Etiquetas

, , , , , , , , , , , ,

Dedicado a la tuitera tripulación pirata de la capitana CristinaBrontte.

Algo deben de tener los piratas cuando su figura resulta tan atractiva. Y sin embargo estoy convencido de que, si pudiéramos enfrentarnos a un pirata de verdad, pocos de los que los admiran reconocerían en el rudo bandolero de la vida real al personaje que circula en su imaginación. Es en la época romántica cuando aparece el mito del pirata como encarnación de los ideales de libertad y valor tan propios del momento y se publican las primeras novelas del género, probablemente porque los escritores de la época no los habían conocido. A los escritores de siglos anteriores difícilmente se les hubiera ocurrido glorificar a quienes para ellos eran unos peligrosos delincuentes. Ya en el siglo XX los piratas dieron el salto de las páginas de los libros a la pantalla del cine y allí se instalaron, formando parte de la imaginación popular. Douglas Fairbanks en la época del cine mudo, Errol Flynn en el sonoro junto a Tyrone Power, Burt Lancaster y, en la actualidad, Johnny Depp han encarnado al pirata perfecto para diferentes generaciones.

El resultado es que los personajes de leyenda han suplantado a los hombres de carne y hueso y sólo conocemos a unos aventureros surgidos de la imaginación de los autores de los siglos XIX y XX. La consecuencia de todo esto es que la historia de la piratería se conoce muy mal, pese a que paradójicamente sus protagonistas son muy populares. Un buen ejemplo es este artículo aparecido en el periódico El Mundo hace un par de años y en el que a un moderno pirata somalí se le califica en distintos párrafos de pirata, corsario y bucanero, términos que están muy relacionados pero que no son sinónimos.

Piratas y corsarios Hay que decir que pocas palabras pueden resultar tan insultantes para un corsario como el calificativo de pirata, aunque a veces cuesta distinguir entre unos y otros. Y sin embargo la diferencia debería estar clara: un pirata es alguien que a bordo de un barco asalta barcos mercantes y se apodera de su mercancía o ataca zonas costeras para saquearlas en su propio beneficio mientras que un corsario actúa de la misma manera pero sólo en perjuicio de alguna nación determinada y amparado por otra con la que la anterior está en guerra. Hum… esta definición es muy académica. Será mejor que me explique.

La guerra es mucho más que el combate entre ejércitos o flotas. En última instancia se trata de debilitar a un adversario hasta obligarle a pactar en unas condiciones que antes de la contienda se considerarían inaceptables. Y una forma de debilitar al enemigo es atacar su economía e interrumpir su comercio. Así, en el siglo XVII una nación podía extender un documento, una patente de corso, autorizando a un marino particular a atacar el comercio de una nación enemiga. El propietario de una patente de corso pagaba gustoso por ella con la perspectiva de recobrar la inversión con el saqueo de los buques mercantes y puertos de la nación enemiga. Sus acciones eran un acto de guerra y en caso de ser capturado debía ser considerado como prisionero y no como delincuente.

Los actos de un pirata eran básicamente los mismos que los de un corsario, pero sin atenerse a reglas. No es que el corsario estuviera sujeto a la disciplina militar, pero al menos había de ser cuidadoso y no atacar a los barcos de la nacionalidad de su patente o a los buques neutrales. El pirata era un simple bandolero y por lo tanto se le perseguía, por lo común, en cualquier puerto al que arribara si se sospechaba de sus actividades. La línea sin embargo podía ser muy fina. Un buen ejemplo es Drake (más tarde sir Francis Drake, puesto que fue nombrado caballero por la reina de Inglaterra), que se consideraba a sí mismo como corsario al servicio de la Corona británica, pero que era tenido por pirata por los españoles. Y todos tenían razón, puesto que Drake tenía la protección de Isabel I, pero buena parte de su carrera la ejerció cuando no se había declarado un estado de guerra entre ambos países.

Bucaneros y fillibusteros Durante los siglos XVI y XVII España ejerció un monopolio sobre el comercio americano, pero como era de esperar, pronto surgieron el contrabando y la piratería. A principios del XVII se instalaron en la zona noroeste de La Española grupos de cazadores que ahumaban la carne que obtenían para conseguir un producto llamado bucan que se conservaba muy bien y resultó ser muy apreciado por las tripulaciones de los barcos que hacían la ruta del Caribe. Tales cazadores, los bucaneros, no se dedicaban en principio a la piratería hasta que en 1620 las autoridades decidieron acabar con el contrabando bucanero y los expulsaron de la zona. Los bucaneros se dirigieron a una minúscula isla situada enfrente de su antiguo hábitat: la isla de la Tortuga y muchos de ellos pronto abandonaron su antigua ocupación y se dedicaron a la piratería. La palabra bucanero pasó así a identificar a los piratas de esta región, aunque pronto tendrían una denominación nueva: filibusteros.

Así fue como se denominó a los integrantes de la Cofradía de los Hermanos de la Costa. Los filibusteros constituyeron una especie de república libertaria en la que los barcos eran propiedad común y las normas de convivencia se reducían al mínimo. Nadie estaba obligado a participar en las actividades comunes y a nadie se le impedía abandonar la isla. Cuando se preparaba una expedición los voluntarios acordaban la ruta, el reparto del botín, indemnizaciones para los heridos, etc. La autoridad del capitán emanaba de su prestigio y en realidad sólo se ejercía plenamente en los momentos de máxima tensión, cuando llegaba el combate y la disciplina era de vital importancia.

Aparentemente era una sociedad igualitaria y libre, pero con un reverso muy peligroso porque en aquella sociedad sí había una ley, que era la del más fuerte. Si los bucaneros habían sido una amenaza indirecta por abastecer a los contrabandistas, los filibusteros eran un peligro aún mayor, principalmente para la potencia que aspiraba a tener el monopolio comercial y que comenzó a hostigar aquel refugio. Un ataque español causó estragos en 1638, pero los supervivientes se reorganizaron y decidieron nombrar a un gobernador. Entretanto otras naciones sentían la tentación de atraerse a aquel grupo anárquico y fue un francés, Levasseur, quien logró aproximarse a los filibusteros y ser nombrado nuevo gobernador de la Tortuga. Sólo que una vez allí actuó con total independencia y consolidó la república pirata sin rendir cuentas a nadie, ni siquiera a la Corona francesa.

La Tortuga volvería a ser atacada en 1654 con un éxito total. Sin embargo no era posible mantener una guarnición en cada islote y por eso los soldados españoles evacuaron la isla un año después, por lo que los piratas regresaron a su viejo refugio, empezando una nueva etapa en la que participan los capitanes de mayor prestigio como el Olonés y Henry Morgan. Pese a ello la república pirata vería su fin pronto y no por causa de un ataque enemigo. La domesticación de los fieros filibusteros fue obra, principalmente, del gobernador Bertrand d’Ogeron. El agotamiento de la caza llevó a los bucaneros a dedicarse a la agricultura y d’Ogeron hizo parcelar la isla y asignó tierras a sus habitantes, con lo que se inició la sedentarización; pero el golpe definitivo fue la importación de mujeres.

Hasta entonces sólo esclavas o prostitutas habían pisado la isla, pero en 1666 d’Ogeron se llevó a la Tortuga un barco de mujeres, la mayoría de ellas antiguas prostitutas de los bajos fondos de las ciudades francesas. Aquellos hombres se encontraron cara a cara con algo codiciado y que apenas conocían: mujeres blancas. No se estableció un régimen matrimonial convencional, pero pronto ocurrió lo inevitable. Como si se tratara de  una comedia, las casas empezaron a adecentarse, los fieros piratas se fueron ablandando y hacia 1675, cuando d’Ogeron abandonó la isla para volver a Francia, la Tortuga era un territorio que aceptaba la soberanía francesa y donde buena parte de sus habitantes ya no eran brutales piratas, aunque siguió habiéndolos, sino colonos con sus familias. Belicosos, sí, pero colonos al fin y al cabo.

Personalmente, la Historia de la Cofradía de los Hermanos de la Costa me parece semejante a un cuento con moraleja. Y no me refiero a la conclusión superficial de que al final las mujeres lograron poner orden en aquella comuna libertaria, que a cambio perdió su esencia, sino a la actuación de d’Ogeron. Como un auténtico hombre de estado supo guiar a su gente, no mediante la imposición de leyes, sino creando las condiciones adecuadas para que los acontecimientos evolucionaran por sí solos en el rumbo deseado. Pese a todo, la piratería en la región aún continuaría en buena forma durante casi 50 años más y daría fama a piratas como Edward Teach «Barbanegra» o Bartholomew Roberts, «Black Bart», pero ésa… ésa es otra historia.