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Con los ojos del pasado

29 domingo Oct 2017

Posted by ibadomar in Arte, Historia

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Adriano, Agripa, Apolodoro de Damasco, Arquitectura, Arte, Historia, Maison Carrée, Nimes, Panini, Panteón, Renacimiento, Roma, Urbano VIII

Hace mucho que no escribo sobre Historia del Arte, a pesar de que es una parte fascinante del estudio de la Historia en general. En este campo es habitual que las fuentes mencionen obras de arte perdidas, cuya fragilidad no ha permitido que sobrevivieran al paso de los siglos ni a las vicisitudes de los acontecimientos. La pintura en Grecia y Roma, por ejemplo, fue un arte muy apreciado pero sus obras se han perdido casi por completo, mientras que la escultura, menos considerada en aquella época, ha sobrevivido en parte.

Por razones obvias, quedan bastantes ejemplos de obras arquitectónicas de la antigüedad, aunque a menudo estén en estado de ruina. Algunas veces el edificio se conserva bien porque sigue en uso, aunque pueda adoptar una función distinta, como es el caso del que hablaré hoy. Pero por muy bien conservado que esté un edificio, por desgracia no podemos verlo con los ojos de sus contemporáneos. Quien hoy entra en una catedral gótica no se queda asombrado por la altura del edificio, como sí lo hacían los hombres del siglo XII. Y quien visite el Panteón de Roma podrá admirar la amplitud de la sala y la altura de su cúpula, pero no quedará atónito como sí lo haría un hipotético turista del siglo II. Y de eso trata este artículo, de mirar el Panteón con los ojos de quien lo contemplaba por primera vez en la Roma del Alto Imperio.

Al entrar en él, se encuentra uno bajo una enorme cúpula semiesférica que alcanza los 43 metros de altura y en la que se abre un óculo de 9 metros de diámetro. La cúpula es el remate de una gran sala circular de 43 metros de diámetro, y no podía ser de otra manera en la época, ya que en el siglo II aún no se conocían las pechinas y por tanto a los arquitectos les era imposible hacer una cúpula circular sobre una sala cuadrada. El recinto es grandioso, de esos sitios que no se pueden describir con palabras, así que en su lugar pondré imagenes, obtenidas de Wikipedia, cómo no. La primera es una reproducción de una obra de Panini, pintor del siglo XVIII.

Es una buena imagen de la cúpula, que además nos permite ver el interior del Panteón con apenas dos o tres docenas de personas en el recinto, lo que es poco habitual porque suele estar abarrotado de turistas. Puede que la imagen no sea la más adecuada para apreciar bien la forma circular de la estancia, así que veamos el edificio en planta. Observamos, no sólo la forma circular de la estancia principal sino también la existencia de un pórtico en la entrada.

Creo que se aquí sí se ve perfectamente la forma. Al edificio se entra subiendo unos escalones que llevan a un pórtico de columnas. Si se sube por el centro de la escalinata se accede al templo directamente, pero en los laterales se encuentran unas exedras que originalmente albergaban una estatua de Agripa y otra de Augusto. Este pórtico es importante porque en él radica la gran novedad que constituye el Panteón. Los templos de planta circular no eran desconocidos en Roma, aunque utilizar una cúpula para cubrirlos sí era novedoso, pero lo interesante es precisamente la forma de entrar en el edificio. Para entender las implicaciones hay que ver cómo era un templo típico romano, como por ejemplo el que se conserva magníficamente en Nimes, la Maison Carrée.

Bonito, ¿verdad? Es un caso típico de templo romano: rectangular, construido sobre un podio y con un pórtico de columnas en la parte delantera, a la que se accede subiendo una escalinata. En realidad bastaría con quitar la parte principal del edificio, dejando sólo el pórtico, y poner en su lugar un gran tambor para obtener algo parecido al Panteón, y precisamente aquí está el truco. Para verlo bien, observemos una maqueta que pretende recrear el edificio en su entorno original.

Y aquí está la gracia: el Panteón estaba al final de una plaza rectangular y el cuerpo cilíndrico quedaba prácticamente oculto a la vista del visitante, que no tenía más remedio que avanzar de frente sin ver los laterales. Subía la escalera, entraba y… ¡sorpresa! el interior no era rectangular sino circular. Y enorme. Y cubierto con una cúpula inmensa. Y en la cúpula, aquella abertura cenital que lo hacía tan luminoso… Y sin embargo, por fuera parecía un templo normal y corriente, pero por dentro era algo nunca visto.

Toda una genialidad proyectada a principios del siglo II, seguramente por Apolodoro de Damasco, por orden de Adriano para sustituir al Panteón original, que era un templo en honor a todos los dioses, construido a instancias de Agripa unos cien años antes, y que seguía el modelo convencional. El edificio tuvo la fortuna de ser transformado en iglesia en su momento, lo que lo protegió durante toda la Edad Media.

La paradoja es que la Iglesia protegió el edificio, pero fue un papa quien lo alteró sustancialmente. Maffeo Barberini, que tomó el nombre de Urbano VIII, retiró el bronce que cubría la cúpula para fundir los cañones del castillo de Sant’ Angelo. El expolio no pasó inadvertido y muestra de ello es una frase satírica aparecida en un pasquín de la época: Quod non fecerunt barbari fecerunt Barberini (lo que no hicieron los bárbaros lo han hecho los Barberini). Sátira y denuncia en apenas 44 caracteres. Y creíamos que en el siglo XVII no existía Twitter.

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La huelga del Monte Sagrado

25 domingo Mar 2012

Posted by ibadomar in Historia

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Agripa, Antigüedad, Comicios centuriados, Etruscos, Historia, Huelga, Monte Sagrado, Patricios y plebeyos, Plinio el Viejo, Plutarco, Porsena, Roma, Servio Tulio, Tácito, Tito Livio, Tribunos

Ahora que hay convocada una huelga general y que se emplea tanta saliva y tanta tinta en hablar de huelgas, no está de más recordar un hecho que se produjo hace muchos, muchos años; 2506 para ser exactos si aceptamos las fuentes tradicionales romanas.

Corría el año 494 antes de Cristo y Roma no era más que una pequeña ciudad de la que nadie podía sospechar que llegaría a dominar casi todo el mundo conocido. Una ciudad que contaba con dos categorías de habitantes muy diferenciadas: los patricios y los plebeyos. Los primeros se gloriaban de ser descendientes de los primeros pobladores de la ciudad mientras que los segundos provenían de quienes habían emigrado a Roma tras su fundación. Había una enorme diferencia entre unos y otros ya que sólo los patricios podían participar en el Senado, por lo que los plebeyos quedaban excluidos de las magistraturas. Esto no quiere decir que no tuvieran ningún derecho, puesto que Roma necesitaba a ese grupo tan importante de población para participar en la defensa común y por tanto se les fueron haciendo concesiones. Algunas datan de tiempos muy antiguos, cuando entre los romanos aún existía la realeza: fue en tiempos del rey Servio Tulio cuando se crearon los Comicios Centuriados, que no entendían de patricios ni de plebeyos.

Los Comicios Centuriados eran una forma de asamblea en la que el conjunto de la población estaba dividido en cinco clases en función de sus ingresos y no de su origen. Esta división parece un paso democratizador, dado que también había plebeyos adinerados (eran conocidos como equites o caballeros, puesto que podían pagarse un caballo y por tanto cumplían con sus deberes militares en la caballería). Sin embargo había una trampa: en los comicios centuriados cada clase económica tenía un número de votos diferente y la clase más rica, que votaba en primer lugar, contaba con 98, mientras que las otras cuatro clases juntas sólo llegaban a 95 votos. En otras palabras: los más ricos tenían todo el poder en la asamblea. Sí que es cierto que los más ricos podían ser plebeyos, pero desde siempre al dinero le ha gustado aliarse con el abolengo y Roma no era una excepción. La máxima aspiración de un rico caballero no era otra que entrar en el Senado, cuyas llaves guardaban los patricios y todos sabemos que los favores se pagan caros. La consecuencia es que la gran masa plebeya seguía relegada.

Con ese panorama ya sólo faltaba una crisis para que la tensión estallara. Algunos historiadores romanos, como Plutarco o Tito Livio, aseguran que la guerra contra los etruscos capitaneados por Porsena terminó satisfactoriamente para Roma, pero otros, como Plinio el Viejo o Tácito, aseguran que fue una derrota total. Lo cierto es que probablemente Roma cayó bajo el dominio etrusco y, en cualquier caso,  salió empobrecida de la guerra. Muchos campesinos habían perdido sus tierras, ahora en territorio enemigo, y las deudas empezaron a asfixiar a los plebeyos hasta que la situación se hizo insostenible.

Los plebeyos, carentes de poder político en la práctica, optaron por un remedio drástico: se retiraron de la ciudad y se asentaron en el Monte Sagrado donde plantearon la posibilidad de fundar una ciudad propia. En Roma saltaron las alarmas, principalmente porque la retirada plebeya dejaba al ejército sin efectivos en un momento en que acababan de salir de una guerra y el enemigo estaba a tiro de piedra. Cuentan que Menenio Agripa se reunió con los plebeyos y les contó la fábula del hombre cuyos miembros se negaron a seguir al servicio del estómago y por tanto dejaron de alimentarle: el estómago sufrió, pero los miembros también se debilitaron a sí mismos. Agripa era elocuente, pero no bastaba con su oratoria, también hicieron falta concesiones para atajar la secesión.

Fue entonces cuando se creó una nueva magistratura: la de los tribunos de la plebe. Eran diez en total, elegidos por un año. Mientras ocupaban el cargo no podían abandonar la ciudad durante más de un día y debían mantener siempre abierta la puerta de su casa, pues estaban al servicio del pueblo día y noche. Gozaban de inmunidad y tenían amplios poderes, entre ellos el de veto, que les permitía frenar cualquier iniciativa que juzgaran contraria a los plebeyos.

Aunque aún pasaría mucho tiempo hasta que la franja entre patricios y plebeyos se borrara completamente, se había producido un cambio profundo en la naciente República. Un cambio producido por algo que se parece mucho a una huelga, pero que en realidad es más incisivo.

Un detalle en el que hemos de fijarnos es que la retirada no se planteó como algo que debía durar un día, dos, o varios. Ni siquiera se planteó como una huelga indefinida, sino que fue una secesión con todas las consecuencias. Los plebeyos estaban dispuestos a fundar una nueva Roma, dejando la antigua abandonada a su suerte. Y por otro lado a los patricios no pareció preocuparles el daño económico, pero sí la falta de seguridad que provocaba el que el ejército perdiera a sus soldados. Es decir que al poderoso le preocupa más su propia seguridad que el bienestar de sus conciudadanos.

Y por último, otro detalle también altamente significativo: los plebeyos elegirían como tribunos casi siempre a plebeyos adinerados. Cabe preguntarse cuánto tardaron en dejar de representar realmente a sus compañeros de clase. Con el paso del tiempo también esta magistratura demostraría ser susceptible de corromperse, pero para entonces la brecha entre patricios y plebeyos se había cerrado, aunque la otra brecha, la que separaba a los ricos de los pobres, no llegaría a cerrarse jamás. Definitivamente, la Humanidad no ha cambiado tanto en los últimos 2.500 años.

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