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El elefante imperceptible

03 domingo Ago 2014

Posted by ibadomar in Historia, Política

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Cine, Comunismo, Corrupción, España, Historia, Kruschev, Lenin, Perestroika, Política, Pujol, Siglo XX, Stalin, URSS

Llevamos unos días ajetreados a causa del gran escándalo de las riquezas de la familia de Jordi Pujol, que confesó hace unos días haber mantenido cuentas ocultas en el extranjero durante 34 años. Según él, el dinero procede de una herencia y, vaya por Dios, no encontró el momento adecuado para declarar su existencia en todo este tiempo. Al final encontró un ratito, justo cuando las investigaciones sobre evasión fiscal estrechaban el cerco sobre él y su familia. Según han pasado los días se ha ido sabiendo más y ha ido creciendo la cantidad oculta. Hoy mismo se publica que la fortuna evadida podría llegar hasta 1.800 millones de euros.

Paralelamente ha ido asomando una pregunta, mejor dicho la pregunta: ¿y nadie se había enterado de esto? Resulta que al parecer sí se había enterado mucha gente, pero era mucho más saludable fingir que no se sabía nada y que frases como aquella sobre el 3% en referencia a las comisiones ilegales no pasaban de ser exabruptos. En una palabra, acatar la ley del silencio, la omertá, que acertadamente califica Anita Noire como lo peor de todo el asunto en este artículo de su blog. Los americanos tienen una expresión para definir estas situaciones en las que hay algo evidente que todo el mundo conoce, que es imposible no ver, pero que se finge no percibir. Dicen que hay «un elefante en la habitación». Es imposible que pase desapercibido, ¿verdad? Sin embargo, cuando al fin alguien menciona su existencia y es imposible seguir fingiendo todo el mundo lo contempla asombrado. Vaya, quién iba a pensar que estuviera allí.

Quizás el mejor ejemplo de apertura de ojos colectiva sea el de Alemania al finalizar la Segunda Guerra Mundial y la mejor forma de expresarlo venga de una obra de ficción. Quien haya visto «Vencedores o vencidos» (lamentable título para la película titulada originalmente «Judgment at Nuremberg») recordará a Richard Widmark exclamando sarcásticamente «¿No se han enterado? No hay ni un solo nazi en Alemania. Nunca los ha habido». Pero no quiero hablar de este asunto para no caer en la célebre Ley de Godwin, según la cual, sea cual sea el tema de discusión, a la larga siempre aparece alguien que hace una comparación con la Alemania nazi. Para evitarlo me iré a otro momento en el que también se abrieron bruscamente los ojos de muchas personas que, mira por dónde, no se habían enterado de nada. Fue en 1956 durante el XX congreso del PCUS (Partido Comunista de la Unión Soviética).

Al morir Stalin en 1953, la URSS se encontró con una dirección colectiva: Malenkov era jefe de gobierno, Kruschev controlaba el partido, Beria dominaba la policía y Molotov controlaba la diplomacia. Que este tipo de arreglos es provisional lo sabemos desde que murió Alejandro Magno. En este caso fue Kruschev, que tenía la ventaja de dominar el partido y por tanto de controlar la ortodoxia, quien logró quedar como heredero único. Lo que nadie podía esperar era lo que ocurriría apenas el nuevo mandatario comenzara a sentirse seguro en su posición. A principios de 1956 se celebró el primer congreso del PCUS desde la muerte de Stalin. Podría haber transcurrido como un acontecimiento anodino, con interés sólo para historiadores muy versados en la materia, si no fuera por lo que ocurrió el último día, en sesión cerrada. Fue el momento en el que Kruschev leyó su célebre discurso secreto.

Hasta aquel momento Stalin era el gran padre de la patria, comparable sólo a Lenin, pero de pronto, en el discurso, su sucesor empezó a enumerar sus defectos, a denunciar las grandes purgas en las que se falsificaban pruebas contra quienes eran declarados enemigos del pueblo, a desvelar la desconfianza de Lenin hacia quien a la postre le sucedería, y así sucesivamente ante los ojos asombrados de los asistentes. Era un discurso en el que además se denunciaban las deportaciones masivas, contrarias al ideal de Estado multinacional y, sobre todo, se criticaba el culto a la personalidad. Los asistentes escucharon cómo el hasta entonces dirigente clarividente, genio estratégico, héroe de la gran guerra patriótica contra el invasor alemán, era acusado de haber escrito él mismo su biografía en los términos más aduladores y serviles. Kruschev puso otros ejemplos de autobombo, como la creación del premio Stalin, su nombre dado a empresas y ciudades… hasta el himno nacional contenía una frase alabando a Stalin. Tras la crítica, Kruschev llamaba a la prudencia, para no dar argumentos a los enemigos del país, y por eso tardó tanto en conocerse el discurso en detalle: pasó casi un mes hasta que se divulgó en el extranjero y hasta 1988, en plena perestroika, no se publicó el texto íntegro en la URSS.

Lo fantástico del caso es que mientras Kruschev se preguntaba cómo Stalin podía describirse a sí mismo como un hombre alejado de la vanidad y el engreimiento cuando paralelamente fomentaba el culto a su persona, los delegados presentes escuchaban como si estuvieran descubriéndoles un mundo nuevo cuando es imposible que no conocieran los asuntos que desgranaba su nuevo dirigente. En el discurso, Kruschev se preguntaba retóricamente por qué no se había rebelado el Politburó, pero la respuesta la tenía delante con sólo levantar la mirada: los mismos delegados que estaban descubriendo la otra cara de Stalin sin rechistar habrían aplaudido con entusiasmo un discurso en el que se propusiera rendirle honores póstumos.

Por eso no tiene nada de extraño que hoy de pronto una parte mayoritaria de la sociedad, la prensa, la política y el mundo empresarial descubran con sorpresa que la familia Pujol ocultaba un imperio económico de turbia procedencia sin que nadie sospechara lo que se escondía bajo su apacible apariencia. Probablemente no viviré para verlo, pero dentro de 50 años los libros de Historia describirán la sorpresa con que se recibe la existencia de la fortuna oculta de Pujol con los mismos términos con que los libros de hoy describen el efecto del discurso de Kruschev: un silencio helado.

Caramba, entonces… ¿aquel barritar, ese olor, aquella trompa, esas orejas… eran porque había un elefante en la habitación? Tanta gente dentro y nadie se había percatado de su presencia hasta ahora. Cité antes una película y me despediré citando otra, Casablanca, en la que el capitán Renault exclama indignado mientas le entregan lo que ha ganado en la ruleta «¡Qué escándalo, he descubierto que aquí se juega!».

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Los orígenes de Hollywood

13 domingo Abr 2014

Posted by ibadomar in Arte, Historia

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Arte, Cecil B. De Mille, Cine, Edison, Historia, Hollywood, Patens, Siglo XX

Mientras escribo esto es noticia el gran éxito de taquilla de la película Ocho apellidos vascos y hace unos días que tuvo lugar la llamada Fiesta del cine, en la que se puede ver una película por apenas 2,90 euros. Caramba, ¿no se supone que el cine está en crisis? Eso dicen algunos, responsabilizando a la piratería, mientras que otros defienden que el modelo de negocio actual está desfasado. A la vista de los acontecimientos no cabe duda de que el público sigue interesado en acudir a las salas, aunque no lo haga tan a menudo como en estos casos concretos, bien por el precio, bien por falta de interés en la película que se ofrece. Al menos, por unos días, he dejado de oír el discurso de la crisis del cine.

Creo que llevo toda la vida oyendo hablar de la sempiterna crisis de las salas de cine. Es más, este tema surgió muchos años antes de que yo naciera, cuando se popularizó la televisión, que amenazaba con dejar vacías las salas. Pero el cine contaba con armas poderosas: el color, para empezar, y formatos que daban más espectacularidad a la gran pantalla: cinemascope, cinerama, vistavisión… sin embargo con el tiempo la distancia se redujo puesto que la pequeña pantalla incorporó el color, aunque la necesidad de usar tubos de vacío limitaba el tamaño de los televisores.

Otro asalto vino con el vídeo. Ahora el espectador podía ver en su propia casa, no la película que eligieran las cadenas de televisión, sino la que él deseara. Por entonces empezaron a desaparecer las grandes salas y surgieron los multicines, en los que un único proyectista podía atender varias salas a la vez mientras que los acomodadores empezaron a escasear. La calidad del vídeo no podía competir con la del cine en pantalla grande, pero cuando apareció el DVD las cosas se empezaron a complicar, y más aún con las nuevas pantallas planas, cada vez mayores, que permitían acercar más la experiencia del cine al salón de casa.

Hasta entonces las quejas venían de las salas de cine. Al fin y al cabo, a la industria le daba igual que su producto se consumiera en un formato u otro mientras diera dinero, pero entonces… ay, vino la revolución digital, la facilidad para copiar y transmitir datos sin perder calidad y surgió el mantra favorito de nuestros tiempos: el cine está en crisis por culpa de la piratería. Si los espectadores no van al cine la culpa no es de la calidad de la película ni de los altos precios sino de los espectadores, que se dedican a buscar películas gratis y a copiarlas y a pasárselas de mano en mano. Aparece así el malo oficial: el pirata informático. Pero la industria haría bien en recordar sus propios orígenes antes de acusar a nadie, ya que si Hollywood es la gran sede del cine no es por casualidad sino por la piratería cinematográfica de hace más de un siglo.

La industria del cine no se estableció en Hollywood porque sí ni de buenas a primeras. Al principio se concentró en Fort Lee (Nueva Jersey) muy cerca de Nueva York. Había un buen motivo puesto que en Nueva York estaba Edison, que tenía los mejores equipos, aunque estaban sujetos a patente. Edison era tan aficionado a los litigios como cualquier otro industrial que tenga una posición dominante y en este caso quien quería rodar tenía que usar sus aparatos o verse sometido a un caro proceso judicial. Finalmente los principales estudios se unieron a Edison en un trust, conocido como Patens, pero la industria del cine era más que los grandes estudios con sede en Fort Lee…

Los cineastas independientes eran el verdadero problema para los grandes estudios y la amenaza contra la que se habían unido. Ahora ya no peleaban entre ellos pero sus abogados seguían acosando a los independientes, que difícilmente podían acceder a material de calidad y no tenían empacho en emplear cámaras piratas. Pero no sólo había abogados en la pelea. De pronto, en mitad de un rodaje, podían aparecer unos matones que destrozaban el material, disparaban a las cámaras para inutilizarlas y desaparecían. Los independientes contraatacaron usando las mismas armas y, como entre ellos también había discrepancias, pronto todo el mundo estaba en guerra.

No sólo se pirateaban las cámaras. Las películas también, y eso que no había medios digitales. Pero podía ocurrir que una misma copia de la película se proyectara en dos cines, así que según terminaba de proyectarse el primer rollo en el cine A, un ciclista salía disparado con él hacia el cine B… haciendo a veces una parada por el camino en un laboratorio clandestino donde se copiaba la cinta a toda prisa. El ambiente era cada vez más irrespirable y algunos independientes empezaron a pensar en cambiar de aires.

California parecía un sitio ideal. Muy lejos de Nueva York y por tanto de Edison y de la Patens, con un clima privilegiado que aseguraba muchas horas de luz natural al año (por entonces sólo se rodaba de día) y con todos los exteriores que uno pudiera desear en las cercanías. Hacia 1911 se empezaron a mudar cineastas allí, que acabarían por concentrarse en un pequeño municipio cercano a Los Ángeles: Hollywood.

Ya en 1914 Cecil B. De Mille rodaba todo un largometraje en California: The squaw man, aunque el temor a la Patens aún subsistía, y no es de extrañar, porque también muchos estudios miembros del trust habían empezado a rodar allí. The squaw man es un caso interesante porque se dijo que se habían localizado exteriores en varios estados de la Unión, pero en realidad era un truco publicitario. De Mille había aprovechado al máximo las posibilidades de su sede hollywoodense y daba igual que en la película apareciera un puerto de mar, una estación de tren, una montaña cubierta de nieve, el desierto o una pradera, todos ellos presentes en su largometraje: todos los exteriores estaban a una distancia accesible en automóvil desde Hollywood.

En 1915 un tribunal dictaminó que la Patens era un trust ilegal, por lo que tuvo que disolverse, de manera que los considerados como piratas por la gran industria conseguían a la postre un triunfo en toda regla. A efectos de localización la desaparición del trust no cambió nada. El cine norteamericano había encontrado su sede ideal en California y allí sigue en la actualidad. Con el paso del tiempo, algunos de aquellos independientes que habían huido del acoso de la gran industria consiguieron catar el éxito, se hicieron grandes… y hoy sus herederos acusan a quienes buscan medios de distribución alternativos de piratería y promueven grandes procesos contra ellos mientras los servidores que alojan películas vagan de país en país o se establecen en ese territorio virtual conocido como la nube.

La historia, en cierto modo, se repite y probablemente dentro de 100 años alguien ruede una película sobre las vicisitudes de los distribuidores independientes que huían del acoso de la gran industria cinematográfica. Es más, apostaría una buena cena en el mejor restaurante del Sistema Solar a que dicha película se descargará por telepatía mientras los dueños de la distribución informática tradicional promoverán grandes procesos contra las descargas telepáticas por asfixiar a una industria intachable. Lástima que la esperanza de vida actual no me permita albergar posibilidades de verlo, porque estoy seguro de que ganaría la cena. En cualquier caso y por si la medicina avanza lo suficiente en ese tiempo, ¿alguien se anima a aceptar la apuesta? Sólo hay que aguantar hasta 2114 para comprobar quién gana.

 

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