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La Europa de los congresos

24 miércoles Jun 2015

Posted by ibadomar in Historia

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100 días, Cien mil hijos de San Luis, Congreso de Verona, Congreso de Viena, Francia, Historia, Luis XVIII, Metternich, Napoleón, ONU, Pío VII, Santa Alianza, Siglo XIX, Sociedad de Naciones, Waterloo

Hace casi dos meses que no actualizo el blog y eso me tiene a mal vivir. La culpa la comparten lo ajetreado de mi vida y mi manía de ser meticuloso, porque yo no puedo simplemente sentarme a escribir lo primero que me venga a la cabeza, no. Lo hago mucho más complicado: se me ocurre un tema, pienso cómo desarrollarlo, me documento en un par de libros, consulto varias fuentes más por internet y finalmente me siento a escribir. La ventaja es que los artículos salen bastante apañados (o eso creo), pero a cambio hace falta encontrar tiempo y energía para iniciar el proceso.

Y no será por falta de temas interesantes. Este año tengo de sobra sólo con las efemérides: 75 aniversario de la batalla de Inglaterra, 70 de la bomba de Hiroshima y del fin de la Segunda Guerra Mundial, centenario de la batalla de Ypres, en la que se emplearon armas químicas por primera vez (aunque sobre eso ya escribí), bicentenario de Waterloo… sólo hay que escoger.

Y ya que he mencionado Waterloo, éste puede ser un buen punto de partida. La batalla que se libró allí es muy conocida por ser la última que dirigió Napoleón, pero donde realmente quedaron reflejadas las consecuencias de su derrota fue en la ordenación europea que se impuso a continuación. La Revolución Francesa había supuesto una gran conmoción y las guerras napoleónicas habían sido la consecuencia inmediata. Derrotado Napoleón, sus vencedores se aprestaron a definir lo que ahora llamaríamos un «nuevo orden mundial».

El congreso de Viena, que fue la ciudad donde se reunieron los representantes de las potencias europeas, comenzó un año antes de Waterloo, en 1814. Napoleón, derrotado por primera vez, había sido enviado al exilio para que gobernara la pequeña isla de Elba, Luis XVIII ocupaba el trono de Francia como monarca absoluto y Europa parecía regresar a la situación anterior a la Revolución de 1879. Francia salía bien parada de la experiencia, puesto que no se le exigían indemnizaciones de guerra (al fin y al cabo, desde el punto de vista absolutista, el país había sido dirigido por un usurpador desde 1792 y sólo ahora volvía a la normalidad con el legítimo heredero del guillotinado Luis XVI). Es más, la restaurada monarquía francesa ganaba algo de territorio con respecto a las fronteras de 1792. Pero entonces las cosas se torcieron porque Bonaparte no estaba tan vencido como se pensaba.

Napoléon abandonó Elba y desembarcó en Francia en marzo de 1815 para comenzar el periodo que se llamaría de los 100 días y que terminaría con su derrota definitiva en Waterloo. Las reuniones de Viena siguieron adelante, no obstante y el congreso terminó apenas nueve días después de la batalla, pero Francia ya no saldría tan bien librada: esta vez le tocaba pagar 700 millones de francos y sufrir una ocupación militar temporal. En cualquier caso es curioso que Francia, pese a ser la nación derrotada, fuera una de las potencias participantes en aquellas reuniones, en las que se determinaba el destino de Europa, junto a Inglaterra, Rusia, Austria y Prusia. Sólo para algunos asuntos participaron Suecia, España y Portugal.

Del congreso salieron resoluciones de todo tipo, entre ellas un nuevo mapa de Europa; pero lo más interesante posiblemente sea que por primera vez los reunidos consideraron la renuncia a la guerra como forma de resolver los conflictos entre ellos. En su lugar, para tratar las disputas internacionales, debían reunirse en congresos como aquél que estaban celebrando. Como el mundo no se limitaba a las cinco naciones que estaban discutiendo en Viena, había que decidir qué se hacía en caso de que un país pareciera amenazar la estabilidad del sistema que se estaba creando y por ello se consideró lícita la intervención militar para restaurar a un soberano depuesto en un tercer país.

Sobre los monarcas, precisamente, versaba un punto interesante. Tras la derrota de Napoleón, el absolutismo vuelve con energías renovadas y por ello se impone el punto de vista de que la soberanía reside en el rey, cuyo poder tiene origen divino y no debe estar limitado por una constitución. Esto desembocó en la creación de la denominada Santa Alianza, formada por Austria, Rusia y Prusia. Con este nombre denominaron un acuerdo de solidaridad entre los monarcas absolutos, cuya relación con la divinidad quedaba sellada al invocar en su creación a la Santísima Trinidad. La idea, que no deja de tener su lógica en un momento de reacción absolutista, surgió de Alejandro I de Rusia, pero el pacto creó dudas incluso entre sus firmantes, como lo demuestra que el ministro de Exteriores austriaco, Metternich, introdujo modificaciones para rebajar un poco su tono y tranquilizar a Turquía, que temía que se estuviera preparando una nueva Cruzada. Tampoco entre los británicos, de larga tradición parlamentaria, despertaba entusiasmo aquel acuerdo, al que no se incorporaron. Incluso el papa Pío VII lo criticó como no representativo de la verdadera religión, por mucho que la Alianza se autoproclamara como Santa.

El de Viena fue el primero de una serie de congresos en los que las cinco grandes potencias (Austria, Prusia, Rusia, Gran Bretaña y Francia) se reunieron para tratar distintos asuntos. Le siguieron Aquisgrán (1818), Troppau (1820), Laibach (1821) y Verona (1822). En este último Francia consiguió la aprobacion a la intervención del ejército de los Cien Mil hijos de San Luis en España para restaurar el absolutismo tras un paréntesis constitucional de tres años, asunto que ya mencioné en otro artículo. Pero con el congreso de Verona termina esta época de conferencias multilaterales, al no conseguirse la aprobación de Gran Bretaña para la intervención en España.

El sistema de congresos tuvo por tanto una duración muy corta. Sin embargo, el congreso de Viena, con su intención de crear un foro de potencias que desplazara a la guerra como árbitro de los conflictos entre naciones, fue un precedente de lo que serían la Sociedad de Naciones (creada tras la Primera Guerra Mundial) y la ONU (surgida tras la Segunda). Parece que cada vez que Europa sufre una guerra generalizada surge la pretensión de crear organismos que resuelvan conflictos internacionales sin recurrir a la violencia. El primer intento surgió hace 200 años y resultó tan fallido como sería el segundo; pero desde que se inició el tercero llevamos 70 años de paz en Europa salvo conflictos muy localizados. ¿Será verdad que a la tercera va la vencida?

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Las tres vidas de la Pepa.

05 lunes Mar 2012

Posted by ibadomar in Historia

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Bayona, Carlos IV, Constitucion, Eguía, Elío, Fernando VII, Godoy, Historia, Isabel II, José Bonaparte, Luis XVIII, María Cristina, Napoleón, Riego, Santa Alianza, Siglo XIX, Sublevación de La Granja

Se cumplen por estas fechas 200 años de la aprobación de la primera constitución española. La fecha exacta de su promulgación fue el 19 de marzo de 1812 y por ese motivo, por ver la luz en el día de San José, esta constitución fue conocida popularmente como La Pepa. Su existencia fue muy accidentada y sería posible tomarla, en la línea de otro artículo de este mismo blog, como un intento fracasado de transición; en este caso desde el absolutismo hacia un sistema liberal.

En realidad, la Constitución de 1812 podría considerarse, no como la primera, sino como la segunda constitución española, puesto que ya en julio de 1808 se había aprobado la denominada Constitución de Bayona, que juró el rey José I Bonaparte. Esta constitución, una Carta Otorgada elaborada a instancias de Napoléon, no se suele tener en cuenta cuando se estudia la historia constitucional española por razones obvias, pero sin embargo no dejaba de ser un texto legal; en cierto sentido más legítimo que el surgido de las Cortes de Cádiz, pese a que éste era un texto elaborado por unas Cortes formadas por diputados electos. Y es que la situación que llevó al nacimiento de La Pepa no podía ser más irregular.

El origen fueron los acontecimientos de 1808. Durante las guerras napoleónicas Inglaterra, aprovechando su superioridad naval, imponía un bloqueo a los puertos controlados por los franceses. Al no poder responder con un bloqueo similar, Napoleón optó por el llamado bloqueo continental, prohibiendo el comercio con los puertos británicos. Estando toda Europa bajo el dominio francés un bloqueo así tendría que ser muy dañino para la economía inglesa, pero para que fuese totalmente efectivo se necesitaba que no hubiera ni un solo puerto en Europa que comerciara con los ingleses, incluyendo los de un país tradicionalmente aliado de Su Majestad británica: Portugal. Y para que un ejército francés pudiera obligar a Portugal a sumarse al bloqueo hacía falta pasar por territorio español.

Fue así como entraron las tropas de Napoleón en España, con el beneplácito de sus gobernantes, hacia los que Napoleón no sentía ningún aprecio sino más bien todo lo contrario. Sin embargo el Emperador se equivocaba al llevar sus prejuicios hasta el extremo de extender su desprecio al conjunto del pueblo español. Cierto que España estaba en franca decadencia, pero asumir que se trataba de un país sin energía, que podía ser manejado fácilmente mediante una fuerza de ocupación no demasiado numerosa se iba a revelar como un grave error, aunque no deja de ser cierto que el lamentable comportamiento de Carlos IV, su favorito Godoy y Fernando VII, daban pie a pensar que después de todo los españoles acogerían con agrado un cambio de régimen. Reunidos todos los actores del drama en Bayona, Napoleón consiguió que tanto Carlos IV como Fernando VII renunciaran a sus derechos y dejaran el destino de España en sus manos. Napoleón nombraría más tarde rey a su hermano José y presentaría a una pequeña asamblea de notables españoles la constitución que éstos aprobarían. Era un texto con algunos principios liberales, pero que mantenía en general una monarquía autoritaria.

En realidad la Constitución de Bayona nació muerta porque un par de meses antes de su publicación ya habían comenzado los levantamientos contra el ejército francés. Aparentemente la reacción contra los ocupantes no era legítima puesto que el propio rey había renunciado a sus derechos, pero los insurgentes no aceptaban como válidos los actos de un rey cautivo. La resistencia se organizó en Juntas y pronto hubo una Junta Central que intentaba coordinar los movimientos de resistencia. En estas Juntas hubo de todo: ilustrados reformistas, pero muy moderados, se mezclaban con exaltados liberales y con admiradores del ejemplo revolucionario francés que, sin embargo, no aceptaban la ocupación.

La guerra obligó a la Junta a trasladarse a Cádiz, ciudad liberal por excelencia y por eso fue allí donde se convocaron las Cortes que reunirían, con todas las dificultades que se puede suponer, a los diputados que elaborarían la constitución. El texto resultante fue un clásico de las constituciones liberales que consagraba cuestiones tales como la división de poderes, la libertad de imprenta o la abolición de la tortura. El texto, naturalmente, no resultaría del agrado de los absolutistas.

El destino de la Constitución  se decidió cuando, derrotado Napoleón, volvió Fernando VII a España. El apoyo a la Carta Magna no era unánime entre los diputados, ni mucho menos, y el rey no vio la necesidad de jurar un texto que ponía límites a su poder. Apoyándose en los absolutistas y con la participación de parte del ejército, dirigido por los generales Elío y Eguía, Fernando VII derogó la Constitución y ordenó detener a los diputados liberales. La actuación de Fernando no deja de cuadrar con el ambiente de una Europa que, tras el vendaval napoleónico, veía resurgir con fuerza el absolutismo y que al año siguiente albergaría el nacimiento de la Santa Alianza, firmada por las absolutistas Austria, Rusia y Prusia para apoyarse entre sí.

La Constitución había quedado anulada por la falta de consenso entre los propios españoles, que permitió que la situación se resolviera finalmente mediante un golpe militar. Pero esa misma división social permitió que seis años después el texto volviera a la vida, también mediante un golpe militar: el pronunciamiento de Riego el 1 de enero de 1820 al frente de un ejército de 15.000 soldados que estaban a punto de partir para América. Fernando VII se vio obligado a acatar la Constitución y jurarla el 9 de marzo de ese año. Queda para la Historia su frase: «marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional».

Marchó por esa senda, sí, pero no francamente. El experimento podría haber funcionado si entre los propios liberales no hubiera aparecido una enorme grieta entre los moderados y los exaltados, con altercados violentos a los que se sumaban las intentonas de insurrección absolutistas. Entretanto la Santa Alianza observaba los acontecimientos y se preparaba para una intervención que acabara con el régimen constitucional. Francia, recuperada para la causa absolutista bajo el gobierno de Luis XVIII, aportó la fuerza armada necesaria, el ejército llamado de los cien mil hijos de San Luis. La operación militar francesa comenzó en abril de 1823 y, para sorpresa general, apenas encontró resistencia. El país que diez años antes se había convertido en la peor pesadilla de un ejército de ocupación carecía ya de energía. Fernando VII volvió a gobernar de forma absoluta, desencadenando una represión más dura aún que la de 1814; tanto que las propias potencias de la Santa Alianza recomendarían moderación a Fernando.

La constitución había caído por segunda vez, pero aún volvería a estar vigente una vez más cuando en 1836, ya muerto Fernando VII y en plena guerra carlista y con las habituales tensiones entre distintas facciones políticas, la rebelión de los suboficiales de la guarnición del palacio de La Granja conocida como motín de los sargentos, obligó a la regente María Cristina a jurar el texto, que esta vez no sería derogado por métodos violentos sino por la entrada en vigor de una nueva constitución, la de 1837, que resulta ser una versión modificada de La Pepa. El nuevo texto sin embargo es más moderado, puesto que amplía el margen de actuación de la Corona, permitiéndole por ejemplo disolver las Cortes. Posiblemente el único punto en el que la constitución de 1837 es más liberal que la de 1812 es en la aconfesionalidad del Estado.

El resultado final es que España contó con su constitución, pero con 25 años de retraso. En 1812 la Constitución de Cádiz era un texto vanguardista, pero en 1837 ya había perdido su carácter pionero. Peor aún, en aquellos 25 años se había introducido el germen de la intervención militar en la vida política que haría que durante todo el reinado de Isabel II el método habitual de cambio de gobierno fuese el del golpe de estado, se había permitido una ocupación extranjera para acabar con un régimen constitucional y se había desencadenado una cruenta guerra civil. El país que con su flamante Constitución de 1812 parecía pionero en iniciar el camino que llevaba del Antiguo Régimen a una sociedad democrática, quedaba en el furgón de cola de la evolución hacia el mundo contemporáneo. Las consecuencias siguen siendo visibles 200 años más tarde.

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