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Hambre, bulos y un reportero llamado Jones

24 viernes Abr 2020

Posted by ibadomar in Historia

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Historia, Holodomor, Periodismo, Siglo XX, Ucrania, Unión Soviética

No cabe duda de que el periodismo, si es incisivo, trae polémica. Hace unos días, en mitad de la crisis del coronavirus, hubo críticas a la portada del periódico El Mundo en la que se mostraban docenas de ataúdes en el improvisado depósito de cadáveres del Palacio de Hielo de Madrid, aunque curiosamente, la fotografía de una fosa común en Nueva York no causó ninguna polémica; será por la distancia. Si para los afines al gobierno la representación gráfica del coste en vidas del nuevo virus es intolerable, para sus críticos lo inadmisible es que el gobierno subvencione a medios de comunicación para compensar su pérdida de ingresos. Propaganda usando el dolor humano, claman los unos; dinero público para convertir a los medios de comunicación en órganos de propaganda, responden los otros.

Yo, como de costumbre, no puedo dejar de acordarme de situaciones similares. Hace cosa de 90 años también hubo una gran catástrofe, aunque no fue una epidemia sino una hambruna, y también hubo noticias polémicas, encubrimiento y propaganda. Es una historia que merece contarse. Es la historia de una catástrofe conocida como holodomor y de un reportero llamado Gareth Jones.

La revolución rusa de 1917 significó la llegada del hambre para Ucrania. Durante la guerra civil y la guerra ruso-polaca subsiguientes abundaron las requisas de grano ordenadas por Lenin para abastecer al Ejército Rojo. Ucrania no fue la única república que padeció estas requisas, pero al tratarse de la región agrícola por excelencia, las consecuencias fueron especialmente agudas en su territorio. Fue entonces cuando los bolcheviques, con su rígido esquema de interpretación del mundo a través de clases, desarrollaron una escala para los campesinos. Aquél que tenía una posición desahogada era un kulak, quien iba tirando un seredniak y el que era pobre un bedniak. No importaba la forma en que cada uno había mejorado o empeorado su posición social, puesto que la clasificación no era económica sino política. Se trataba de crear una etiqueta que sirviera para justificar la agresión contra su portador. Posiblemente por eso la palabra kulak, la que servía para identificar al supuesto enemigo de clase, es la única de las tres que sobrevivió en el vocabulario soviético.

Las requisas fueron tan lejos como para alcanzar incluso el grano reservado para sembrar, y la consecuencia natural fue una hambruna generalizada en 1920 y 1921. A los estragos provocados directa o indirectamente por la guerra y la revolución se sumó el mal tiempo: si durante la época zarista las 20 provincias más productivas generaban en total 20 millones de toneladas de grano, la cantidad se redujo a algo menos de 8 millones y medio de toneladas en 1920 y apenas 3 millones de toneladas en 1921. Al no quedar excedentes de años anteriores tras la incautación por el Estado, la situación pasó de dramática a catastrófica. A finales de 1921 Lenin seguía ordenando que se requisara todo el grano disponible y que se utilizaran métodos contundentes, como la toma de 15 o 20 rehenes por poblado, que debían ser fusilados como enemigos del Estado en caso de que no se entregara la cantidad de grano exigida.

Finalmente la realidad se impuso, el gobierno soviético apeló a la comunidad internacional y la ayuda extranjera empezó a llegar en 1921. Más adelante la política de Lenin viró hacia una cierta apertura económica y el fantasma del hambre se desvaneció. Parecía que la situación se había estabilizado, pero se trataba de una tregua temporal porque el campesino soviético se encontraba atrapado en una contradicción permanente: si un granjero conseguía que su producción aumentara, como exigía el Estado, también mejoraba su situación económica, pero entonces pasaba a ser considerado un kulak.

Stalin, tras acceder al poder una vez muerto Lenin, ideó una aparente solución: bastaba con que a los campesinos se les quitara su tierra, que pasaría a organizarse en granjas estatales llamadas koljoses. Se envió a miles de jóvenes activistas del partido a los pueblos para evangelizar a los campesinos y animarles a que se integraran en el sistema, pero aquellos muchachos de ciudad tuvieron poco éxito en el mundo rural. Sin embargo, su desconcierto ante la negativa a abandonar sus propiedades hallaba una salida dialéctica: ¿quién podía oponerse a ceder su granja al Estado para unirse a un koljós? Solamente un kulak. Se dio carta blanca para acabar con ellos y pronto empezaron los abusos, amenazas, agresiones, violaciones, deportaciones… Todo en pro de conseguir lo que debía ser uno de los grandes logros del primer plan quinquenal: la colectivización de la tierra.

La resistencia era cada vez mayor: quien podía huía hacia el oeste, a Polonia, o al menos lo intentaba; aparecieron grupos de campesinos armados dispuestos a responder a la violencia con más violencia y la situación llegó a ser tan preocupante que Stalin frenó la colectivización y se justificó en un artículo titulado “Embriagados por el éxito”, que se publicó en marzo de 1930 y que glosaba los grandes logros de la colectivización, pero también reconocía la existencia de algunos problemas debidos al exceso de entusiasmo. Era demasiado tarde: la revuelta se extendía ya por toda Ucrania. Stalin recurrió a su característica política de deportaciones, arrestos y ejecuciones hasta que la rebelión quedó bajo control.

Entretanto, el verano de 1930 fue muy favorable para la cosecha, de manera que se estimó que se podía aumentar la exportación de grano, una importante fuente de divisas, a la vez que se volvía a la colectivización de la tierra. La confusión creada por el nuevo impulso colectivizador y una meteorología menos favorable hicieron el resto: era imposible cumplir con los objetivos de producción, pero eso no iba a impedir que se recogiera el grano previsto.

Las requisas de grano volvieron con mayor crudeza, si cabe. Stalin, con su típico enfoque paranoico, enfocaba los estragos de la hambruna como actos de sabotaje provocados por traidores infiltrados en el partido, espías polacos o los propios hambrientos, que saboteaban los designios del partido muriendo de inanición. En el verano de 1932 entró en vigor una ley contra el robo de propiedad estatal que se utilizó para penar con la muerte cualquier recolección no autorizada. Si un hambriento intentaba recoger una patata se arriesgaba a una muerte inmediata.

Los brigadistas del partido se dedicaron a recorrer los pueblos, registrando minuciosamente cada casa, para apropiarse de todo lo que fuera comestible. Llegó un momento en el que el mero hecho de estar vivo era sospechoso porque indicaba que de alguna forma se había conseguido esconder algo de alimento. La bajeza característica de quienes se encuentran con un poder absoluto sobre sus semejantes no tardó en aparecer, por lo que abundan los relatos de brigadistas que destruían los escasos comestibles existentes cuando no merecía la pena llevárselos.

Los que podían huían a las ciudades, pero a partir de enero de 1933 se hizo obligatorio tener un permiso para residir en ellas y se prohibió la venta de billetes de ferrocarril a los campesinos. En la ciudad, los refugiados, con su aspecto famélico, tenían pocas probabilidades de no ser detectados por la policía y expulsados. Los relatos de los supervivientes de aquellos años sólo pueden calificarse como dantescos: muertes por inanición, canibalismo, locura… la galería de horrores va desde el hombre que mató a sus hijos para que dejaran de sufrir hasta el que se comió a los suyos tras enloquecer por la muerte de su esposa.

La hambruna duró hasta finales de 1933 y se conoce con un término ucraniano: holodomor. Se calcula que se produjeron unos 4 millones de muertes directas por inanición. Por fin, en 1934 el Estado aprobó ayudas para la población ucraniana y comenzó un programa de repoblación. Durante el 17º Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, a principios de 1934, Stalin pudo jactarse de haber derrotado a los kulaks.

Es inevitable preguntarse cómo es posible que, en apariencia, nadie viera nada. Los habitantes de las ciudades ucranianas detectaron la aparición de campesinos hambrientos, pero hacer preguntas incómodas significaba cuestionar al Partido, algo que sólo haría un enemigo del Estado. Hubo rumores, claro, pero su propagación traía el riesgo de pasar diez años en un campo de concentración. Y por supuesto la prensa soviética no informó de la hambruna.

Pero ¿tampoco se enteró ningún corresponsal extranjero? Hubo al menos dos casos en que sí lo hicieron. La periodista canadiense Rhea Clyman publicó en un periódico de Toronto un artículo en el que se hablaba de pueblos desiertos tras las oleadas de deportaciones y de la creciente escasez de alimentos. Su expulsión de la URSS en 1932 demostró a los periodistas extranjeros en Moscú lo fácilmente que podían perder su trabajo si husmeaban demasiado.

Más sonado fue el caso de Gareth Jones, un joven galés que se las ingenió para dar esquinazo a las autoridades soviéticas con la excusa de visitar una fábrica de tractores en Ucrania. Durante tres días, Jones anduvo por la Ucrania rural y pudo contar sus vivencias en periódicos influyentes como el New York Evening Post, el Chicago Daily News o el London Evening Standard. En sus artículos, Jones acusaba al plan quinquenal de haber provocado una hambruna generalizada. Pero las palabras de Jones cayeron en el vacío. Los corresponsales extranjeros en Moscú, cuya permanencia en la URSS dependía de la buena voluntad de las autoridades, se apresuraron a desmentir sus palabras. Especialmente activo fue Walter Duranty, corresponsal en Moscú del New York Times desde 1922. Duranty llevaba una vida muy confortable en la capital rusa, y sus artículos sobre los éxitos de la colectivización y el plan quinquenal en la URSS le habían granjeado un premio Pulitzer en 1932. El mismo día en que los lectores del Evening Standard londinense podían leer el artículo de Gareth Jones fotografiado más arriba, el New York Times publicaba la versión de Duranty bajo el título: Los rusos tienen hambre, pero no hay hambruna. En él se atacaba a Jones y se defendía la política de Stalin con toda una muestra de cómo retorcer el lenguaje: No hay hambruna ni muertes por inanición -escribía Duranty- aunque sí existe una extendida mortalidad debida a enfermedades causadas por la malnutrición.

Duranty era una figura mucho más conocida que Jones y logró desprestigiar los artículos del periodista galés. Dos años después, el desacreditado Gareth Jones viajó a China para cubrir las acciones japonesas en Manchukuo, pero fue secuestrado por bandidos junto a un periodista alemán llamado Herbert Mueller que iba con él. El alemán fue liberado, pero dos días después, en la víspera de su 30 cumpleaños, Jones era asesinado. Sabiendo que la empresa que facilitó a los periodistas el vehículo en el que viajaban, la alemana Wostwag, era en realidad una tapadera de la NKVD (los servicios secretos soviéticos) y que el propio Muller tenía lazos con la URSS, se entienden las sospechas de que Gareth Jones fue asesinado por ser un testigo incómodo, como sugería la BBC hace unos años.

Durante décadas, cuando los ucranianos en el exilio hacían declaraciones sobre la hambruna de los años 30, el público en general trataba el relato como una exageración propia de expatriados resentidos alentados por la extrema derecha. En los años 80 las cosas empezaron a cambiar y por primera vez se estudiaron los testimonios desde un punto de vista académico. Al principio la respuesta soviética fue la habitual, negar los hechos y atribuir los estudios a campañas de desinformación. Y entonces, en 1986, precisamente en Ucrania, tuvo lugar el accidente de la central nuclear de Chernobyl.

La respuesta inicial fue una vez más la ocultación de la realidad, pero era imposible negar la evidencia. Había que investigar los hechos a fondo, entender qué había ocurrido y eso requería transparencia, glasnost, que fue el nombre que se le dio a la nueva política. Se trataba de discutir los errores para corregirlos, pero las discusiones fueron tan lejos como para incluir referencias a los hechos de los años 30. Los estudiosos que intentaron desmentirlos usando los archivos recién abiertos comprobaron asombrados que la historia de la hambruna no era, como se había dicho hasta entonces, un bulo creado por los fascistas.

Jones murió desprestigiado mientras que Walter Duranty siguió viviendo en Moscú hasta 1936 y continuó colaborando con el New York Times hasta 1940. Murió en 1957, cuando la gran hambruna de 1932-33 seguía siendo desconocida. En 1990 el New York Times publicó un artículo de opinión en el que se reconocía que Duranty había escrito algunas de los peores muestras de periodismo publicadas en ese periódico. Paralelamente, la figura de Gareth Jones se ha visto reivindicada, como lo demuestra el reciente estreno de la película Mr. Jones, coproducción polaca, ucraniana y británica que se centra en el periodista galés. Sí, la Historia termina por poner a cada uno en su lugar. Lástima que se lo tome con tanta calma.

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El segundo cisma de Oriente

23 martes Oct 2018

Posted by ibadomar in Historia

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Cisma de Oriente, Constantinopla, Edad Media, Historia, Imperio Bizantino, León IX, Roma, Siglo XXI, Ucrania

Debo de ser una de las pocas personas a las que fascina una noticia de hace apenas unos días: el 15 de octubre se confirmaba que la iglesia ortodoxa rusa rompe sus lazos con el patriarcado de Constantinopla. ¡Un cisma nada menos! ¡A estas alturas! ¡Y por unos motivos nada teológicos! A todo el mundo que conozco le importa un pito lo que ocurra con la iglesia ortodoxa, pero yo estaba de lo más emocionado. ¡Es como retroceder mil años! A 1054 para ser exactos, porque este cisma tiene bastante en común con el que separó a las iglesias católica y ortodoxa.

El caso es que cuando se habla de cisma lo primero que viene a la mente es la aparición del protestantismo, en el siglo XVI. Pero el protestantismo no se limita a asuntos de disciplina sino que entra de lleno en cuestiones teológicas como la de la salvación por la fe o el valor de los sacramentos. En el caso del reciente cisma ruso las cuestiones teológicas son inexistentes, y de ahí mi referencia a 1054, donde el cristianismo se dividió como consecuencia de una disputa menor.

Por aquel entonces, Roma y Constantinopla ya habían tenido algunos encontronazos, como los roces provocados por la querella iconoclasta, e incluso un amago de cisma en el siglo IX; pero los problemas que de verdad enfrentaban a las dos iglesias, occidental y oriental, no eran doctrinales. El problema era que mientras el Imperio Romano desaparecía de Occidente, abatido por las invasiones bárbaras, se mantenía vivo en Oriente. Por ese motivo Constantinopla, la Nueva Roma, no tenía motivos para considerarse inferior a la Vieja Roma. Más aún, Constantinopla seguía siendo la capital del Imperio Romano. Sí es cierto que se concedía una primacía al obispo de Roma, pero era una cuestión fundamentalmente honorífica: al fin y al cabo Roma había visto predicar a San Pedro y a San Pablo. Su obispo, su jefe espiritual, podía considerarse como el primero entre iguales, pero nada más.

Pero hacia el siglo VIII las cosas estaban cambiando, y más que cambiarían con la creación del Imperio Carolingio. Occidente volvía a levantar cabeza y los nuevos papas dejaban de ser de origen griego para proceder, cada vez más a menudo, de Italia. El obispo romano volvía a considerarse como cabeza de la Iglesia, primacía que el patriarca de Constantinopla consideraba dudosa en el mejor de los casos. El rito latino (es decir, romano) se imponía al griego (es decir, bizantino) en el sur de Italia aprovechando la expansión normanda por la zona, por mucho que los normandos fueran en aquel momento un enemigo común. Por su parte, el patriarca Miguel Cerulario aprovechaba una pequeña controversia doctrinal para tomar represalias cerrando las iglesias de rito latino en su territorio. La situación estaba, como puede verse, tensa, pero no hay nada que la diplomacia no pueda arreglar. O eso debió de pensar el papa León IX cuando envió como legado a Humberto de Moyenmoutier para arreglar las diferencias entre ambas sedes y buscar la alianza de ambos poderes ante el peligro normando.

Fue un desastre. Para empezar, León IX murió antes de que el cardenal Humberto llegara a Constantinopla, por lo que no estaba claro a quién representaba el legado, si es que representaba a alguien. De todas formas Humberto, a quien Dios no había llamado por el camino de la diplomacia, comenzó por negar un título honorífico a Cerulario ya que, debió de pensar el legado, un enviado del papa de Roma, siga éste vivo o no, no tiene por qué reconocer la preeminencia de nadie. Cerulario, hombre de carácter, se negó a recibir a Humberto y sus compañeros y la bronca fue subiendo de tono hasta que un buen día Humberto excomulgó a Cerulario y se fue de Constantinopla. Cerulario no se inmutó sino que replicó con la excomunión de Humberto y así se consumó el cisma. Lo curioso es que la ruptura en realidad no fue tan traumática como parece: simplemente cada sede eclesiástica siguió por su camino.

Y ahora volvemos al siglo XXI, en el que la iglesia ortodoxa de Ucrania está subordinada al patriarca de Moscú. O lo estaba hasta el pasado 11 de octubre. Ese día, el patriarca de Constantinopla decidió aceptar la petición de autocefalia de la iglesia ucraniana. Dicho de otra forma, el patriarca de Constantinopla, que viene a ser la máxima autoridad dentro de la iglesia ortodoxa, acepta que los cristianos ortodoxos ucranianos tengan su propia jefatura, independiente de Moscú. El patriarca de Moscú se lo ha tomado bastante mal y cuatro días después anunció la ruptura de las relaciones con Constantinopla. Cuenta además con el apoyo del gobierno ruso, como era de esperar dada la situación de guerra entre Rusia y Ucrania.

En resumen: tenemos a una iglesia que no acepta la primacía de otra, con la que rompe relaciones, en un marco de conflicto político en el que en realidad no hay diferencias teológicas sino una mera cuestión de preeminencia. Y esto que acabo de decir… ¿se refiere al cisma de 1054 o al de 2018? Cualquiera sabe. Lo que sí sé es que cuando leí la noticia sentí, por una vez, que el mundo me resultaba extrañamente familiar.

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