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La maldición de Ypres

12 martes Nov 2013

Posted by ibadomar in Historia

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Cloro, Fosgeno, Gas mostaza, Guerra de Marruecos, Guerra química, Historia, Mussolini, Primera Guerra Mundial, Segunda Guerra Mundial, Ypres

Ya está aquí el 12 de noviembre y eso quiere decir que este blog está de cumpleaños. Hace hoy dos años que publiqué el primer artículo, que trataba sobre el final de la Primera Guerra Mundial. Un año más tarde, aprovechando el primer aniversario, escribí una entrada sobre el principio de dicha contienda, y así inauguré una tradición de forma inconsciente, puesto que no he tenido que pensar mucho para decidir el tema del artículo de hoy: estaría centrado en la Primera Guerra Mundial. Además no deja de ser un tema de actualidad ya que su aspecto más siniestro vuelve a aparecer en la cuestión del uso de armas químicas en Siria.

A la Primera Guerra Mundial no le faltaron novedades espeluznantes: fue la demostración a gran escala de hacia dónde se dirigía la guerra en la era industrial y así aparecieron armas novedosas tan representativas del mundo desarrollado como el carro de combate o el avión. En un mundo así la industria química no podía quedarse atrás y sus productos aparecieron pronto en la contienda. El 22 de abril de 1915 se empleaba por primera vez un gas asfixiante en el campo de batalla: cerca de Ypres los alemanes, con el viento a favor, abrieron las espitas de miles de barriles de cloro provocando una nube de color amarillo verdoso que provocó el pánico entre las tropas enemigas en cuanto los primeros soldados alcanzados empezaron a sentir que les ardía la garganta.

La paradoja es que el ataque alemán no sacó ventaja del devastador efecto de su arma sorpresa porque no habían previsto reservas suficientes para aprovechar el hueco que dejaron las tropas francesas al huir en masa ante un enemigo para el que no tenían defensa. Por otro lado, tampoco los soldados alemanes estaban demasiado entusiasmados ante la idea de avanzar hacia la nube venenosa que ellos mismos habían creado, de manera que el efecto más decisivo del empleo de cloro aquel día fue abrir la caja de Pandora: a partir de aquel momento todos los combatientes usarían armas químicas.

La forma de empleo, sin embargo, variaría sustancialmente. El uso de bidones de gas en primera línea era peligroso puesto que podían ser alcanzados por un proyectil enemigo y causar estragos en las propias filas. Además, el viento podía arrastrar el gas a lugares indeseados, de manera que se fue haciendo habitual emplearlo en proyectiles de artillería que podían dispararse directamente sobre el enemigo desde zonas seguras detrás de las propias líneas. Por su parte, el arsenal se fue completando gradualmente y al cloro se unió más tarde el fosgeno, que es también un compuesto de cloro (pese a lo que su nombre parece indicar, no contiene fósforo) que presenta la ventaja de ser incoloro y por tanto más difícil de detectar. Su olor a heno recién cortado lo hacía incluso agradable hasta que, pasadas unas cuantas horas, desvelaba su carácter letal. Precisamente la mayor parte de las muertes por gases venenosos durante la guerra se produjo por los efectos del fosgeno.

Si el fosgeno fue el más mortífero, el gas mostaza fue el más terrible, puesto que no era necesario inhalarlo para sufrir sus efectos: el gas ataca cualquier zona expuesta: conductos respiratorios, ojos, o simplemente la piel, provocando enormes ampollas. Un uniforme que hubiese absorbido gas mostaza podía causar lesiones muy graves y para colmo el gas era relativamente pesado, por lo que persistía pegado al terreno. Al principio se le conoció como iperita (del francés ypérite) porque se empleó por primera vez cerca de Ypres en julio de 1917. Otra vez Ypres, el carácter estático de la guerra en el frente occidental tenía estas cosas.

Cloro, fosgeno y gas mostaza fueron las armas químicas más empleadas durante la Primera Guerra Mundial, aunque no las únicas. Los estragos que causaban en sus víctimas provocaron el horror de quienes fueron testigos de sus efectos. Un buen ejemplo es el cuadro de los gaseados, del americano John Singer Sargent, que refleja la evacuación de afectados por el gas mostaza, y que se conserva en el Imperial War Museum de Londres.

GassedNo es de extrañar que desde su primer uso este tipo de armas adquiriera una reputación de sucias, infames y poco honorables. Esa pésima imagen las sigue acompañando hoy en día y pocas cosas suscitan tal rechazo como la noticia de que se han usado gases asfixiantes en un conflicto. Y ahí tenemos el ejemplo de Siria o de Irak en donde la presencia de armas químicas se ha esgrimido como casus belli.

Afortunadamente el uso de este tipo de armas ha sido raro después de la Primera Guerra Mundial. Ni siquiera en la Segunda se emplearon armas químicas en el campo de batalla aunque su recuerdo estaba presente y se distribuyeron máscaras antigás a los soldados y a la población civil de las ciudades en peligro de bombardeo, aunque su uso no fue necesario nunca en combate. Los soldados, sin embargo, encontraron alguna utilidad insospechada a las máscaras, como los dos británicos de la imagen, que las emplean para protegerse de las emanaciones de unas cebollas mientras trabajan en su servicio de cocina.

CebollasSe podría pensar que fueron los escrúpulos los que llevaron a abstenerse del empleo de gases en los campos de batalla, pero sería un error. La realidad es que si no se utilizaron fue por el temor a las represalias del enemigo. Por eso sería inexacto decir que no se han vuelto a utilizar. España, por ejemplo, las empleó en la guerra del Rif, aunque por aquel entonces aún no se había firmado el tratado de Ginebra para la prohibición de armas químicas y biológicas. Pero este tratado no impidió que la Italia de Mussolini empleara gases en Abisinia. El que se emplearan en guerras coloniales no es de extrañar puesto que el enemigo no tenía posibilidad de contraatacar por el mismo medio y por tanto no había disuasión posible.

Puede que sea eso lo más deprimente de esta cuestión. Los tratados, el horror por sus efectos, el rechazo generalizado… todo eso sirve para justificar sanciones o intervenciones militares, pero a la hora de decidir si se usan o no armas químicas, el argumento definitivo es el de si el adversario puede responder por el mismo medio. Si no se han empleado más a menudo no es por escrúpulos sino por temor y casi 100 años después de que se emplearan por primera vez han vuelto a ser portada, esta vez en Siria. En la actualidad, al menos, su empleo provoca una condena unánime y no la generalización de su uso, como ocurrió en 1915. Aunque poco, algo hemos avanzado.

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La transición fallida de 1875

13 viernes Ene 2012

Posted by ibadomar in Historia, Política

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Alfonso XII, Alfonso XIII, Amadeo de Saboya, Antonio Maura, Anual, Castelar, Cánovas, Guerra de Marruecos, Historia, Isabel II, Primera Guerra Mundial, Primera República, Restauración, Siglo XIX, Transición

No sé si todo el mundo percibiría lo mismo que yo, pero a mí me pareció que las elecciones generales del pasado 20 de noviembre se celebraban en un ambiente de desencanto. No creo que sea yo el único porque es sabido que los ciudadanos consideran que los políticos son una plaga para el país y uno de los lemas más celebrados del movimiento llamado 15M es «No nos representan». Las críticas se centran en las listas electorales cerradas y bloqueadas y el empleo de la Ley D’Hont, pero este sistema electoral no surgió por azar y para comprender su existencia hemos de retroceder a los años de la Transición.

Era un momento de incertidumbre, en el que los ciudadanos con derecho a voto iban a verse por primera vez con la posibilidad de participar en unas elecciones libres, pero ¿qué saldría de las urnas? En pleno cambio de modelo político, era deseable que el resultado no añadiera más inestabilidad de la que ya había, así que se optó por un modelo en el que los partidos políticos más grandes fuesen tutores del sistema electoral. Con unas listas cerradas y bloqueadas el ciudadano tenía poder de elección, pero no tanto como para provocar resultados de gran complejidad. Se quería evitar a toda costa una situación a la italiana, de gobiernos de poca duración, coaliciones complejas de hasta cinco partidos y gran peso del Partido Comunista. Recordemos que en plena guerra fría los partidos comunistas europeos estaban muy influidos, cuando no directamente manejados, por la Unión Soviética.

No parecía muy sensato llevar a un país recién salido de una larga dictadura militar marcadamente anticomunista a una situación de inestabilidad en la que la clave para sostener o derribar un gobierno la pudieran tener el Partido Comunista o una coalición precaria de partidos recientemente formados con unos diputados con mucho entusiasmo y ninguna experiencia. Un panorama demasiado tentador para una intentona totalitaria; así que se optó por un sistema democrático devaluado, en el que la ciudadanía opina, pero donde el poder real lo tienen los partidos políticos, que sitúan en el Parlamento a quien les conviene. ¿O alguien duda de que si un partido grande pone a alguien como número cinco en la lista por Madrid, esta persona obtendrá escaño aunque se trate de un completo desconocido sin mérito ni experiencia?

Puede que en 1978 esta solución fuese la menos mala, pero debería haberse tratado de un arreglo provisional, que se ha convertido en duradero porque los únicos que pueden cambiarlo son los grandes beneficiados. El sistema se enfrenta así a una crisis de credibilidad y a una progresiva parálisis. Algo que no era fácil prever en 1978… y eso que había precedentes.

El sistema de la Restauración.

En 1875 la situación era complicada. La caída de Isabel II en 1868 trajo una gran inestabilidad política. Cuando por fin se encontró a un rey adecuado en la persona de Amadeo de Saboya, éste fue tan mal recibido por casi todas las facciones políticas que renunció cuando apenas llevaba dos años de reinado; la Primera República tampoco trajo tranquilidad sino todo lo contrario puesto que a la guerra carlista se añadió el levantamiento cantonal. Finalmente el regreso de los Borbones, en la persona de Alfonso XII, sí inauguró un periodo de estabilidad bajo el sistema construido por Antonio Cánovas del Castillo, que conocemos como la Restauración.

El problema era similar al que existiría 100 años después: la falta de un electorado independiente. Castelar lo expresó con rotundidad: «No tenemos cuerpo electoral» y en el mismo sentido se manifestaban Alonso Martínez o el mismo Cánovas; así que se optó por un sistema en el que hubiera elecciones, pero sin que fuesen determinantes. El procedimiento era el contrario del habitual: el rey no nombraba como jefe de gobierno a quien más votos conseguía sino que la alternancia política ya estaba pactada de antemano y cuando un gobierno estaba desgastado el rey nombraba a un nuevo presidente, que disolvía las Cortes y convocaba unas elecciones en las que los resultados siempre le daban una mayoría cómoda. Para conseguir esto el fraude electoral era moneda corriente: caciquismo, pucherazos y el sistema del encasillado, por el que el ministro de Gobernación colocaba en las casillas correspondientes a cada distrito los nombres de aquellos candidatos que los partidos habían pactado que debían ser elegidos. Era un sistema corrupto, pero que consiguió una estabilidad que era muy necesaria, sin los clásicos pronunciamientos que habían marcado la política del siglo, y que inauguró una nueva época más próspera y en la que se avanzó en la modernidad. Si hubiese sido un sistema provisional que hubiese sido sustituido en unos años por otro realmente representativo podría haber constituido un acierto, pero se convirtió en un sistema duradero.

Cuando Alfonso XIII comenzó su reinado efectivo en 1902 el sistema ya empezaba a dar signos de parálisis. Tras la desaparición de sus primeros líderes, los dos grandes partidos estaban fragmentados en diferentes facciones, pero además el Ministerio de Gobernación ya no dominaba totalmente todos los distritos, sino que en muchos de ellos los caciques habían ganado tanta influencia como para renovar su escaño independientemente del gobierno en el poder. El deterioro del sistema dio algo de sentido a las elecciones, puesto que ya el Ministerio no dominaba completamente los resultados, pero la corrupción continuó en forma, por ejemplo, de compra de votos.

Hubo intentos de reforma, como la célebre «revolución desde arriba» de Antonio Maura o el proyecto de Canalejas, que pasaba por regenerar antes la sociedad al juzgar imposible la regeneración política sin un previo cambio cultural y social, pero ninguno de estos planes cuajó. A partir de 1913 en ambos partidos aparecieron ya no facciones, sino auténticas escisiones mientras surgían nuevas fuerzas políticas, que aumentaban la complejidad en un sistema pensado para dos únicos partidos.

A la complejidad política, con gobiernos efímeros de los que alguno llegó a durar apenas un mes, se añadía la social. La Primera Guerra Mundial causó una aparente prosperidad, al convertirse la neutral España en abastecedor de los contendientes, pero los grandes beneficios empresariales contrastaron con el descenso del nivel de vida de la clase obrera, al subir los precios mucho más que los salarios. El intento de Santiago Alba de introducir un impuesto sobre beneficios extraordinarios fracasó por la oposición de los sectores empresariales, principalmente vascos y catalanes, y sólo consiguió potenciar los sentimientos nacionalistas periféricos. Para remate, la guerra en Marruecos llevó al desastre de Anual en 1921.

El sistema que había puesto fin a los pronunciamientos militares cayó en 1923 por un golpe de Estado que no encontró oposición ni del gobierno ni del rey ni de la población. Es significativo que ni siquiera los partidos socialistas y republicanos protestaran. La falta de vitalidad de la democracia devaluada surgida de la Transición de 1875 moría víctima de su propia falta de credibilidad. ¿Cuánto le durará el crédito a la de 1978?

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