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Los 18.000 príncipes de Kahlenberg

23 jueves Jul 2020

Posted by ibadomar in Historia

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Asedio, Batalla, Caballería, Húsares, Historia, Imperio Otomano, Jan Sobieski, Kará Mustafá, Leopoldo I, Momentos cruciales, Sacro Imperio, Siglo XVII, Viena

A lo largo de la Historia ha habido días señalados en los que los acontecimientos toman giros dramáticos y el destino de una ciudad, un país, un continente, incluso de la propia Humanidad, parece estar en un equilibrio inestable, a la espera de que un mínimo impulso le haga caer hacia un lado u otro. En este blog hemos descrito algunos de esos días. Quien quiera revisarlos sólo tiene que buscar las entradas marcadas con la etiqueta “momentos cruciales” para encontrar una colección de instantes dramáticos de la Historia. Pero pocos días pueden igualar en intensidad, dramatismo y espectacularidad a la jornada del 12 de septiembre de 1683.

Al amanecer aquel día, los ciudadanos de Viena tenían motivos para la angustia y para la esperanza. Su ciudad, sitiada por el ejército turco desde hacía dos meses, padecía los habituales rigores del hambre y la incertidumbre y estaba a punto de caer, víctima de las minas excavadas por los zapadores otomanos. Apenas unos días antes una sección de la muralla interior se había derrumbado al estallar los explosivos acumulados bajo ella por los asaltantes, que habían conseguido, en esta ocasión, burlar las contraminas. Dos horas duró la batalla que se entabló a continuación hasta que los defensores lograron rechazar el asalto y bloquear la brecha con una barricada. Pero la historia se había repetido en otra parte de la muralla un par de días después. ¿Sería la tercera brecha la definitiva? Los vieneses sabían que la caída de su ciudad ya no era cuestión de días sino de horas.

La esperanza nacía de la llegada de un ejército de socorro. Por la ciudad corría la noticia de que una o dos noches antes se había divisado un cohete que sólo podía significar una cosa: la ayuda que esperaban estaba a punto de llegar y les mandaba una señal para que resistieran apenas unos días más. Por supuesto, el ejército otomano también sabía que la ayuda estaba llegando y se preparó para la batalla. Al amanecer de aquel 12 de septiembre, sitiadores y sitiados eran conscientes de que el destino de Viena se habría decidido, en un sentido o en otro, antes de la puesta de sol.

En un cuento de hadas, la ciudad se salvaría por la llegada de un príncipe a lomos de su corcel; en una película sería un regimiento de caballería el que irrumpiría al toque de carga para liberar la ciudad. Pero la vida no es un cuento de hadas ni una película. Sin embargo aquel día, el destino, que es caprichoso, decidió juntar lo mejor de ambas ficciones en una única realidad. Y por eso, al toque de carga, descendió la colina de Kahlenberg, en socorro de la ciudad, no un príncipe ni un regimiento de caballería, sino un ejército entero de príncipes a caballo dirigidos por un rey.

Jan Sobieski, rey de Polonia con el nombre de Juan III cargaba en persona contra el ejército turco. Junto a él, blandiendo largas lanzas de unos cinco metros de largo, sus corazas resplandecientes, dos grandes alas agitándose a sus espaldas, 3.000 húsares alados, y tras ellos 15.000 jinetes más en la mayor carga de caballería de la historia. El ejército turco, incapaz de resistir la furia de la caballería polaca, hubo de levantar el asedio y huir derrotado. Jan Sobieski describió su triunfo parafraseando a Julio César, pero con un toque de calculada modestia: Venimus, vidimus, Deus vicit (llegamos, vimos, Dios venció).


Jan III Sobieski (Imagen: Wikimedia)

Hasta aquí la parte literaria (que me ha quedado bastante bien, modestia aparte). Quien quiera quedarse con la épica, puede perfectamente dejar de leer y ahorrarse el resto del artículo sin perderse gran cosa. En esencia la descripción es correcta: Viena estaba a punto de caer, llegó un ejército a las órdenes de Jan Sobieski, que cargó al frente de sus húsares alados y los turcos levantaron el asedio. Pero quedan algunas preguntas en el aire: ¿Cómo se llegó a aquél asedio? ¿Por qué el ejército salvador era polaco? ¿Quiénes eran esos húsares alados? ¿Bastó de verdad con una sola carga de caballería para resolver la batalla? Los protagonistas de esta historia merecen que los miremos un poco más de cerca.

Empecemos por los otomanos. El imperio turco había pasado por una etapa de declive, pero bajo Mohamet IV se inicia una cierta recuperación asociada, más que al monarca, a los grandes visires de la familia Koprulu. Uno de ellos, el ambicioso Kará Mustafá, retomó la expansión turca en territorio europeo, emulando a Solimán el Magnífico. Solimán había fracasado en su asedio de Viena en 1529, pero Kará Mustafá creía que las cosas serían distintas bajo Mohamet IV. Aprovechando las revueltas húngaras contra el Sacro Imperio, y las consiguientes operaciones militares de los Habsburgo en la zona fronteriza con los dominios turcos, los otomanos iniciaron la guerra en el verano de 1682. Tras las primeras operaciones y la forzosa pausa invernal, el avance otomano llegó a las puertas de Viena el 14 de julio del año siguiente. Unos 150.000 hombres bajo el mando del mismísimo Kará Mustafá pusieron asedio a la ciudad, que contaba con unos 15.000 defensores.

Kará Mustafá (Imagen: Wikimedia)

El emperador Leopoldo I había tomado sus precauciones. Durante mucho tiempo se había descuidado la defensa frente a los turcos, al ser Francia el principal enemigo, pero ante el avance otomano empezó por buscar aliados: el primero de ellos Jan Sobieski, rey de Polonia, con el que firmó una alianza por la que ambos se apoyarían mutuamente si los turcos avanzaban sobre la imperial Viena o la polaca Cracovia. Para defender Viena, Leopoldo contaba con Ernst von Starhemberg, comandante de la guarnición de la ciudad, que pese a su falta de experiencia resultó ser un hombre competente. Decir que dejó la ciudad en sus manos es una expresión rigurosamente exacta, puesto que Leopoldo huyó de Viena el 7 de julio, una semana antes de la llegada de Kará Mustafá.

Tras la tradicional demanda de rendir la ciudad y la negativa de von Starhemberg, las operaciones de asedio comenzaron el 17 de julio. Al oponer resistencia, los vieneses sabían que en caso de derrota serían ejecutados o vendidos como esclavos. En caso de haber abierto las puertas de la ciudad, ésta sencillamente habría cambiado de manos dando a los turcos una posición de vital importancia estratégica, pero sin mayores consecuencias para sus habitantes. Aun así, la ciudad hizo cara a sus sitiadores. Definitivamente, eran otros tiempos.

Organizar un ejército no era para Leopoldo I tarea fácil. Contaba con la ayuda de Sobieski, cierto, pero no era suficiente. El papa Inocencio IX puso dinero para sufragar los gastos de guerra e intentó atraer a los monarcas europeos sin demasiado éxito. Al fin y al cabo el francés Luis XIV, rey de la gran potencia del momento, estaba encantado con el avance turco contra su enemigo austriaco. Es más, lo apoyaba. Leopoldo podía contar sólo con príncipes alemanes, como los de Sajonia y Baviera, que temían que la caída de Viena pusiera a los turcos a las puertas de sus propios dominios. En total, el ejército de socorro no contaba con más de 80.000 hombres. El mando supremo se entregó a Jan Sobieski.

La elección era muy adecuada. En teoría Leopoldo debería haber sido el comandante en jefe, pero tras huir de la ciudad, no parecía la persona más adecuada para dirigir operaciones militares. Jan Sobieski, sin embargo, debía su posición a su talento militar. Esto requiere una explicación: la monarquía polaca nunca había conseguido afirmarse frente a la nobleza y el rey era elegido por una asamblea de notables (la Dieta), que mantenía todo el poder y se oponía a cualquier reforma que modificara la estructura feudal de la sociedad. La consecuencia fue la debilidad polaca a lo largo del siglo XVII tanto por las querellas internas como por las amenazas exteriores y sólo el peligro de la desaparición de Polonia bajo el empuje sueco, ruso y turco llevó a la elección del competente mariscal Sobieski como rey en 1674, tras haber derrotado a los turcos en una batalla el año anterior.

Volviendo a la batalla de Viena, ésta fue más que una carga de caballería. Kará Mustafá, con Viena a punto de caer y un ejército de socorro asomando, decidió intentar el asalto definitivo a la población a la vez que plantaba cara a los recién llegados. Al iniciar las acciones contra el ejército imperial en la madrugada del día 12, consiguió crear una cierta confusión, pero el desorden acabó por implicar a todos los combatientes y la suerte de la batalla estaba aún en el aire cuando apareció la caballería polaca, ya al caer la tarde. Se lo tomaron con calma hasta que aparecieron, pero su intervención fue decisiva.

En cuanto a los húsares alados, hay mucho que no sabemos sobre ellos y no hay imágenes contemporáneas (la de la izquierda es una idealización de finales del siglo XIX o principios del XX). Era un cuerpo de élite de la nobleza polaca y según las descripciones, ciertamente parecían príncipes. Los arreos de sus caballos refulgían como el oro, tenían incrustadas piedras preciosas y los jinetes se adornaban con pieles de leopardo además de las famosas alas, que debían de ir sujetas a la silla o a la espalda del jinete. Pero es casi seguro que esta descripción se refiere a su aspecto ceremonial porque nadie va a la batalla con una fortuna en joyas. Probablemente, sólo los muy ricos se adornaban así y sólo en contadas ocasiones. Sí es probable que buscaran que armas y arreos refulgieran para impresionar al enemigo.

El arma principal de los húsares alados era la lanza larga, de cinco metros e incluso más. Era un arma de un solo uso, puesto que se rompía en el choque, pero con ella los húsares podían enfrentarse incluso a la infantería armada con picas. Tras romper la lanza usaban otras armas: sables, mazas, hachas, pistolas o carabinas. Nadie sabe si las alas se vestían en combate o no. Es posible que fuera así, puesto que podían servir para atemorizar al enemigo y espantar a sus caballos. Si los primeros nativos americanos que vieron jinetes pensaron al principio que hombres y caballos eran un único ser monstruoso, ¿por qué no iban a preguntarse los jenízaros turcos qué extraños seres eran aquellos jinetes alados a los que tenían que enfrentarse?

La carga de la caballería polaca, que efectivamente fue la mayor carga de caballería de la Historia, puso fin a la batalla. Kará Mustafá tuvo que reconocer su fracaso y eso era peligroso en la corte otomana. El poderoso gran visir dejó de serlo y fue ejecutado el día de Navidad de aquel mismo año. Jan Sobieski sigue siendo reconocido como un gran jefe militar pero sus éxitos en el campo de batalla no bastaron para reformar su reino, que siguió debilitándose hasta verse desmembrado en el siglo siguiente. Leopoldo I aprovechó la derrota turca para volver las tornas y conseguir el dominio definitivo sobre Hungría, reconocido por el sultán turco en la Paz de Karlowitz (1699). Fue el epílogo de una historia que durante dos meses hizo que el destino de Europa estuviera pendiente de un delgadísimo hilo. Hasta que 18.000 jinetes lo encauzaron en el último segundo.

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Las minas durmientes de Messines

08 domingo Nov 2015

Posted by ibadomar in Historia

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Asedio, Batalla, Historia, Messines, Minas, Poliorcética, Primera Guerra Mundial, Ypres

¡Cómo pasa el tiempo! Ya es 12 de noviembre y eso significa que este blog cumple 4 años y que hay que celebrarlo publicando algo sobre la Primera Guerra Mundial. Es lo bueno de la tradición: que te ahorras pensar de qué tratará tu próximo artículo. En este caso vamos a hablar del arte de asediar un castillo. No, no me he vuelto loco, la guerra medieval, e incluso la de la antigüedad, tiene mucho en común con la de principios del siglo XX, aunque no lo parezca.

El planteamiento del problema que vamos a considerar es el siguiente: tenemos que conseguir conquistar un recinto amurallado. Ha habido muchas formas de enfrentarse a esta cuestión a lo largo de los siglos. La más práctica es sobornar a alguien de dentro para que abra las puertas de la muralla, pero como no siempre se encuentra a alguien dispuesto a ser sobornado, y cuando lo hay puede estar bajo vigilancia, es preciso pensar en otros métodos más laboriosos. Uno de ellos es debilitar la fortificación, por ejemplo socavando los cimientos. Es complicado, porque se debe conseguir que los zapadores lleguen a salvo hasta la base de la muralla y protegerlos mientras hacen su trabajo. Nadie dijo que asediar una posición fuera un trabajo sencillo, ¿verdad?, pero podemos intentar hacerlo más fácil llevando a los zapadores bajo tierra.

Si la muralla está construida sobre roca la cosa está difícil, pero si se asienta sobre un terreno menos sólido se puede hacer un túnel que nos lleve hasta los cimientos. Este túnel se conoce como mina y, naturalmente, hay que entibar según se va avanzando para que no se derrumbe. En el caso ideal el túnel llegará hasta debajo de la muralla, de manera que el peso de una sección de ésta reposará sobre el armazón de la galería. Conseguido esto, basta con prenderle fuego a las vigas y esperar a que el túnel se derrumbe y con él una parte de la muralla. Cuando se inventaron los explosivos la cuestión se hizo más fácil porque bastaba con hacer volar la mina.

Como los defensores no eran tontos, podía ocurrir que excavaran sus propios túneles (contraminas) por debajo de los de los atacantes y se anticiparan a éstos. La guerra se trasladaba así al subsuelo, donde ambas partes escuchaban los ruidos producidos por el adversario con la esperanza de saber por dónde estaban excavando. Cuando un túnel iba a coincidir con una galería en la que estaba trabajando el enemigo, se desencadenaba una angustiosa batalla bajo tierra en una galería estrecha, mal ventilada y peor iluminada.

El perfeccionamiento de la artillería hizo inútiles las murallas, por lo que se podría pensar que en 1914 las minas y contraminas habían pasado a la historia, pero en la guerra de trincheras, éstas no dejan de ser una especie de muralla que se puede atacar por los métodos tradicionales. La Primera Guerra Mundial, por tanto, fue propicia para este tipo de técnica, que se empleó en varias ocasiones. La más espectacular de todas fue durante la batalla de Messines.

En ese lugar, cerca de Ypres, los alemanes ocupaban un saliente que el ejército británico estaba decidido a recuperar. Las operaciones se vieron retrasadas varias veces y eso explica que la primera de las minas subterráneas estuviera ya lista en abril de 1916, mientras que la batalla no tuvo lugar hasta junio de 1917. Para entonces había ya 25 minas, aunque alguna de ellas se había perdido por acción de los alemanes. El inicio de la batalla, marcado por la explosión de las minas, estaba previsto para el 7 de junio. La noche anterior el general Plumer se despidió de sus oficiales con estas palabras: «puede que mañana no hagamos historia, pero desde luego, cambiaremos la geografía».

En realidad no fueron las minas las que iniciaron el combate sino el tradicional bombardeo de artillería. Cuando éste cesó, poco antes de las 3 de la mañana, los alemanes ocuparon sus posiciones defensivas esperando un inminente asalto de infantería. La explosión de las minas, que muy posiblemente fue la mayor de la era prenuclear, se produjo a las 3:10 de la mañana. O quizás deberíamos decir las explosiones, porque fueron 19, aunque simultáneas. Para que nos hagamos una idea de su violencia, baste decir que la detonación se oyó en Londres, aunque allí debió de oírse a las 3:22 puesto que el sonido necesita más de 11 minutos para recorrer los 240 Km que separan la capital inglesa del campo de batalla. (No todos mis lectores proceden de España, pero para los que sí son españoles resultará muy ilustrativo saber que si las minas hubiesen estallado en Burgos la explosión se habría oído en Madrid). Se calcula que en aquel momento murieron cerca de 10.000 soldados alemanes. Apenas había comenzado la batalla, pero el resultado ya estaba decidido: las tropas inglesas ocuparon el saliente de Messines según lo previsto.

Los lectores más observadores habrán notado que antes mencioné 25 minas, pero sólo he hablado de 19 explosiones. Cierto que alguna mina se perdió antes de la batalla, pero otras, simplemente, no se hicieron explotar y quedaron en el olvido tras la guerra. Una de ellas estalló en 1955, tras una tormenta. La suerte quiso que en aquella ocasión sólo hubiera que lamentar la muerte de una vaca.

A los habitantes de la zona no parece que les preocupe mucho el vivir sobre una bomba. El periódico The Telegraph publicaba en 2004 este artículo en el que un granjero cuya propiedad está más o menos sobre una de aquellas minas asegura no perder el sueño por esas nimiedades, pero si alguno de los lectores pasa por la zona, que sepa a lo que se arriesga. Adjunto un mapa que he encontrado, para que sepáis por dónde no pasar los que queráis viajar por la zona. Ahora ya estáis avisados, que la oficina de turismo casi seguro que no os cuenta este tipo de detalles.Messines

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