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El hijo adoptivo de Sisigambis

23 domingo Abr 2017

Posted by ibadomar in Historia

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Alejandro Magno, Antigüedad, Arte, Batalla de Gaugamela, Batalla de Issos, Charles Le Brun, Darío III, Hefestión, Historia, Roxana, Sisigambis, Veronese

Pensaba yo hace unos días en que tenía que actualizar el blog y dudaba entre escribir sobre la peligrosidad de las baterías de litio en la bodega de carga de un avión o sobre la campaña contra el gobierno de Antonio Maura en 1909. ¿Artículo de seguridad aérea o artículo de Historia? Cuando se tiene una duda así no hay más que dos posibilidades racionales: o se tira una moneda al aire para elegir una opción o se escoge una tercera que no tenga nada que ver con las anteriores. Por eso, como hace tiempo que no comento ninguna obra de arte, aprovecharé para mencionar una que introduce una historia peculiar. Se trata de «La familia de Darío ante Alejandro», cuadro de Paolo Veronese.

Es una obra del siglo XVI y eso se nota en la vestimenta de los personajes, que no se corresponde con lo que sería de esperar en la realeza persa y los generales macedonios del siglo IV antes de Cristo. Pero Veronese no pretendía dar una lección de Historia sino ilustrar una anécdota famosa, tanto que no sería la primera ni la última vez que un artista se ocupaba de ella. Conozco al menos otras cuatro versiones pictóricas de este momento. Como ejemplo, veamos una de Charles Le Brun, pintada 100 años después de la de Veronese.

En los dos casos la idea está clara: un grupo de mujeres se arrodilla ante dos hombres vestidos casi igual. Y ahí está la anécdota: se estaban arrodillando ante la persona equivocada. Pero será mejor que vayamos por partes y contemos quiénes son los protagonistas de nuestro artículo de hoy.

Alejandro Magno no necesita presentación, pero su compañero Hefestión no es tan conocido. Baste decir que era uno de sus generales, su principal hombre de confianza, amigo y, según algunas fuentes, amante. En cuanto a las mujeres que se arrodillan ante los macedonios, la más anciana es Sisigambis, madre de Darío III, rey de Persia. Le siguen Estatira, esposa de Darío, y dos hijas del rey. También está el hijo de Darío, aún un niño. Si se humillan ante los macedonios es por la costumbre persa de hacerlo ante los reyes, y en este caso no estaba de más suplicar clemencia y agradecer la que ya habían recibido, puesto que eran prisioneras de Alejandro desde la batalla de Iso o Issos, que tuvo lugar el día anterior a la escena representada en los cuadros.

Era noviembre del año 333 antes de Cristo. Alejandro Magno, decidido a hacerse con el dominio del Imperio Persa, se había enfrentado en Issos al ejército comandado en persona por Darío III. La ventaja numérica estaba del lado persa, pero en la guerra el número de soldados no importa tanto como la forma en que están armados y dirigidos y en aquella época el ejército macedonio además de ser el mejor del mundo contaba con Alejandro al frente. En un momento de la batalla, Alejandro, al frente de la caballería, cargó directamente contra la posición que ocupaba Darío. El persa flaqueó y huyó en su carro, poniendo fin a la batalla, puesto que su ejército la dio por perdida al ver escapar a su general. Alejandro no logró alcanzar a Darío, pero sí pudo hacerse con el carro, el manto y las armas del persa, que éste había abandonado para proseguir su huida a caballo.

Con la victoria llegó el botín. La corte persa era célebre por su riqueza, al contrario que la realeza macedonia, de modo que Alejandro, a la vista de los tesoros que guardaba la tienda de Darío pudo exclamar «así que esto es lo que significa ser rey». Aquella noche celebró el éxito con sus generales cenando en la vajilla de oro del monarca persa, pero oyó llantos y gemidos cercanos y preguntó qué ocurría. Era la familia de Darío, que había acompañado al rey a la batalla y que ahora, al ver su carro y su manto, lo daban por muerto.

Alejandro era un hombre poco común, especialmente para su época: su liderazgo se basaba en el ejemplo (ya lo vimos en otro artículo) y no abusaba de su poder con los vencidos. Al contrario, su clemencia y magnanimidad se harían célebres. En esta ocasión envió a un oficial para que tranquilizara a la familia de Darío, les explicara que éste seguía con vida y que podían contar con su protección. Al día siguiente, Alejandro, acompañado de Hefestión, acudió a visitar a sus ilustres cautivos, que vieron por primera vez a su vencedor, pero… ¿cuál de los dos hombres era?

Sólo el choque cultural explica la confusión que siguió. Entre los persas la realeza no sólo era rica y ostentosa: también era imponente. Se esperaba de un rey que tuviera buena presencia, empezando por su estatura (el propio Darío medía cerca de dos metros), pero Alejandro por el contrario era un hombre delgado y más bajo que su acompañante Hefestión, al parecer un hombre apuesto y de buena figura. La reina madre, Sisigambis, siguiendo la costumbre persa, se postró sin dudar a los pies de quien ella suponía era el vencedor de su hijo y se encontró con que éste, desconcertado, daba un paso atrás. Sisigambis, cuando sus sirvientes le indicaron su error, quiso repetir el gesto ante el verdadero Alejandro, pero éste le ayudó a ponerse en pie al instante con una frase que, una vez que se la tradujeron, desconcertó a la anciana persa: «No te apures, madre, no te has equivocado. Él también es Alejandro«.

Es curioso que entre ambos, Alejandro y Sisigambis, se desarrollara rápidamente una gran simpatía mutua, teniendo en cuenta sus diferencias culturales. No fue el del primer día el último de los malentendidos que tuvieron: cuando Alejandro quiso hacer un regalo a su prisionera no pensó en nada mejor que un juego de labor con hilos de colores, recordando que las mujeres macedonias, por muy nobles que fueran, gustaban de entretenerse tejiendo y bordando. Para Sisigambis, sin embargo, el ver a quien aseguraba ser su protector entregándole unos instrumentos propios de una sirvienta o, peor aún, de una esclava fue un impacto. Alejandro, viendo su desconcierto, preguntó que ocurría, comprendió el malentendido y pidió disculpas.

Dos años después, en el año 331 antes de Cristo, Alejandro y Darío volvieron a enfrentarse, esta vez en Gaugamela. Una vez más la ventaja numérica era persa y una vez más Alejandro hizo huir a su rival. Tras la batalla, Darío apenas conservaba un pequeño ejército y ya no tuvo ocasión de reclutar otro porque fue asesinado por uno de sus sátrapas. Alejandro, que habría preferido capturarlo con vida, envió el cadáver a Persépolis para que Sisigambis organizara las honras fúnebres correspondientes a su rango.

Es extraño el destino de Sisigambis: sobrevivió a la derrota de su hijo y también a su muerte, pero no sobrevivió a la de Alejandro. Éste murió en el año 323 antes de Cristo. Al conocer la noticia, Sisigambis se encerró en sus habitaciones y se negó a comer hasta que le sobrevino la muerte, cuatro o cinco días después.

Esta historia, como todas las de la Antigüedad, hay que tomarla con precaución. No sólo por la costumbre de los historiadores de la época de embellecer sus relatos, también por las diferencias culturales: puede que Sisigambis, viendo muerto a su protector, esperara verse asesinada de un momento a otro. No tendría nada de extraño, puesto que su hija, que se había casado con Alejandro, murió asesinada por Roxana, otra esposa del macedonio, que no quería competencia para su propio hijo.

En cualquier caso la relación de Alejandro con Sisigambis fue más allá de la mera diplomacia. Las fuentes coinciden en la mutua simpatía y el buen entendimiento entre ambos. No deja de ser llamativo y otra muestra más del peculiar carácter de Alejandro, un hombre que daba ejemplo a sus soldados siendo el primero en la línea de batalla, que se comportaba con moderación en la victoria sin abusar de su posición de fuerza y que respetaba a los vencidos. En una época en la que se podía arrasar tranquilamente una ciudad tras pasar a cuchillo a sus habitantes varones y vender a las mujeres y niños como esclavos sin que nadie moviera una ceja, la personalidad de Alejandro resulta especialmente llamativa. No hubo nadie como él y la prueba fue el desmembramiento de su imperio tras su muerte. Pera esa historia la contaré otro día.

 

 

 

 

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Ambiciones pírricas

02 lunes Sep 2013

Posted by ibadomar in Historia

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Alejandro Magno, Antigüedad, Cartago, Epiro, Historia, Pirro, Roma, Sicilia, Siracusa, Tarento

Si hay algo que caracteriza al ser humano es que no sabe estarse quieto. Es raro encontrar a alguien que se dé por satisfecho con lo que ya ha conseguido y que no busque ir un paso más allá. Lo podemos llamar ambición, afán de progreso o simplemente inquietud y se da en grado sumo en determinadas figuras de la Historia que parecen estar siempre al acecho de la gloria. Algunos son afortunados, como Alejandro Magno, que no tenía bastante con Macedonia y se lanzó incansable, siempre hacia adelante, siempre más lejos, en una carrera que le llevaría a dominar medio mundo. Otros tienen menos suerte, como por ejemplo un pariente de Alejandro: Pirro, rey del Epiro.

El Epiro es una región montañosa que se Pirroencuentra entre el noroeste de Grecia y el sur de Albania. Era un territorio apartado, que no tuvo protagonismo en la historia de Grecia. Hasta el siglo IV antes de Cristo no podemos decir demasiado de este reino, salvo que contó con una hija ilustre: Olimpia, madre de Alejandro Magno. Pero en el siglo III aparecería alguien que daría mucho que hablar: el hombre cuyo busto, que se conserva en el museo arqueológico de Nápoles, vemos en la foto. Pirro.

Corría el año 280 a.C. cuando las cosas estaban muy tensas en la Italia meridional. Roma, hasta entonces una ciudad estado como otra cualquiera, se había impuesto a sus vecinos etruscos, latinos y samnitas. Había sido una guerra larga y azarosa, pero ahora los romanos dominaban la Italia central y tenían acceso al Adriático. El sur de Italia y Sicilia, entretanto, estaba cuajado de colonias griegas que se habían ido convirtiendo en florecientes ciudades. Por algo a la región se le llamaba la Magna Grecia.

Roman_conquest_of_ItalyMapa tomado de Wikipedia

Era frecuente que una potencia militar recibiera peticiones de ayuda de alguna ciudad que estuviera en guerra con un tercero, y también era frecuente que las ciudades griegas se vieran enfrentadas con ciudades vecinas, a menudo griegas también. A raíz de una de esas peticiones, Roma, convertida ahora en la potencia dominante en la región, se encontró enfrentada a Tarento. Los tarentinos a su vez contactaron con Pirro, que estaba deseando emprender en Occidente campañas similares a las que cuarenta y tantos años antes había llevado a cabo Alejandro en Oriente. Y así fue como en el 280 a.C. Pirro y su ejército desembarcaron en Italia en apoyo de los tarentinos.

Pero nada más bajar del barco comenzaron las sorpresas: Tarento había prometido un ejército numeroso para enfrentarse a Roma, pero ese ejército no existía y Pirro se vio obligado a reclutar y entrenar a ciudadanos tarentinos, que empezaron a mirar a su aliado más como a un tirano que como a un libertador. Cuando al fin se libró una batalla en Heraclea contra las regiones romanas la victoria cayó del lado del rey epirota, gracias entre otras cosas a los elefantes, que causaron terror entre unos romanos que nunca habían visto nada igual. Aun así las pérdidas de Pirro fueron enormes y le llevaron a decir: “otra victoria como ésta y estoy perdido”. Por esto a las victorias conseguidas con grandes pérdidas y que dejan al vencedor en posición peor que la del vencido se las conoce como victorias pírricas.

Por el momento Pirro parecía el ganador, aunque no tuviera fuerzas suficientes para marchar con seguridad sobre Roma, por lo que decidió entablar negociaciones de paz sobre lo que parecía una posición de fuerza. Los romanos relataban, quizás exagerando, que el Senado estaba dispuesto a pactar hasta que el anciano Apio Claudio el ciego hizo un elocuente discurso sobre la ignominia de hacer tratos con un enemigo que estaba presente en la misma Italia. El caso es que Pirro no consiguió el tratado de paz, y tenía dos buenas razones para llegar a ella: había comprobado que no podía confiar en los tarentinos y le llegaban noticias de que la rica ciudad de Siracusa, en Sicilia, le pedía ayuda contra los cartagineses.

Tras otra batalla y otra victoria pírrica (en todos los sentidos) parecía que los romanos podrían avenirse a negociar. Pero justo en ese momento llegó a Roma una embajada cartaginesa prometiendo ayuda contra Pirro y la posibilidad de usar su flota para el transporte de tropas romanas. Cartago pretendía así tener las manos libres en Sicilia, con Pirro ocupado en la península, mientras que Roma podía disponer de una flota que emplear contra Tarento.

Aun así, Pirro dejó un ejército en Tarento y embarcó para Sicilia, donde logró unir a todos los griegos en la lucha contra Cartago. Estuvo a punto de expulsar a los cartagineses de la isla, pero el rigor con el que llevaba las operaciones bélicas le enemistó con las ciudades griegas, que empezaron a tener de él la misma imagen de tirano que le habían adjudicado en Tarento. Algunas de estas ciudades rompieron la alianza e incluso pidieron apoyo a Cartago contra Pirro, que al final se vio dominando únicamente Siracusa. En el año 275 a.C. decidió volver a la Península Itálica y allí se enfrentó una vez más a los romanos cerca de un lugar llamado Maleventum. Esta vez los romanos no se dejaron aterrorizar por los elefantes; al contrario, lograron espantarlos de tal modo que hicieron estragos entre las filas del propio Pirro. Los romanos, entusiasmados por la victoria, le cambiaron el nombre al pueblo, que pasó a llamarse Beneventum, mientras que Pirro, derrotado, tuvo que volver a Epiro.

El resultado fue que Roma pasó a ser dueña también de la Italia meridional mientras que Cartago se afianzaba en Sicilia. Las dos potencias, hasta entonces unidas por diversos tratados, quedaban ahora frente a frente. Pirro sabía que la alianza entre ambas no podía durar y por eso, cuando abandonó Sicilia dijo: “Ahí dejo un buen campo de batalla para romanos y cartagineses”. No se equivocaba.

Si Pirro hubiese logrado su propósito habría pasado a la Historia como el Alejandro de Occidente, porque su ambición no se detenía en ayudar a Tarento contra una potencia emergente como era Roma. Cuenta Plutarco que, cuando Pirro preparaba la expedición, su colaborador Cineas le dijo :

-Dicen que los romanos son buenos guerreros y han vencido a muchos pueblos belicosos, ¿qué sacaremos si logramos la victoria?

-Si vencemos a los romanos –contestó Pirro- no habrá fuerza en Italia capaz de oponérsenos y la dominaremos por entero.

 -Y una vez tomada Italia –prosiguió Cineas- ¿qué haremos?

-Con Italia en nuestras manos –respondió Pirro- será fácil adueñarse de Sicilia, cuyas ciudades son débiles y en las que impera la anarquía.

-¿Entonces el fin de nuestra expedición es tomar Sicilia?

-Con Italia y Sicilia, ¿qué nos impedirá adueñarnos de Cartago?. Agatocles, siendo un fugitivo, estuvo cerca de vencer a los cartagineses. A nosotros no nos resistirían –razonó Pirro- y hecho eso, ¿quién de los enemigos que hemos tenido hasta ahora podría resistirnos?

-Comprendo, a continuación caería Macedonia y posteriormente toda Grecia quedaría bajo nuestro control, pero ¿qué haríamos después? –insistió Cineas.

-Entonces –rió Pirro- podremos descansar, dedicarnos a los festines y charlar de nuestras hazañas.

-¿Y qué nos impide –concluyó Cineas- dedicarnos ahora a esos mismos festines y a charlar sin necesidad de pasar por todos esos trabajos y peligros y provocar tanto derramamiento de sangre?.

Pero Pirro no escuchó aquellas razones y tampoco logró ser el Alejandro de Occidente. Quedó retratado para siempre como un gran jefe militar, muy hábil en la batalla, pero indeciso en cuanto a sus objetivos estratégicos. El elocuente Cineas, que siempre estuvo a su lado como embajador, quizás se habría sorprendido de conocer esa valoración, pero es casi seguro que sonríe en su tumba cada vez que alguien habla de una victoria pírrica.

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Sun Tzu contra Alejandro Magno.

17 jueves Nov 2011

Posted by ibadomar in Historia, Literatura

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Alejandro Magno, Historia, Liderazgo, Literatura, Sun Tzu

No sé en qué momento se puso de moda hablar de Sun Tzu, pero creo que  a estas alturas casi nadie desconoce el nombre del autor de El arte de la guerra, que vivió en China hacia el siglo V o VI antes de Cristo. Resulta curioso que su libro sea conocido por personas que no son estudiosos de la estrategia militar ni historiadores especializados en temas bélicos, pero resulta más sorprendente todavía que muchos de quienes leen el libro lo hagan buscando enseñanzas que aplicar en la vida cotidiana. Por esa manía que tenemos los humanos de poner ejemplos y hablar en parábolas, a alguien se le ocurrió trazar un paralelismo entre el ejército y la empresa: la competencia, los trabajadores y los gestores podían representarse por ejércitos enemigos, soldados y oficiales.

Creo que la idea de adaptar a un pensador militar de hace 2.500 años a la empresa de hoy surgió en Japón, aunque no puedo garantizarlo. Es verosímil que así fuera: un europeo posiblemente habría adaptado a los más cercanos Clausewitz o Liddell-Hart, aunque hay que reconocer que Sun Tzu es mucho más fácil de leer. Fuere como fuere, hoy un gerente puede decir que ha leído a Sun Tzu como si eso garantizara algo sobre su capacidad para dirigir una empresa. A lo mejor porque confía en que su interlocutor sólo conozca al teórico militar chino por el nombre.

Yo sí he leído El arte de la guerra y, francamente, no le encuentro nada de especial. Es un compendio de anotaciones en las que predomina en general el sentido común. Una de esas obras que nos dicen lo que de alguna forma ya intuíamos, pero puesto sistemáticamente por escrito, cosa que tiene mucho mérito. Pero utilizarlo como guía para dirigir una empresa es como emplear las máximas futbolísticas de José Antonio Camacho o Vicente del Bosque, por poner un ejemplo. Sólo que no me imagino a nadie presumiendo de esto último, mientras que sobre Sun Tzu y el mundo empresarial se han llegado a escribir libros. Lo sé porque he tenido uno en las manos.

Fue hace años, en una librería de Barcelona. Recuerdo que lo hojeé en busca de comentarios a un párrafo de El arte de la guerra que me parece muy desacertado. Figura en el capítulo XI y en él Sun Tzu dice literalmente «Sitúa a tus tropas en un punto que no tenga salida, de manera que tengan que morir antes de poder escapar. Porque, ¿ante la posibilidad de la muerte, qué no estarán dispuestas a hacer? Los guerreros dan entonces lo mejor de sus fuerzas.» Hasta donde yo recuerdo todos los grandes capitanes de la Historia, de César a Napoleón, de El Cid a Rommel se han distinguido por cuidar de sus hombres y conseguir que se identificaran con su general. El mismo Sun Tzu, en el capítulo X parece contradecir lo anterior, puesto que aconseja: «Mira por tus soldados como miras por un recién nacido.» ¿Qué tendría que decir sobre el particular aquel libro que yo tenía en mis manos y que trataba sobre las enseñanzas de Sun Tzu aplicadas a la empresa?

La respuesta era descorazonadora. El autor había leído al parecer sólo el párrafo del capítulo XI y había pasado por alto el capítulo X, porque recomendaba tener a los empleados en una situación de presión constante en la que teman por su empleo y así busquen desesperadamente ser productivos. Al parecer no se considera la opción de desertar y pasarse al enemigo, mucho más simple que la de dejarse la piel por alguien que te desprecia.

Y aquí es donde vamos con los ejemplos prácticos. Porque los grandes generales de la Historia se han distinguido por no pedir nunca a sus soldados que hicieran algo que ellos mismos no fueran capaces de hacer. Alejandro Magno es un gran ejemplo, puesto que nunca se escondió a la hora de la batalla: cuentan de él que resultó herido grave porque al ver a sus hombres flaquear se lanzó el primero al asalto de las murallas de una ciudad.

Sobre Alejandro se narra una anécdota, quizás apócrifa, que dice mucho sobre cómo ganaba su carisma entre las tropas: al parecer su ejército debía vadear un río que bajaba lo bastante crecido y con el agua lo suficientemente fría como para pensárselo dos veces antes de arriesgarse a cruzarlo. Sin vacilar, Alejandro se metió el primero en el río, así que sus generales no tuvieron más remedio que seguir su ejemplo y, tras ellos, todo el ejército. En medio de todas aquellas penalidades, luchando contra la corriente y el frío, Alejandro se volvió hacia sus generales y exclamó «¿Os dais cuenta? ¿Veis las cosas que tengo que hacer para que me tengáis respeto?».

La moraleja de este largo artículo es que para quien tiene la responsabilidad de dirigir a otras personas hay dos formas de intentar sacar lo mejor de sus subordinados: acorralándoles o dando ejemplo. Impartir órdenes sustentadas en el miedo o dirigir apoyándose en el carisma. Por desgracia el autor del libro que hojeé en Barcelona había escogido la primera opción. Sólo espero que su obra no se estudie en las escuelas de dirección y administración de empresas por el bien de éstas y de sus trabajadores.

Y vosotros, mis escasos lectores, ¿qué experiencia tenéis? ¿Qué tipo de jefes habéis encontrado o qué tipo de jefe sois? ¿De la escuela de Alejandro o de la de los lectores de Sun Tzu? Yo, por desgracia, todavía no me he encontrado a ningún Alejandro en mi vida profesional.

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