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Debo de ser una de las pocas personas a las que fascina una noticia de hace apenas unos días: el 15 de octubre se confirmaba que la iglesia ortodoxa rusa rompe sus lazos con el patriarcado de Constantinopla. ¡Un cisma nada menos! ¡A estas alturas! ¡Y por unos motivos nada teológicos! A todo el mundo que conozco le importa un pito lo que ocurra con la iglesia ortodoxa, pero yo estaba de lo más emocionado. ¡Es como retroceder mil años! A 1054 para ser exactos, porque este cisma tiene bastante en común con el que separó a las iglesias católica y ortodoxa.

El caso es que cuando se habla de cisma lo primero que viene a la mente es la aparición del protestantismo, en el siglo XVI. Pero el protestantismo no se limita a asuntos de disciplina sino que entra de lleno en cuestiones teológicas como la de la salvación por la fe o el valor de los sacramentos. En el caso del reciente cisma ruso las cuestiones teológicas son inexistentes, y de ahí mi referencia a 1054, donde el cristianismo se dividió como consecuencia de una disputa menor.

Por aquel entonces, Roma y Constantinopla ya habían tenido algunos encontronazos, como los roces provocados por la querella iconoclasta, e incluso un amago de cisma en el siglo IX; pero los problemas que de verdad enfrentaban a las dos iglesias, occidental y oriental, no eran doctrinales. El problema era que mientras el Imperio Romano desaparecía de Occidente, abatido por las invasiones bárbaras, se mantenía vivo en Oriente. Por ese motivo Constantinopla, la Nueva Roma, no tenía motivos para considerarse inferior a la Vieja Roma. Más aún, Constantinopla seguía siendo la capital del Imperio Romano. Sí es cierto que se concedía una primacía al obispo de Roma, pero era una cuestión fundamentalmente honorífica: al fin y al cabo Roma había visto predicar a San Pedro y a San Pablo. Su obispo, su jefe espiritual, podía considerarse como el primero entre iguales, pero nada más.

Pero hacia el siglo VIII las cosas estaban cambiando, y más que cambiarían con la creación del Imperio Carolingio. Occidente volvía a levantar cabeza y los nuevos papas dejaban de ser de origen griego para proceder, cada vez más a menudo, de Italia. El obispo romano volvía a considerarse como cabeza de la Iglesia, primacía que el patriarca de Constantinopla consideraba dudosa en el mejor de los casos. El rito latino (es decir, romano) se imponía al griego (es decir, bizantino) en el sur de Italia aprovechando la expansión normanda por la zona, por mucho que los normandos fueran en aquel momento un enemigo común. Por su parte, el patriarca Miguel Cerulario aprovechaba una pequeña controversia doctrinal para tomar represalias cerrando las iglesias de rito latino en su territorio. La situación estaba, como puede verse, tensa, pero no hay nada que la diplomacia no pueda arreglar. O eso debió de pensar el papa León IX cuando envió como legado a Humberto de Moyenmoutier para arreglar las diferencias entre ambas sedes y buscar la alianza de ambos poderes ante el peligro normando.

Fue un desastre. Para empezar, León IX murió antes de que el cardenal Humberto llegara a Constantinopla, por lo que no estaba claro a quién representaba el legado, si es que representaba a alguien. De todas formas Humberto, a quien Dios no había llamado por el camino de la diplomacia, comenzó por negar un título honorífico a Cerulario ya que, debió de pensar el legado, un enviado del papa de Roma, siga éste vivo o no, no tiene por qué reconocer la preeminencia de nadie. Cerulario, hombre de carácter, se negó a recibir a Humberto y sus compañeros y la bronca fue subiendo de tono hasta que un buen día Humberto excomulgó a Cerulario y se fue de Constantinopla. Cerulario no se inmutó sino que replicó con la excomunión de Humberto y así se consumó el cisma. Lo curioso es que la ruptura en realidad no fue tan traumática como parece: simplemente cada sede eclesiástica siguió por su camino.

Y ahora volvemos al siglo XXI, en el que la iglesia ortodoxa de Ucrania está subordinada al patriarca de Moscú. O lo estaba hasta el pasado 11 de octubre. Ese día, el patriarca de Constantinopla decidió aceptar la petición de autocefalia de la iglesia ucraniana. Dicho de otra forma, el patriarca de Constantinopla, que viene a ser la máxima autoridad dentro de la iglesia ortodoxa, acepta que los cristianos ortodoxos ucranianos tengan su propia jefatura, independiente de Moscú. El patriarca de Moscú se lo ha tomado bastante mal y cuatro días después anunció la ruptura de las relaciones con Constantinopla. Cuenta además con el apoyo del gobierno ruso, como era de esperar dada la situación de guerra entre Rusia y Ucrania.

En resumen: tenemos a una iglesia que no acepta la primacía de otra, con la que rompe relaciones, en un marco de conflicto político en el que en realidad no hay diferencias teológicas sino una mera cuestión de preeminencia. Y esto que acabo de decir… ¿se refiere al cisma de 1054 o al de 2018? Cualquiera sabe. Lo que sí sé es que cuando leí la noticia sentí, por una vez, que el mundo me resultaba extrañamente familiar.