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Agripa, Antigüedad, Comicios centuriados, Etruscos, Historia, Huelga, Monte Sagrado, Patricios y plebeyos, Plinio el Viejo, Plutarco, Porsena, Roma, Servio Tulio, Tácito, Tito Livio, Tribunos
Ahora que hay convocada una huelga general y que se emplea tanta saliva y tanta tinta en hablar de huelgas, no está de más recordar un hecho que se produjo hace muchos, muchos años; 2506 para ser exactos si aceptamos las fuentes tradicionales romanas.
Corría el año 494 antes de Cristo y Roma no era más que una pequeña ciudad de la que nadie podía sospechar que llegaría a dominar casi todo el mundo conocido. Una ciudad que contaba con dos categorías de habitantes muy diferenciadas: los patricios y los plebeyos. Los primeros se gloriaban de ser descendientes de los primeros pobladores de la ciudad mientras que los segundos provenían de quienes habían emigrado a Roma tras su fundación. Había una enorme diferencia entre unos y otros ya que sólo los patricios podían participar en el Senado, por lo que los plebeyos quedaban excluidos de las magistraturas. Esto no quiere decir que no tuvieran ningún derecho, puesto que Roma necesitaba a ese grupo tan importante de población para participar en la defensa común y por tanto se les fueron haciendo concesiones. Algunas datan de tiempos muy antiguos, cuando entre los romanos aún existía la realeza: fue en tiempos del rey Servio Tulio cuando se crearon los Comicios Centuriados, que no entendían de patricios ni de plebeyos.
Los Comicios Centuriados eran una forma de asamblea en la que el conjunto de la población estaba dividido en cinco clases en función de sus ingresos y no de su origen. Esta división parece un paso democratizador, dado que también había plebeyos adinerados (eran conocidos como equites o caballeros, puesto que podían pagarse un caballo y por tanto cumplían con sus deberes militares en la caballería). Sin embargo había una trampa: en los comicios centuriados cada clase económica tenía un número de votos diferente y la clase más rica, que votaba en primer lugar, contaba con 98, mientras que las otras cuatro clases juntas sólo llegaban a 95 votos. En otras palabras: los más ricos tenían todo el poder en la asamblea. Sí que es cierto que los más ricos podían ser plebeyos, pero desde siempre al dinero le ha gustado aliarse con el abolengo y Roma no era una excepción. La máxima aspiración de un rico caballero no era otra que entrar en el Senado, cuyas llaves guardaban los patricios y todos sabemos que los favores se pagan caros. La consecuencia es que la gran masa plebeya seguía relegada.
Con ese panorama ya sólo faltaba una crisis para que la tensión estallara. Algunos historiadores romanos, como Plutarco o Tito Livio, aseguran que la guerra contra los etruscos capitaneados por Porsena terminó satisfactoriamente para Roma, pero otros, como Plinio el Viejo o Tácito, aseguran que fue una derrota total. Lo cierto es que probablemente Roma cayó bajo el dominio etrusco y, en cualquier caso, salió empobrecida de la guerra. Muchos campesinos habían perdido sus tierras, ahora en territorio enemigo, y las deudas empezaron a asfixiar a los plebeyos hasta que la situación se hizo insostenible.
Los plebeyos, carentes de poder político en la práctica, optaron por un remedio drástico: se retiraron de la ciudad y se asentaron en el Monte Sagrado donde plantearon la posibilidad de fundar una ciudad propia. En Roma saltaron las alarmas, principalmente porque la retirada plebeya dejaba al ejército sin efectivos en un momento en que acababan de salir de una guerra y el enemigo estaba a tiro de piedra. Cuentan que Menenio Agripa se reunió con los plebeyos y les contó la fábula del hombre cuyos miembros se negaron a seguir al servicio del estómago y por tanto dejaron de alimentarle: el estómago sufrió, pero los miembros también se debilitaron a sí mismos. Agripa era elocuente, pero no bastaba con su oratoria, también hicieron falta concesiones para atajar la secesión.
Fue entonces cuando se creó una nueva magistratura: la de los tribunos de la plebe. Eran diez en total, elegidos por un año. Mientras ocupaban el cargo no podían abandonar la ciudad durante más de un día y debían mantener siempre abierta la puerta de su casa, pues estaban al servicio del pueblo día y noche. Gozaban de inmunidad y tenían amplios poderes, entre ellos el de veto, que les permitía frenar cualquier iniciativa que juzgaran contraria a los plebeyos.
Aunque aún pasaría mucho tiempo hasta que la franja entre patricios y plebeyos se borrara completamente, se había producido un cambio profundo en la naciente República. Un cambio producido por algo que se parece mucho a una huelga, pero que en realidad es más incisivo.
Un detalle en el que hemos de fijarnos es que la retirada no se planteó como algo que debía durar un día, dos, o varios. Ni siquiera se planteó como una huelga indefinida, sino que fue una secesión con todas las consecuencias. Los plebeyos estaban dispuestos a fundar una nueva Roma, dejando la antigua abandonada a su suerte. Y por otro lado a los patricios no pareció preocuparles el daño económico, pero sí la falta de seguridad que provocaba el que el ejército perdiera a sus soldados. Es decir que al poderoso le preocupa más su propia seguridad que el bienestar de sus conciudadanos.
Y por último, otro detalle también altamente significativo: los plebeyos elegirían como tribunos casi siempre a plebeyos adinerados. Cabe preguntarse cuánto tardaron en dejar de representar realmente a sus compañeros de clase. Con el paso del tiempo también esta magistratura demostraría ser susceptible de corromperse, pero para entonces la brecha entre patricios y plebeyos se había cerrado, aunque la otra brecha, la que separaba a los ricos de los pobres, no llegaría a cerrarse jamás. Definitivamente, la Humanidad no ha cambiado tanto en los últimos 2.500 años.