos, el desmotivado lector se pregunta cómo semejante novela pudo tener tan gran éxito en el siglo XVII y ser considerada como una obra extraordinariamente divertida, sin comprender que el problema no está en el libro sino en el lector. Y es que el lector del siglo XXI no tiene nada que ver con el de hace cuatro siglos.

Para entender el fenómeno del Quijote imaginemos uno similar en los tiempos actuales. En nuestros días, la cultura popular tiene más tirón en el cine que en la novela, así que busquemos películas conocidas por todo el mundo, con gran cantidad de seguidores y que contengan referencias que ya sean universales. Por ejemplo, el universo Star Wars. Y ahora imaginemos que alguien rueda una película satírica en la que un tal Alonso Quijano ve las películas una y otra vez, lee las novelas y los cómics inspirados por las películas, juega a los videojuegos dedicados a la saga… hasta que un día enloquece y confunde el mundo real con el imaginario y decide unirse a la Alianza Rebelde para combatir al Imperio Galáctico.

En nuestra película, el bueno de Alonso podría subir a su viejo Peugeot 205, al que él llamaría El halcón milenario, para adentrarse por el hiperespacio (es decir la A4, a la altura de Valdepeñas) y llegar a un club de carretera asomando entre la niebla. «¡Estoy en Bespin, la ciudad en las nubes de Lando Calrissian!» exclamaría nuestro héroe. Al entrar, se encontraría con un individuo alto, vestido con ropa y casco negros, de motorista, y que está sufriendo un ataque de asma que da a su respiración un sonido característico… «¡Darth Vader! ¡No, a mí no me congelarás en carbonita!» gritaría el rebelde, acometiendo a su enemigo y comenzando una trifulca antológica.

Un personaje así podría generar unas historias a caballo entre las de Rompetechos y las del pato Donald. Vería en un guardia civil bajito a Yoda, en un desfile de modelos ataviadas con blancos vestidos de novia a las tropas imperiales y en un electricista que prueba un tubo de neón a Darth Maul. Si los guionistas están inspirados y el director es hábil, la audiencia estallará en carcajadas. Sin embargo, un espectador que no hubiera visto previamente La guerra de las galaxias, que no supiera quién es Han Solo ni qué demonios es eso de la carbonita se aburriría y no comprendería qué ve de gracioso en la cinta el resto del mundo.

Y eso es lo que le ocurre al lector actual. El del siglo XVII abría El Quijote tras haber leído cientos de novelas que empezaban hace mucho tiempo y en una galaxia lejana… perdón, en algún lejano país de nombre exótico y en un tiempo remoto, y se encontraba con que esta historia transcurria en un lugar de La Mancha y no ha mucho tiempo. A esto seguía una historia delirante, plagada de alguien que veía gigantes, enanos, magos, que peleaba en nombre de su dama para que otro caballero la reconociera como más hermosa que la propia… toda una sarta de disparates que sólo tenían sentido en el mundo caballeresco de las novelas de la época. El universo quijotesco está lleno de castillos y encantadores como el de Star Wars lo está de vehículos espaciales y caballeros jedi.

Las referencias a episodios de otras novelas de caballerías o de cantares de gesta son constantes. El bálsamo de Fierabrás, por ejemplo, surge como leyenda medieval. Es un bálsamo milagroso, por haber sido utilizado para embalsamar el cuerpo de Cristo tras su crucifixión, que fue robado en Roma (algunas versiones dicen que en Jerusalén) por el gigante Fierabrás. Éste fue más adelante derrotado, se convirtió al cristianismo y entregó el bálsamo, que devolvió a Roma el emperador Carlomagno. En el siglo XVII la leyenda del bálsamo era conocida y la pretensión de don Quijote de poseer su receta a base de aceite, vino, sal y romero no podía sino hacer soltar la carcajada. Cuando don Quijote compara la ligereza de Rocinante con la del hipogrifo de Astolfo o el caballo Frontino de la doncella Bradamante, está haciendo alusión a pasajes del Orlando furioso, de la misma forma que el yelmo de Mambrino aparece en Orlando enamorado.

Pero en el siglo XXI casi nadie ha leído a Ariosto, y el lector se pierde todas esas referencias que dan color a la narración. Quizás por eso el Quijote es muy apreciado entre los eruditos y no tanto entre los ciudadanos de a pie, que fueron sin embargo los que lo convirtieron en todo un best seller en su momento, incluyendo traducciones al inglés, francés, alemán e italiano pocos años después de su publicación original. Sin embargo las referencias culturales cambian y hoy el libro resulta más difícil de leer que entonces.

Por eso puede que la mejor forma de conmemorar el año cervantino no sea la insistencia en que se lea el Quijote sino el difundir las obras que le precedieron. Si en los institutos no se obligara a los alumnos a leer la novela de Cervantes sino que se les presentara la lectura, mucho más ligera, de Amadís de Gaula, Orlando Furioso o Las sergas de Esplandián, los lectores que llegaran hasta el Quijote podrían apreciarlo de verdad y no necesitar un sinfín de notas a pie de página en una edición comentada para entender el sentido de la novela. Y es que no hay nada peor para un chiste que tener que explicar en dónde reside su gracia.

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Por culpa de Julio César

23 lunes Abr 2012

Posted by ibadomar in Historia

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Antigüedad, Calendario, Cervantes, Edad Moderna, Enrique VIII, Gregorio XIII, Historia, Julio César, Numa Pompilio, Revolución rusa, Roma, Shakespeare, Sosígenes, Teresa de Jesús

Vamos a tratar algo en cierto sentido banal, muy alejado de los grandes momentos que cambiaron el mundo, una curiosidad de la Historia que merece ser explicada precisamente hoy, 23 de abril, día del Libro; fecha en la que, según nos recuerdan los informativos año tras año, se conmemora la muerte de dos grandes genios de la Literatura universal: Miguel de Cervantes y William Shakespeare, que fallecieron el 23 de abril de 1616. Y aquí es cuando normalmente aparece un presentador de televisión y nos anima a maravillarnos de la casualidad que quiso que ambos escritores, cumbres de la Literatura en sus respectivos idiomas, fueran a morir el mismo día. ¡Error! Shakespeare y Cervantes murieron en la misma fecha, es cierto, pero en días diferentes. La culpa de este galimatías la tienen a medias Julio César y Enrique VIII, que comparten responsabilidad con el Papa Gregorio XIII, por cuya causa Teresa de Jesús no fue enterrada hasta el 15 de octubre de 1582 a pesar de haber muerto el día 4. No, no me he vuelto loco. Todavía no.

La historia de todo este jaleo empieza en la primitiva Roma. Los romanos utilizaban en principio un calendario lunar, que es muy sencillo de elaborar porque las fases lunares son evidentes, pero que no es muy práctico desde el punto de vista agrícola. A un agricultor le interesa mucho saber qué día exacto comienza la primavera y no le importa tanto cuándo será la próxima luna llena. Por eso los romanos, desde tiempos de Numa Pompilio, pasaron a emplear un calendario solar, aunque bastante imperfecto. Simplemente utilizaban una base lunar que les daba un año de 355 días y, para ajustar, añadían un par de meses cada cuatro años. No era una solución demasiado elegante, pero tampoco los romanos eran muy refinados para estas cuestiones. Un ejemplo de lo flexibles que podían ser es que, aunque tradicionalmente consideraban que el año empezaba en marzo, en el momento en que tomaban posesión los nuevos cónsules, en el 153 a.C. con motivo de la guerra de Hispania les resultó conveniente adelantar la toma de posesión de los cónsules… así que ni cortos ni perezosos adelantaron el inicio del año dos meses. Desde entonces el año empieza en enero.

En conjunto el sistema era un desbarajuste hasta que intervino Julio César, que decidió emprender una reforma. Se trajo a un astrónomo egipcio, Sosígenes de Alejandría, para que calculara la duración exacta del año y poder hacer un calendario más práctico. El cálculo de Sosígenes fue que el año dura 365 días y 6 horas, por lo que el calendario resultante redondeaba el año a 365 días y dejaba que se acumulara un error durante cuatro años, momento en el que el error acumulado era de 24 horas, exactamente un día, por lo que si se añadía un día cada 4 años el error quedaba corregido. De una tacada se había creado un calendario bastante exacto y se había inventado el año bisiesto. El resultado se podría haber llamado «calendario de Sosígenes», pero entonces, como ahora, los políticos se llevaban los honores del trabajo ajeno, así que el calendario se llamó juliano en honor a Julio César y entró en vigor el año 46 a.C. Cómo sería el caos del calendario anterior que aquel año tuvo excepcionalmente 445 días para corregir todos los desfases.

El cálculo de Sosígenes era bueno, pero no perfecto porque el año no tiene 365 días y 6 horas sino un poquito menos, once minutos menos aproximadamente. Con el paso de los años el error se fue acumulando. Once minutos al año son poca cosa, pero en un siglo son 1.100 minutos, más de 18 horas, y en 1500 años son 16.500 minutos, que son más de 11 días. En el siglo XVI las cosas ya no eran como debían: la primavera ya no empezaba el 21 de marzo y la Navidad no coincidía con el solsticio de invierno. Hacía falta una nueva reforma y esta vez la iniciativa partió del Papa Gregorio XIII, que nombró una comisión al respecto. El problema era, como hemos visto, que el año era un poco más corto de lo calculado, por lo que cada 100 años se acumulaban 18 horas de error, o lo que es lo mismo había 72 horas de más cada 400 años: exactamente 3 días. Así que se decidió que cada 100 años habría un año que, aun correspondiéndole ser bisiesto, tendría 365 días en lugar de 366, pero esa corrección no se haría siempre sino que dejaría de hacerse una vez cada 400 años. De esta forma se seguía utilizando el calendario juliano, pero eliminando 3 días cada 400 años, exactamente lo que era necesario para ajustar el desfase. Así que el año 1600 fue bisiesto, pero el 1700, 1800 y 1900 no lo fueron, aunque según el calendario juliano habrían debido serlo. El año 2000 volvió a ser bisiesto, pero ni el 2100 ni el 2200 ni el 2300 lo serán, aunque sí el 2400. Como nada es perfecto, esta corrección tampoco lo es y el error se notará dentro de 3.000 años. Que se preocupen de arreglarlo nuestros nietos.

Con el calendario ya reformado por orden de Gregorio XIII (se le llamó calendario gregoriano como era de esperar), sólo faltaba decidir la fecha de implantación, que finalmente fue el 4 de octubre de 1582. Para entonces el error era de once días, así que al susodicho día 4 le siguió en el calendario el 15 de octubre. Que nadie busque saber qué ocurrió en Madrid, Roma o Lisboa el 12 de octubre de 1582, porque aquel día no existió jamás, ni siquiera en Zaragoza por mucho que fuera el día del Pilar. El azar quiso que Santa Teresa de Jesús muriese precisamente aquel día 4 de octubre y fuera enterrada al día siguiente… que fue el 15 de octubre.

Los países católicos se sumaron en seguida a la reforma gregoriana, pero los protestantes tuvieron menos prisa porque «preferían estar en desacuerdo con el Sol a estar de acuerdo con el Papa» y más aún sabiendo que la comisión de reforma del calendario la había presidido un jesuita. La adhesión al calendario juliano se convirtió en una forma de afirmación religiosa y eso explica que en Inglaterra, anglicana por obra de Enrique VIII, el calendario juliano estuviera en vigor hasta el siglo XVIII. Por eso William Shakespeare murió un 23 de abril de 1616… según el calendario juliano, porque en España aquel mismo día era el 3 de mayo. Cervantes llevaba ya muerto once días. Otros países fueron aún más lentos en sumarse a la reforma gregoriana. La Rusia zarista, por ejemplo, no lo hizo nunca y no fue hasta la época soviética, en 1920, cuando se sustituyó el calendario juliano por el gregoriano. Para ello tuvo que triunfar, en 1917 la Revolución de Octubre… que, naturalmente, tuvo lugar en Noviembre.

Y todo esto por un error de once minutos al año en el calendario juliano. Pero ya que Sosígenes no se llevó la gloria, tampoco parece justo hacerle cargar con el error. Caiga por tanto la culpa sobre Julio César ¡están locos estos romanos!

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El regreso de los arbitristas.

15 miércoles Feb 2012

Posted by ibadomar in Literatura, Política

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Arbitrismo, Castiglione, Cervantes, Literatura, Política, Quevedo

Hay una figura en la literatura del Siglo de Oro que ha caído injustamente en el olvido, la de los arbitristas. Los arbitristas eran, o deberían haber sido, los economistas de aquella época, en la que la Economía era aún algo muy intuitivo y poco desarrollado. En un primer momento el nombre no tenía nada de particular, pero con el paso del tiempo el término “arbitrista” se convirtió en despectivo y los escritores de la época convirtieron a estos personajes en figuras cómicas que ideaban todo tipo de insensateces y planes absurdos con los que aseguraban que iban a resolver algún problema de los que traían de cabeza a la sociedad de la época. Nada mejor que unos ejemplos para ilustrar el tipo de proyectos que los escritores de los siglos XVI y XVII les atribuían.

Al parecer el primero en poner el nombre de arbitrista por escrito fue Cervantes. En El coloquio de los perros uno de estos sujetos propone obligar a todos los vasallos de Su Majestad de entre 14 y 60 años a ayunar un día al mes y a que entreguen el dinero que se habían de gastar en comer ese día, con lo que se recaudarían al mes unos tres millones de reales. No sólo eso sino que los súbditos agradarían al Cielo, servirían al Rey y hasta pudiera ser que el ayuno fuera bueno para su salud. Todo son ventajas, como puede verse.

Cervantes puso el nombre por primera vez, pero ya Baltasar de Castiglione en El Cortesano introducía a un personaje con rasgos de arbitrista que proponía una fórmula para doblar los ingresos de la ciudad de Florencia. Al ser la principal fuente de ingresos el derecho de paso por las puertas de la ciudad y ser éstas once, el astuto ciudadano proponía abrir inmediatamente otras once y así, habiendo doble número de puertas se doblarían los ingresos.

Quevedo, con esa particular acidez que le caracterizaba, les lanzó varias invectivas. En El Buscón el protagonista coincide con alguien que asegura haber concebido un arbitrio para tomar la ciudad de Ostende y para demostrarlo muestra un mapa y proclama su solución:”la dificultad de todo está en este pedazo de mar; pues yo doy orden de chuparle todo con esponjas y quitarle de allí“. El mismo Quevedo en La hora de todos reúne en Dinamarca a varios de estos individuos y les hace proclamar la genialidad de sus invenciones, que ostentan títulos tan sugestivos como: “Para tener inmensas riquezas en un día, quitando a todos cuanto tienen y enriqueciéndolos con quitárselo” o “Arbitrio fácil y gustoso y justificado para tener gran suma de millones, en que los que los han de pagar no lo han de sentir; antes han de creer que se los dan.”

Yo debo de ser tan malpensado como los escritores del XVII, porque cuando en nuestro siglo XXI oigo hablar de que facilitar los despidos no creará más despidos sino que los disminuirá y creará empleo; o leo que va a subir la luz para que las compañías eléctricas ingresen más, pero en realidad vamos todos a pagar menos, me acuerdo de los arbitristas daneses descritos por Don Francisco. Y pensando en el personaje de Castiglione no puedo dejar de imaginar a un arbitrista diseñando la política aeroportuaria en un despacho del Ministerio de Fomento.

La gran diferencia entre los autores del Siglo de Oro y sus herederos actuales es que aquéllos usaban un humor corrosivo para denunciar un mal presente, mientras que en nuestros días ha sido necesario llegar hasta la evidencia del fracaso para que por fin se empiece a hablar en voz alta de la política del despilfarro. Mientras los arbitristas contemporáneos nos inundaban de aeropuertos, tranvías, trenes de alta velocidad y proyectos megalómanos varios, la tónica general era la de aplaudir y celebrar nuestra posición en el mundo como país líder en construcción de infraestructuras.

Los arbitristas que nos describen los autores de los siglos XVI y XVII revoloteaban alrededor de los poderosos con la esperanza de ver aprobados sus absurdos proyectos. Los del siglo XXI no lo necesitan: ocupan directamente el poder y además aseguran muy ufanos que lo hacen con la aquiescencia de sus vasallos. Y lo peor de todo es que en esto último, hasta parece que tienen razón.

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