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Los 9 días de Lady Jane

14 domingo Dic 2014

Posted by ibadomar in Arte, Historia

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Anglicanismo, Arte, Delaroche, Edad Moderna, Eduardo VI, Enrique VIII, Historia, Isabel I, Jane Grey, María Tudor, Siglo XIX

Hace unos días salió a colación, en una conversación que no viene al caso, el cuadro La ejecución de Lady Jane Grey, de Delaroche. Es una pintura que descubrí hace ya muchos años en la National Gallery de Londres y cuya composición siempre me ha resultado interesante. Hace mucho que no aparece el tema de la Historia del Arte en Los Gelves, así que vamos a verlo en detalle.

JanegreyNo es una obra que necesite muchas explicaciones: el verdugo, impasible porque al fin y al cabo se trata de su oficio, contempla apoyado en un hacha cómo su víctima se coloca en posición para ser decapitada. En cuanto a ésta, se trata de una mujer joven completamente vestida de blanco y con los ojos vendados por una tela del mismo color. Un tercer personaje la dirige hacia el tajo donde deberá apoyar la cabeza mientras ella extiende la mano, tanteando para encontrarlo. Vemos a dos damas de compañía, desmayada una, de espaldas la otra, incapaces de soportar el espectáculo. La luminosidad del vestido blanco y de la paja sobre la que se apoya el tajo, y cuyo fin es absorber la sangre, contrastan con las sombras del resto de la escena.

Un tema macabro, ¿verdad? Sin embargo el cuadro triunfó en el Salón de París de 1834 y no es de extrañar porque el simbolismo es sencillo, pero efectivo y quien contempla la imagen no puede dejar de sentir una cierta simpatía por la joven y un rechazo instintivo hacia el siniestro personaje que la dirige hacia su fin. Y eso que en realidad, actuaba a petición de ella, que no conseguía encontrar el tajo con los ojos vendados aquel 12 de febrero de 1554 en que Lady Jane Grey, reina de Inglaterra durante 9 días fue decapitada. El cuadro refleja el momento, recogido en la descripción de un testigo en el que alguien, viendo a aquella joven de 16 años tantear en vano en busca del bloque de madera mientras preguntaba «¿dónde está?», se adelantó para ayudarla.

Nuestra protagonista de hoy es, en definitiva, uno de esos personajes que añaden color al estudio de la Historia aunque su relevancia sea relativa. Era nieta de una hermana del rey inglés Enrique VIII, cuyo reinado es de todos conocido como turbulento y cuya sucesión no fue menos complicada. Y me temo que aquí es preciso resumir someramente el origen de los problemas posteriores.

La ruptura del monarca inglés con la Iglesia de Roma tuvo como motivo principal el deseo de Enrique de anular su matrimonio con Catalina de Aragón. Esto no era cosa fácil, y no sólo por motivos religiosos, ya que Catalina era hija de los Reyes Católicos y por lo tanto tía del emperador Carlos V. Enrique finalmente hizo las cosas por la tremenda, rompió con el papado y se hizo a sí mismo cabeza de la Iglesia de Inglaterra, lo que no deja de ser sorprendente sabiendo que en su día había escrito una obra en defensa de los Sacramentos completamente opuesta a la reforma luterana y que le había valido que el papa le concediera el título de «Defensor de la Fe». ¿Y por qué ese empeño en romper con su esposa? No se trataba sólo de que a Enrique le gustaran mucho las mujeres (que también es cierto) sino de que Catalina sólo le había dado una hija, María, era poco probable que tuviera más hijos y en el siglo XV las cosas eran mucho más fáciles para una dinastía cuando había un heredero varón.

Enrique consiguió romper su matrimonio y casarse con Ana Bolena, sí, pero ésta tampoco le dio el ansiado hijo varón sino otra hija, Isabel. No sería hasta que el rey se volviera a casar con Jane Seymour cuando se produciría el ansiado nacimiento de un heredero varón, el futuro Eduardo VI. Previamente María había sido apartada del trono por ser hija ilegítima al haber nacido fuera del matrimonio (ya que éste había sido anulado) y también Isabel quedó fuera de la sucesión puesto que su madre había sido ejecutada por adulterio y por tanto existía la posibilidad teórica de que Isabel no fuera hija de Enrique. Como la vida da muchas vueltas, más tarde estas disposiciones fueron anuladas y la sucesión quedó en este orden: Eduardo, María, Isabel. De hecho, los tres llegaron a reinar.

Al morir Enrique VIII, Eduardo VI tenia 9 años. Su reinado fue corto, puesto que no llegó a cumplir los 16 y aunque podría haber dejado las cosas como estaban, por motivos desconocidos hizo un testamento en el que dejaba de nuevo de lado a sus hermanas por parte de padre y establecía la sucesión masculina. Sin embargo, a falta de pretendiente masculino, aceptaba como excepción a lady Jane Grey, su prima y hasta entonces tercera en la sucesión, que fue proclamada reina el 10 de julio de 1553. ¿Dejó Eduardo a María aparte por ser católica? Posiblemente, pero en ese caso ¿por qué excluir a Isabel? Seguramente pensó que si una de ellas era considerada ilegítima, la otra también debía serlo. O quizás todo sea un asunto de rencillas entre quienes compartían padre, pero eran hijos de tres mujeres distintas.

Pero María no se iba a quedar quieta. Ya había sufrido bastante: había soportado que la declararan bastarda, que atacaran su religión, que la separaran de su madre hasta el punto de impedirle acudir a su funeral… pero ahora había llegado su turno. Consiguió apoyos y el Consejo, principal órgano de gobierno junto a la Casa Real, la proclamó legítima reina el 19 de julio. La proclamación de María fue bien acogida por buena parte de la población, ya que el catolicismo no había perdido arraigo popular. Jane Grey fue aprisionada y condenada a muerte por traición. Quizás habría recibido el perdón, pero en enero de 1554 hubo una rebelión protestante al conocerse que la reina María I planeaba casarse con el rey español, Felipe II. Lady Jane no había instigado la rebelión, pero sería una peligrosa rival mientras siguiera con vida y pudiera ser utilizada como bandera de cualquier revuelta.

Fue ejecutada el 12 de febrero. En el patíbulo se comportó con valor, como correspondía a quién había sido proclamada reina, aunque fuera durante apenas 9 días. 300 años después su historia sirvió de inspiración a Delaroche y de ahí el cuadro que hoy nos ocupa. En él hay algunas inexactitudes: Lady Jane no vestía de blanco y la ejecución no tuvo lugar en una mazmorra sino al aire libre, aunque dentro del recinto de la Torre de Londres (lo que fue un detalle, puesto que lo normal era que se llevara a los reos al lugar llamado Tower Hill, fuera del recinto. Los pocos que fueron ejecutados dentro de él estaban en un ambiente más privado, lejos de los insultos del populacho), pero estas licencias artísticas se pueden perdonar.

En realidad, las dos grandes protagonistas de los hechos estaban atrapadas: Jane no era sino una marioneta utilizada por su suegro, John Dudley, el poderoso duque de Northumberland, con quien había emparentado apenas un mes y medio antes de su proclamación como reina; María, por su parte, se veía obligada a luchar por el trono, especialmente si consideramos que cuando la avisaron de la grave enfermedad del rey Eduardo VI para que acudiera a su lado, ella tuvo que huir al enterarse de que Dudley pretendía capturarla para facilitar el ascenso de Jane al poder. En aquel juego sólo podía sobrevivir una de ellas y para ello tenía que sentarse en el trono eliminando a la otra.

Por su parte Dudley subestimó la simpatía inicial de muchos hacia María, a quien consideraban como hija legítima de Enrique VIII, injustamente tratada por su lujurioso padre. En cuanto a María, no comprendió que su proyecto de matrimonio con Felipe II le arrebataría buena parte de esas simpatías. A la postre todos pagaron por sus errores: tanto Dudley como lady Jane fueron ejecutados y María pasó a la Historia como Bloody Mary, María la sanguinaria, que intentó imponer su visión religiosa por la fuerza llevando al martirio a inocentes, de los que la primera fue Jane Grey.

Este particular Juego de Tronos nos ha legado una moraleja y dos obras maestras. La moraleja es que en nueve días se puede pasar de subir al trono a estar al pie del cadalso y las obras maestras son el cuadro de Delaroche y el cóctel llamado bloody Mary en honor a María. Personalmente prefiero el daiquiri, pero si algún día sirven copas en la National Gallery, haré una excepción mientras contemplo el cuadro.

 

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La caída de la monarquía británica

31 domingo Mar 2013

Posted by ibadomar in Historia

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Carlos I, Carlos II, Cromwell, Edad Moderna, Felipe IV, Guillotina, Historia, Isabel I, Jacobo I, Luis XVI, Restauración, Revolución, Revolución inglesa, Siglo XVII

Hace poco escribí un artículo en el que mencioné la célebre decapitación de Luis XVI. En él intentaba desmitificar la imagen de la guillotina como sinónimo de revolución puesto que si Luis XVI fue decapitado con tal instrumento fue simplemente porque ése era el método de ejecución que empleaba la Francia revolucionaria. Ciertamente no es demasiado común que se ejecute a un monarca sea por el método que sea… pero bien mirado tampoco es tan raro como podríamos pensar. Casi 150 años antes de la ejecución de Luis XVI un rey había sido decapitado en Europa. Y en Inglaterra nada menos, país con fama de monárquico y amante de su realeza.

Carlos I de Inglaterra nunca fue un rey demasiado querido. Fue el segundo de su dinastía en reinar, puesto que su padre, Jacobo VI de Escocia, accedió al trono de Inglaterra con el nombre de Jacobo I al morir sin descendencia la inglesa Isabel I. Carlos tuvo la desgracia de que su hermano mayor, Enrique, muriera de tifus en 1612, a los 18 años. El difunto heredero era un joven dinámico y capaz, que apuntaba buenas maneras, muy distinto de su hermano menor, un niño enfermizo, afectado de raquitismo leve y de una cierta tartamudez. Posiblemente estos problemas le causaron un complejo de inferioridad puesto que sabemos de él que tenía un carácter distante, aderezado con un sentido de la dignidad extraordinariamente elevado.

Con 22 años, en 1623, Carlos protagonizó un episodio bastante pintoresco al presentarse de improviso Charles_I_of_Englanden Madrid acompañado del duque de Buckingham para pedir la mano de la infanta María, hermana de Felipe IV (quien haya leído El capitán Alatriste conoce algo de este episodio). El asunto no llegó a buen puerto y a su regreso Carlos clamó por emprender la guerra con España. Pronto tuvo ocasión de lanzarse a las hostilidades puesto que su padre murió en 1625 y Carlos comenzó su reinado con un ataque a Cádiz que resultó un rotundo fracaso. Más adelante entraría en guerra con Francia apoyando a los hugonotes de La Rochelle, pero esta aventura militar resultó otro fiasco. Estas expediciones bélicas suponían un problema puesto que requerían de bastante dinero y para recaudarlo Carlos no tenía otro remedio que convocar al Parlamento, lo que era un proceso penoso para un rey, especialmente uno tan pagado de su realeza, ya que los subsidios conseguidos solían ser insuficientes y las contrapartidas dolorosas. Los lectores habituales del blog ya sabéis además que la imposición de impuestos extraordinarios es un anuncio seguro de turbulencias, como ya comenté en su día.

Entre los sapos que Carlos tuvo que tragar estaba la conocida como Petición de Derechos por la que se declaraban ilegales los impuestos que no fueran aprobados por el Parlamento o el encarcelamiento sin juicio previo, peticiones derivadas de la actuación previa del rey, que anteriormente había decretado la emisión de un préstamo forzoso (ahora lo llamaríamos una quita a los depósitos o algo parecido) que cinco caballeros se habían negado a pagar. El caso de los cinco caballeros y sus secuelas es una muestra de las malas relaciones entre el rey y el Parlamento, que finalmente terminó con la disolución de éste por Carlos. Al contar con menos dinero, el rey se vio obligado a firmar la paz con Francia y España, pero aun así tuvo que recurrir a otros sistemas de recaudación que no nos son tan desconocidos: incremento de las multas, privatización de servicios (perdón, quiero decir venta de monopolios, después de todo estamos hablando del siglo XVII), etc. Parecía que el rey podía arreglárselas, pero repentinamente los problemas empezaron a acumularse.

Las dificultades comenzaron en Escocia. Carlos pretendió introducir un nuevo libro de oraciones y aquí chocó con la presbiteriana Iglesia de Escocia. No vamos a entrar en discusiones teológicas ni de organización eclesiástica. Baste decir que la situación llegó a tal extremo que Carlos alzó en armas un ejército para imponerse a sus díscolos súbditos del norte y finalmente no tuvo más remedio que convocar al Parlamento para hacer frente a los gastos. Corría el año 1640 y los parlamentarios no iban a dejar pasar la oportunidad de resolver los agravios acumulados en los once años de gobierno personal de Carlos antes de abordar la cuestión recaudatoria. Cómo sería la situación de tensa lo demuestra que las sesiones comenzaron el 13 de abril y Carlos disolvió el Parlamento el 5 de mayo. Por algo se le conoce como el Parlamento Corto.

La realidad es tozuda, no cabe duda de eso. Carlos no podía gobernar sin Parlamento y ya que él no estaba dispuesto a aceptarlo de grado, los hechos le obligarían a hacerlo por fuerza. Cuando un ejército escocés derrotó a las tropas del rey y se adentró en territorio inglés, Carlos tuvo que rendirse a la evidencia. Seis meses después de disolverlo Carlos I convocaba, el 3 de noviembre de 1640, el que se conoce como Parlamento Largo, el cual forzó medidas tales como la obligación de ser convocado cada tres años por lo menos sin que se pudiera disolver sin su consentimiento. Carlos tuvo que tragarse estas medidas y más aún, pero lograba un avance por otro lado al negociar con los escoceses un pacto por el que aceptaban retirarse. La situación parecía que se despejaba, porque ya no había urgencia de recaudar dinero. Pero justo entonces todo se vino abajo.

La culpa fue de una sublevación católica en Irlanda. Estaba claro que había que enviar un ejército, pero ¿quién lo dirigiría? El Parlamento no se fiaba del rey y el desencuentro sobre la dirección de las operaciones fue tal que Carlos quiso arrestar a cinco parlamentarios (enero de 1642), para lo que se dirigió al Parlamento acompañado de un grupo armado, pero fracasó porque la noticia de su intento llegó antes que él. Con este acto los apoyos que Carlos aún tenía entre los parlamentarios se desvanecieron. El rey huyó a York y la guerra civil se hizo inevitable. A Carlos no le fue bien y acabó prisionero del Parlamento en 1647. Para colmo la guerra había consagrado como líder militar y posteriormente político a Oliver Cromwell, el caballero de la imagen.

Podría haberse llegado a un acuerdo entre rey y Parlamento, pero se encargó de impedirlo un compañero de Cromwell, el coronel Pride, que hizo una purga entre los parlamentarios: los partidarios del acuerdo fueron arrestados y Carlos fue juzgado, condenado a muerte y decapitado el 30 de enero de 1649. Carlos no fue un buen rey, pero estuvo tan digno ante la muerte que muchos creen que hizo más por la monarquía en el cadalso que en el trono. Como ejemplo de su actitud ante el final, pidió ir bien abrigado al patíbulo para estar seguro de que el frío no le hiciera tiritar y alguno tomara sus temblores por un indicio de temor.

La revolución se había oliver-cromwellconsumado y Cromwell era el gran triunfador. Sometió militarmente a Escocia e Irlanda, donde la represión fue durísima, impuso un rigor religioso extremo y disolvió lo que quedaba del Parlamento en 1653. Cromwell rechazó el título de rey (aunque lo era de facto) y gobernó con mano de hierro hasta su muerte en 1658. Le sucedió su hijo, hasta tal punto era el gobierno de Cromwell una monarquía encubierta, pero el carácter del joven Cromwell no era el de su padre. Atrapado entre el ejército y el Parlamento que se vio obligado a convocar, renunció al cargo en 1659. El vacío de poder fue aprovechado por el hijo del difunto rey, Carlos II, que hizo una proclamación moderada y que regresó del exilio en 1660.

Lo que no dejo de preguntarme es por qué la Revolución Inglesa no tiene la fama de la Francesa. Quizá porque concluyó en una Restauración, pero lo mismo ocurrió en Francia con la coronación de Luis XVIII, y entonces el Congreso de Viena se encargó de que la huella de la Revolución Francesa quedara aletargada. Puede que la diferencia estribe en el detalle psicológico de que para matar a Carlos I se usó el hacha y por eso su ejecución no tiene el halo legendario que la guillotina aporta a la de Luis XVI. O puede que sea porque en Inglaterra la lucha se dio entre dos facciones que ya compartían el poder (rey y Parlamento) mientras que en Francia asistimos a una subversión más completa del orden establecido. O quizás sea porque en Francia hay un trasfondo ideológico del que carecen los hechos de Inglaterra. También hemos de tener en cuenta que la Revolución Inglesa fue un asunto principalmente local, mientras que la Francesa puso a toda Europa patas arriba por obra y gracia de Napoleón Bonaparte.

O puede que la tengamos más olvidada porque después de todo la Revolución Inglesa no dejó de ser una especie de mal sueño. Cuando Carlos II regresó del exilio fue reconocido por el Parlamento que había sido rey de Inglaterra, Escocia e Irlanda desde el mismo momento de la muerte de su padre. Quién lo iba a decir: desde un punto de vista formal, el interregno entre Carlos I y Carlos II jamás existió.

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Piratas, corsarios y filibusteros

26 domingo Feb 2012

Posted by ibadomar in Historia, Piratería

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Bucaneros, Corsarios, d'Ogeron, Drake, Edad Moderna, Filibusteros, Historia, Isabel I, Levasseur, Morgan, Olonés, Piratas, Siglo XVII

Dedicado a la tuitera tripulación pirata de la capitana CristinaBrontte.

Algo deben de tener los piratas cuando su figura resulta tan atractiva. Y sin embargo estoy convencido de que, si pudiéramos enfrentarnos a un pirata de verdad, pocos de los que los admiran reconocerían en el rudo bandolero de la vida real al personaje que circula en su imaginación. Es en la época romántica cuando aparece el mito del pirata como encarnación de los ideales de libertad y valor tan propios del momento y se publican las primeras novelas del género, probablemente porque los escritores de la época no los habían conocido. A los escritores de siglos anteriores difícilmente se les hubiera ocurrido glorificar a quienes para ellos eran unos peligrosos delincuentes. Ya en el siglo XX los piratas dieron el salto de las páginas de los libros a la pantalla del cine y allí se instalaron, formando parte de la imaginación popular. Douglas Fairbanks en la época del cine mudo, Errol Flynn en el sonoro junto a Tyrone Power, Burt Lancaster y, en la actualidad, Johnny Depp han encarnado al pirata perfecto para diferentes generaciones.

El resultado es que los personajes de leyenda han suplantado a los hombres de carne y hueso y sólo conocemos a unos aventureros surgidos de la imaginación de los autores de los siglos XIX y XX. La consecuencia de todo esto es que la historia de la piratería se conoce muy mal, pese a que paradójicamente sus protagonistas son muy populares. Un buen ejemplo es este artículo aparecido en el periódico El Mundo hace un par de años y en el que a un moderno pirata somalí se le califica en distintos párrafos de pirata, corsario y bucanero, términos que están muy relacionados pero que no son sinónimos.

Piratas y corsarios Hay que decir que pocas palabras pueden resultar tan insultantes para un corsario como el calificativo de pirata, aunque a veces cuesta distinguir entre unos y otros. Y sin embargo la diferencia debería estar clara: un pirata es alguien que a bordo de un barco asalta barcos mercantes y se apodera de su mercancía o ataca zonas costeras para saquearlas en su propio beneficio mientras que un corsario actúa de la misma manera pero sólo en perjuicio de alguna nación determinada y amparado por otra con la que la anterior está en guerra. Hum… esta definición es muy académica. Será mejor que me explique.

La guerra es mucho más que el combate entre ejércitos o flotas. En última instancia se trata de debilitar a un adversario hasta obligarle a pactar en unas condiciones que antes de la contienda se considerarían inaceptables. Y una forma de debilitar al enemigo es atacar su economía e interrumpir su comercio. Así, en el siglo XVII una nación podía extender un documento, una patente de corso, autorizando a un marino particular a atacar el comercio de una nación enemiga. El propietario de una patente de corso pagaba gustoso por ella con la perspectiva de recobrar la inversión con el saqueo de los buques mercantes y puertos de la nación enemiga. Sus acciones eran un acto de guerra y en caso de ser capturado debía ser considerado como prisionero y no como delincuente.

Los actos de un pirata eran básicamente los mismos que los de un corsario, pero sin atenerse a reglas. No es que el corsario estuviera sujeto a la disciplina militar, pero al menos había de ser cuidadoso y no atacar a los barcos de la nacionalidad de su patente o a los buques neutrales. El pirata era un simple bandolero y por lo tanto se le perseguía, por lo común, en cualquier puerto al que arribara si se sospechaba de sus actividades. La línea sin embargo podía ser muy fina. Un buen ejemplo es Drake (más tarde sir Francis Drake, puesto que fue nombrado caballero por la reina de Inglaterra), que se consideraba a sí mismo como corsario al servicio de la Corona británica, pero que era tenido por pirata por los españoles. Y todos tenían razón, puesto que Drake tenía la protección de Isabel I, pero buena parte de su carrera la ejerció cuando no se había declarado un estado de guerra entre ambos países.

Bucaneros y fillibusteros Durante los siglos XVI y XVII España ejerció un monopolio sobre el comercio americano, pero como era de esperar, pronto surgieron el contrabando y la piratería. A principios del XVII se instalaron en la zona noroeste de La Española grupos de cazadores que ahumaban la carne que obtenían para conseguir un producto llamado bucan que se conservaba muy bien y resultó ser muy apreciado por las tripulaciones de los barcos que hacían la ruta del Caribe. Tales cazadores, los bucaneros, no se dedicaban en principio a la piratería hasta que en 1620 las autoridades decidieron acabar con el contrabando bucanero y los expulsaron de la zona. Los bucaneros se dirigieron a una minúscula isla situada enfrente de su antiguo hábitat: la isla de la Tortuga y muchos de ellos pronto abandonaron su antigua ocupación y se dedicaron a la piratería. La palabra bucanero pasó así a identificar a los piratas de esta región, aunque pronto tendrían una denominación nueva: filibusteros.

Así fue como se denominó a los integrantes de la Cofradía de los Hermanos de la Costa. Los filibusteros constituyeron una especie de república libertaria en la que los barcos eran propiedad común y las normas de convivencia se reducían al mínimo. Nadie estaba obligado a participar en las actividades comunes y a nadie se le impedía abandonar la isla. Cuando se preparaba una expedición los voluntarios acordaban la ruta, el reparto del botín, indemnizaciones para los heridos, etc. La autoridad del capitán emanaba de su prestigio y en realidad sólo se ejercía plenamente en los momentos de máxima tensión, cuando llegaba el combate y la disciplina era de vital importancia.

Aparentemente era una sociedad igualitaria y libre, pero con un reverso muy peligroso porque en aquella sociedad sí había una ley, que era la del más fuerte. Si los bucaneros habían sido una amenaza indirecta por abastecer a los contrabandistas, los filibusteros eran un peligro aún mayor, principalmente para la potencia que aspiraba a tener el monopolio comercial y que comenzó a hostigar aquel refugio. Un ataque español causó estragos en 1638, pero los supervivientes se reorganizaron y decidieron nombrar a un gobernador. Entretanto otras naciones sentían la tentación de atraerse a aquel grupo anárquico y fue un francés, Levasseur, quien logró aproximarse a los filibusteros y ser nombrado nuevo gobernador de la Tortuga. Sólo que una vez allí actuó con total independencia y consolidó la república pirata sin rendir cuentas a nadie, ni siquiera a la Corona francesa.

La Tortuga volvería a ser atacada en 1654 con un éxito total. Sin embargo no era posible mantener una guarnición en cada islote y por eso los soldados españoles evacuaron la isla un año después, por lo que los piratas regresaron a su viejo refugio, empezando una nueva etapa en la que participan los capitanes de mayor prestigio como el Olonés y Henry Morgan. Pese a ello la república pirata vería su fin pronto y no por causa de un ataque enemigo. La domesticación de los fieros filibusteros fue obra, principalmente, del gobernador Bertrand d’Ogeron. El agotamiento de la caza llevó a los bucaneros a dedicarse a la agricultura y d’Ogeron hizo parcelar la isla y asignó tierras a sus habitantes, con lo que se inició la sedentarización; pero el golpe definitivo fue la importación de mujeres.

Hasta entonces sólo esclavas o prostitutas habían pisado la isla, pero en 1666 d’Ogeron se llevó a la Tortuga un barco de mujeres, la mayoría de ellas antiguas prostitutas de los bajos fondos de las ciudades francesas. Aquellos hombres se encontraron cara a cara con algo codiciado y que apenas conocían: mujeres blancas. No se estableció un régimen matrimonial convencional, pero pronto ocurrió lo inevitable. Como si se tratara de  una comedia, las casas empezaron a adecentarse, los fieros piratas se fueron ablandando y hacia 1675, cuando d’Ogeron abandonó la isla para volver a Francia, la Tortuga era un territorio que aceptaba la soberanía francesa y donde buena parte de sus habitantes ya no eran brutales piratas, aunque siguió habiéndolos, sino colonos con sus familias. Belicosos, sí, pero colonos al fin y al cabo.

Personalmente, la Historia de la Cofradía de los Hermanos de la Costa me parece semejante a un cuento con moraleja. Y no me refiero a la conclusión superficial de que al final las mujeres lograron poner orden en aquella comuna libertaria, que a cambio perdió su esencia, sino a la actuación de d’Ogeron. Como un auténtico hombre de estado supo guiar a su gente, no mediante la imposición de leyes, sino creando las condiciones adecuadas para que los acontecimientos evolucionaran por sí solos en el rumbo deseado. Pese a todo, la piratería en la región aún continuaría en buena forma durante casi 50 años más y daría fama a piratas como Edward Teach «Barbanegra» o Bartholomew Roberts, «Black Bart», pero ésa… ésa es otra historia.

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