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Inquisición: policía federal.

08 domingo Abr 2012

Posted by ibadomar in Historia

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Antonio Pérez, Bayona, Carlos V, Cátaros, Constitucion, Edad Media, Edad Moderna, Felipe II, Fernando VII, Historia, Inquisición, María Cristina, Napoleón, Reyes Católicos, Sixto IV

Dedicado a @Palomamer, que no ha parado de insistir hasta salirse con la suya. 😉

Hasta los que no son aficionados a la Historia han oído hablar, y mucho, de la Inquisición. Si se atiende a la imagen popular parece como si fuera un invento genuinamente español y en cierto modo, pero sólo en parte, es así porque en España la Inquisición tuvo características propias que la convirtieron en algo más que un tribunal eclesiástico. Era todo un gran instrumento de poder al servicio de… ¿la Iglesia? Pues no, ¡sorpresa! al servicio de la Corona.

La Inquisición original, conocida como Inquisición papal no fue una creación española. Era un tribunal creado por el papado para detectar, juzgar y castigar la herejía y existía desde el siglo XIII, cuando se puso en marcha para reprimir a los cátaros. Funcionó en Francia, norte de Italia, en Alemania, en Flandes y débilmente en Aragón, pero no llegó a penetrar en Castilla. En el siglo XV era una institución obsoleta, aunque reviviría más tarde, en 1542, con motivo de la reforma protestante. ¿Por qué entonces apareció con tanta fuerza la Inquisición española a finales del siglo XV en unos territorios en los que jamás se había establecido o lo había hecho con poca fuerza?

Las razones están en la política unificadora de los Reyes Católicos. Por un lado la lógica de la época apuntaba hacia la necesidad de la unidad religiosa de los territorios gobernados por un mismo príncipe; por otro hay que considerar el antisemitismo social del momento, que fustigaba no sólo a los judíos sino también a los conversos por ser sospechosos de seguir practicando el judaísmo en secreto; por último no hay que desdeñar la oportunidad que se presentaba de mejorar las finanzas de la Corona en un momento de crisis mediante la confiscación de los bienes de los condenados. En este ambiente los monarcas escucharon las denuncias del prior dominico Alonso de Hojeda y lograron establecer la Inquisición, pero no la Inquisición papal, sino que en 1478 consiguieron algo insospechado: nada menos que una bula de Sixto IV autorizándoles a que fueran ellos quienes nombraran inquisidores. ¡La Inquisición bajo control de los reyes y no del Papa! Isabel y Fernando no perdieron la ocasión, aunque pronto sus inquisidores se mostraron tan entusiastas de su labor que el mismo Sixto IV condenó su brutal actuación y quiso que aquel tribunal pasara a dominio de la Iglesia. Demasiado tarde. Los Reyes Católicos se habían hecho con el poder y no estaban dispuestos a devolverlo.

Para asegurar el control real sobre la Inquisición se creó el cargo, hasta entonces inexistente, de Inquisidor General, nombrado por los reyes, y que presidía el Consejo de la Suprema y General Inquisición que era el organismo, equivalente a un ministerio, que nombraba y destituía a los inquisidores, se encargaba de las apelaciones, administraba las finanzas inquisitoriales y se encargaba de los procedimientos de las confiscaciones, que iban a parar al tesoro real. El objetivo del tribunal eran los herejes, es decir los católicos que se apartaban de la ortodoxia, por lo que un judío, un musulmán o un indio no tenían nada que temer de la Inquisición, pero aquéllos que se convertían eran fácilmente sospechosos de seguir con su antigua religión en secreto. Dado que la política de los años posteriores obligó a los no católicos a elegir entre la conversión forzosa o la expulsión, era sencillo encontrar presuntos herejes.

Cada localidad era visitada anualmente por un inquisidor que publicaba un edicto para obligar a todo cristiano a denunciar a herejes. Si las denuncias eran aceptadas se iniciaba un procedimiento basado en la presunción de culpabilidad. Al acusado no se le informaba de la identidad de sus acusadores ni de los testigos, aunque podía hacer una lista de sus enemigos y el tribunal rechazaba automáticamente a cualquier acusador que estuviera en ella. En conjunto el procedimiento apenas tenía garantías para el acusado. El uso de la tortura no era frecuente, pero tampoco excepcional. Las penas variaban desde una multa hasta los azotes, las galeras o la muerte en casos muy graves o de reincidencia. Las sentencias eran inapelables incluso ante el Papa. De hecho, en los más de trescientos años de existencia de la Inquisición en España el Papa sólo logró intervenir en tres casos.

Hacia 1520 la Inquisición había perdido fuerza: la ortodoxia no estaba en peligro en España y por tanto no se justificaba su existencia, mientras que sus métodos eran muy criticados. El nuevo rey, Carlos I, parecía opuesto al sistema de acusación secreta, pero entonces los críticos con la institución cometieron el error de recurrir a Roma para reforzar su postura. Como sus abuelos, el joven rey no vio con agrado la injerencia papal y la Inquisición sobrevivió, precisamente a causa de su independencia del Papa. La dependencia directa de la Corona era algo irresistible, sobre todo en una institución con competencia en todos los reinos. Y es que para aquellos monarcas la situación a menudo no era fácil puesto que no eran en realidad reyes de España, sino de un conjunto de reinos con sus propias leyes y fueros, y en ellos la Inquisición era lo más parecido a una policía federal con su propio tribunal. Veamos por ejemplo el encabezamiento de una carta de Felipe II:

Don Phelippe, por la graçia de Dios, rey de Castilla, de León, de Aragón, de las dos Siçilias, de Jherusalen, de Navarra, de Granada, de Toledo, de Valençia, de Galiçia, de Mallorcas, de Sevilla, de Cerdeña, de Córdova, de Córcega, de Murçia, de Jaen, de los Algarves, de Algezira, de Gibraltar, de las Islas de Canaria, de las Indias islas y tierra firme del mar oçéano, conde de Barçelona, señor de Vizcaya y de Molina, duque de Atenas y Neopatria, conde de Rusellon y de Çerdania, marqués de Oristan y de Goziano, archiduque de Austria, duque de Borgoña y Bravante y Milan, conde de Flandes y de Tirol, etc.

Un montón de títulos, como se ve, para multitud de territorios diferentes que formaban un conglomerado difícil de gobernar, pero en el que la Inquisición era omnipresente. En caso de necesidad siempre se podía recurrir a ella para resolver asuntos delicados.

Un buen ejemplo es lo que hizo Felipe II cuando Antonio Pérez le puso las cosas difíciles. Pérez había sido secretario personal de Felipe II, pero su actuación era un tanto… independiente, por decirlo de alguna forma. Cuando sus manejos fueron demasiado evidentes fue encarcelado, pero logró escapar y refugiarse en Aragón, donde estaba a salvo, protegido por sus fueros. Y entonces, muy oportunamente, Pérez se encontró con una acusación de herejía que lo hizo pasar a una prisión de la Inquisición. Eventualmente logró escapar, pero su caso nos demuestra para qué podía utilizarse aquel tribunal en caso de necesidad.

Otro curioso ejemplo es el de la exportación de caballos, que Felipe II puso también bajo control de la Inquisición y no de los oficiales de aduanas. Los mejores caballos, los andaluces, no eran suficientes para cubrir la demanda civil y militar y el rey confió la exportación de un bien tan preciado a su organización más eficaz. La justificación fue que había que impedir la venta de caballos a hugonotes y luteranos. ¿Traído por los pelos? Puede, pero nos demuestra que la función de la organización iba mucho más allá de la que en principio se le supone.

La Inquisición se convirtió en un puro anacronismo con la llegada de la Ilustración. Su abolición sin embargo no fue fácil. La primera supresión llegó con los decretos de Chamartín, firmados por Napoleón en 1808, aunque la Constitución de Bayona no era clara al respecto y el gobierno de los Bonaparte fue demasiado discutido y turbulento como para tener clara la validez de sus actos. Los diputados de Cádiz también consideraron en 1813 que la Inquisición era incompatible con la Constitución, que no la abolía explícitamente. Con la vuelta de Fernando VII se restableció la organización, pero fue de nuevo suprimida durante el Trienio Liberal, al restablecerse la Constitución de Cádiz. Tras este paréntesis Fernando VII no volvió a restaurar la Inquisición, aunque siguieron existiendo unas Juntas de Fe que no eran sino el mismo tipo de tribunal con otro nombre. La abolición definitiva no llegó hasta un decreto de María Cristina de julio de 1834. La Inquisición desapareció entonces, aunque el espíritu inquisitorial a menudo parece seguir vivo y gozando de buena salud.

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Piratas, corsarios y filibusteros

26 domingo Feb 2012

Posted by ibadomar in Historia, Piratería

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Bucaneros, Corsarios, d'Ogeron, Drake, Edad Moderna, Filibusteros, Historia, Isabel I, Levasseur, Morgan, Olonés, Piratas, Siglo XVII

Dedicado a la tuitera tripulación pirata de la capitana CristinaBrontte.

Algo deben de tener los piratas cuando su figura resulta tan atractiva. Y sin embargo estoy convencido de que, si pudiéramos enfrentarnos a un pirata de verdad, pocos de los que los admiran reconocerían en el rudo bandolero de la vida real al personaje que circula en su imaginación. Es en la época romántica cuando aparece el mito del pirata como encarnación de los ideales de libertad y valor tan propios del momento y se publican las primeras novelas del género, probablemente porque los escritores de la época no los habían conocido. A los escritores de siglos anteriores difícilmente se les hubiera ocurrido glorificar a quienes para ellos eran unos peligrosos delincuentes. Ya en el siglo XX los piratas dieron el salto de las páginas de los libros a la pantalla del cine y allí se instalaron, formando parte de la imaginación popular. Douglas Fairbanks en la época del cine mudo, Errol Flynn en el sonoro junto a Tyrone Power, Burt Lancaster y, en la actualidad, Johnny Depp han encarnado al pirata perfecto para diferentes generaciones.

El resultado es que los personajes de leyenda han suplantado a los hombres de carne y hueso y sólo conocemos a unos aventureros surgidos de la imaginación de los autores de los siglos XIX y XX. La consecuencia de todo esto es que la historia de la piratería se conoce muy mal, pese a que paradójicamente sus protagonistas son muy populares. Un buen ejemplo es este artículo aparecido en el periódico El Mundo hace un par de años y en el que a un moderno pirata somalí se le califica en distintos párrafos de pirata, corsario y bucanero, términos que están muy relacionados pero que no son sinónimos.

Piratas y corsarios Hay que decir que pocas palabras pueden resultar tan insultantes para un corsario como el calificativo de pirata, aunque a veces cuesta distinguir entre unos y otros. Y sin embargo la diferencia debería estar clara: un pirata es alguien que a bordo de un barco asalta barcos mercantes y se apodera de su mercancía o ataca zonas costeras para saquearlas en su propio beneficio mientras que un corsario actúa de la misma manera pero sólo en perjuicio de alguna nación determinada y amparado por otra con la que la anterior está en guerra. Hum… esta definición es muy académica. Será mejor que me explique.

La guerra es mucho más que el combate entre ejércitos o flotas. En última instancia se trata de debilitar a un adversario hasta obligarle a pactar en unas condiciones que antes de la contienda se considerarían inaceptables. Y una forma de debilitar al enemigo es atacar su economía e interrumpir su comercio. Así, en el siglo XVII una nación podía extender un documento, una patente de corso, autorizando a un marino particular a atacar el comercio de una nación enemiga. El propietario de una patente de corso pagaba gustoso por ella con la perspectiva de recobrar la inversión con el saqueo de los buques mercantes y puertos de la nación enemiga. Sus acciones eran un acto de guerra y en caso de ser capturado debía ser considerado como prisionero y no como delincuente.

Los actos de un pirata eran básicamente los mismos que los de un corsario, pero sin atenerse a reglas. No es que el corsario estuviera sujeto a la disciplina militar, pero al menos había de ser cuidadoso y no atacar a los barcos de la nacionalidad de su patente o a los buques neutrales. El pirata era un simple bandolero y por lo tanto se le perseguía, por lo común, en cualquier puerto al que arribara si se sospechaba de sus actividades. La línea sin embargo podía ser muy fina. Un buen ejemplo es Drake (más tarde sir Francis Drake, puesto que fue nombrado caballero por la reina de Inglaterra), que se consideraba a sí mismo como corsario al servicio de la Corona británica, pero que era tenido por pirata por los españoles. Y todos tenían razón, puesto que Drake tenía la protección de Isabel I, pero buena parte de su carrera la ejerció cuando no se había declarado un estado de guerra entre ambos países.

Bucaneros y fillibusteros Durante los siglos XVI y XVII España ejerció un monopolio sobre el comercio americano, pero como era de esperar, pronto surgieron el contrabando y la piratería. A principios del XVII se instalaron en la zona noroeste de La Española grupos de cazadores que ahumaban la carne que obtenían para conseguir un producto llamado bucan que se conservaba muy bien y resultó ser muy apreciado por las tripulaciones de los barcos que hacían la ruta del Caribe. Tales cazadores, los bucaneros, no se dedicaban en principio a la piratería hasta que en 1620 las autoridades decidieron acabar con el contrabando bucanero y los expulsaron de la zona. Los bucaneros se dirigieron a una minúscula isla situada enfrente de su antiguo hábitat: la isla de la Tortuga y muchos de ellos pronto abandonaron su antigua ocupación y se dedicaron a la piratería. La palabra bucanero pasó así a identificar a los piratas de esta región, aunque pronto tendrían una denominación nueva: filibusteros.

Así fue como se denominó a los integrantes de la Cofradía de los Hermanos de la Costa. Los filibusteros constituyeron una especie de república libertaria en la que los barcos eran propiedad común y las normas de convivencia se reducían al mínimo. Nadie estaba obligado a participar en las actividades comunes y a nadie se le impedía abandonar la isla. Cuando se preparaba una expedición los voluntarios acordaban la ruta, el reparto del botín, indemnizaciones para los heridos, etc. La autoridad del capitán emanaba de su prestigio y en realidad sólo se ejercía plenamente en los momentos de máxima tensión, cuando llegaba el combate y la disciplina era de vital importancia.

Aparentemente era una sociedad igualitaria y libre, pero con un reverso muy peligroso porque en aquella sociedad sí había una ley, que era la del más fuerte. Si los bucaneros habían sido una amenaza indirecta por abastecer a los contrabandistas, los filibusteros eran un peligro aún mayor, principalmente para la potencia que aspiraba a tener el monopolio comercial y que comenzó a hostigar aquel refugio. Un ataque español causó estragos en 1638, pero los supervivientes se reorganizaron y decidieron nombrar a un gobernador. Entretanto otras naciones sentían la tentación de atraerse a aquel grupo anárquico y fue un francés, Levasseur, quien logró aproximarse a los filibusteros y ser nombrado nuevo gobernador de la Tortuga. Sólo que una vez allí actuó con total independencia y consolidó la república pirata sin rendir cuentas a nadie, ni siquiera a la Corona francesa.

La Tortuga volvería a ser atacada en 1654 con un éxito total. Sin embargo no era posible mantener una guarnición en cada islote y por eso los soldados españoles evacuaron la isla un año después, por lo que los piratas regresaron a su viejo refugio, empezando una nueva etapa en la que participan los capitanes de mayor prestigio como el Olonés y Henry Morgan. Pese a ello la república pirata vería su fin pronto y no por causa de un ataque enemigo. La domesticación de los fieros filibusteros fue obra, principalmente, del gobernador Bertrand d’Ogeron. El agotamiento de la caza llevó a los bucaneros a dedicarse a la agricultura y d’Ogeron hizo parcelar la isla y asignó tierras a sus habitantes, con lo que se inició la sedentarización; pero el golpe definitivo fue la importación de mujeres.

Hasta entonces sólo esclavas o prostitutas habían pisado la isla, pero en 1666 d’Ogeron se llevó a la Tortuga un barco de mujeres, la mayoría de ellas antiguas prostitutas de los bajos fondos de las ciudades francesas. Aquellos hombres se encontraron cara a cara con algo codiciado y que apenas conocían: mujeres blancas. No se estableció un régimen matrimonial convencional, pero pronto ocurrió lo inevitable. Como si se tratara de  una comedia, las casas empezaron a adecentarse, los fieros piratas se fueron ablandando y hacia 1675, cuando d’Ogeron abandonó la isla para volver a Francia, la Tortuga era un territorio que aceptaba la soberanía francesa y donde buena parte de sus habitantes ya no eran brutales piratas, aunque siguió habiéndolos, sino colonos con sus familias. Belicosos, sí, pero colonos al fin y al cabo.

Personalmente, la Historia de la Cofradía de los Hermanos de la Costa me parece semejante a un cuento con moraleja. Y no me refiero a la conclusión superficial de que al final las mujeres lograron poner orden en aquella comuna libertaria, que a cambio perdió su esencia, sino a la actuación de d’Ogeron. Como un auténtico hombre de estado supo guiar a su gente, no mediante la imposición de leyes, sino creando las condiciones adecuadas para que los acontecimientos evolucionaran por sí solos en el rumbo deseado. Pese a todo, la piratería en la región aún continuaría en buena forma durante casi 50 años más y daría fama a piratas como Edward Teach «Barbanegra» o Bartholomew Roberts, «Black Bart», pero ésa… ésa es otra historia.

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La reforma fiscal como paso previo a la revolución

23 lunes Ene 2012

Posted by ibadomar in Historia

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Edad Moderna, Fiscalidad, Historia, Revolución, Revolución americana, Revolución francesa, Siglo XVIII

Hay quien cree que la crisis actual es mucho más que una depresión económica y que se trata en realidad de la crisis definitiva de un modelo de sociedad que se acerca a su final. Lo que surja está por ver, pero en estos análisis suele aparecer la palabra neofeudalismo, aunque a veces también aparece el término revolución. Solemos pensar que la Historia se mueve a impulsos de la política, pero ya Marx la analizaba en clave económica y, si aceptamos su tesis de que las razones profundas de los cambios históricos se hallan en la economía, no es descabellado pensar que la crisis financiera podría ser la chispa que hiciera estallar la sociedad actual. Pero si aceptamos esta posibilidad habremos de pensar que también debieron de existir razones económicas en la crisis que llevó al fin del Antiguo Régimen y dio origen al mundo contemporáneo. Si nuestras raíces proceden de las revoluciones de finales del siglo XVIII ¿tuvieron estas revoluciones una causa económica que sirviera de detonador?

El chispazo de salida de la independencia americana lo dio algo tan aparentemente trivial como una subida de impuestos consecuencia de la crisis económica. Entre las muchas guerras que salpicaron el siglo XVIII ocupa un lugar destacado la Guerra de los Siete Años, que involucró a toda Europa, y también a sus colonias americanas, por lo que podríamos hablar de una auténtica guerra mundial. Pero lo que nos interesa aquí no son las hostilidades sino sus consecuencias, en concreto el problema que para Inglaterra suponía la deuda acumulada a raíz de la contienda y que obligaba a un gasto que se unía a la necesidad de defender sus colonias americanas de un posible ataque francés o español. La solución fue imponer tasas sobre determinados bienes de consumo en las colonias.

Los nuevos impuestos fueron muy mal recibidos, quizás no tanto por su impacto económico como por el hecho de que eran, efectivamente, impuestos ya que los colonos no tenían representación en el Parlamento británico. La respuesta fue el boicot a las mercancías inglesas y el inicio de una etapa de tensión entre las colonias inglesas y su metrópoli. Cuando en 1773 la Corona concedió a la Compañía inglesa de las Indias el monopolio del comercio del té en las colonias, los colonos fueron más allá del boicot y asaltaron los barcos atracados en Boston para destruir su cargamento de té. La escalada prosiguió con las denominadas «leyes intolerables» que, entre otras cosas, clausuraban el puerto de Boston e impedían las asambleas municipales en Massachusetts a no ser que contaran con permiso previo. La respuesta fue un Congreso Continental de los representantes de los colonos en 1774. El segundo Congreso, un año después ya acordó la formación de un ejército y el tercer Congreso adoptó la declaración de independencia. Por aquel entonces los principios de la filosofía de la Ilustración ya servían como guía del movimiento independentista y daban sustrato ideológico a su causa. Tras la correspondiente guerra, Inglaterra reconoció la independencia americana en el Tratado de París de 1783. Como curiosidad hay que decir que la revolución no surgió de las clases desfavorecidas, sino de los notables de la sociedad.

Europa había prestado a América los principios ilustrados para justificar la revolución… y ésta regresó como un bumerán cuando a la mala situación económica francesa se sumó, ironías de la Historia, el coste de la ayuda que Francia había prestado a los independentistas americanos. Al ser imposible superar el déficit fiscal era necesario recurrir a nuevos impuestos e incluso a una reforma fiscal que incluyera contribuciones de los estamentos privilegiados, ya que era prácticamente imposible exprimir más aún a los contribuyentes del denominado Tercer Estado. Hay que reseñar que hasta entonces la carga fiscal dejaba exentos a nobleza y clero como muy gráficamente nos muestra la imagen de la derecha, tomada de Wikipedia, en la que el Tercer Estado soporta el peso de un clérigo y un noble. Como era de esperar, la Asamblea de Notables se opuso a la reforma fiscal por lo que, para desbloquear la situación, se terminó por acudir a la convocatoria de una Asamblea Nacional, los Estados Generales, que no se convocaba desde 1614. Este hecho marca el inicio de lo que sería la Revolución Francesa, cuyo desarrollo es demasiado complejo para esbozarlo en un artículo corto como éste. Baste decir que si los estamentos exentos de contribución y la Corona hubiesen sabido las consecuencias de la convocatoria habrían preferido llegar a un acuerdo fiscal.

Podemos trazar un paralelismo entre las dos revoluciones. En ambos casos tenemos a los notables de la población oponiéndose a una subida de impuestos y en ambos casos supuso el que una sociedad se sacudiera una monarquía contra la que en principio no estaba dirigida la revuelta. La filosofía ilustrada, por su parte, prestaría el contenido ideológico capaz de articular la revolución y de dar forma al nuevo proyecto social, pero fue la crisis económica la chispa que prendió ambos incendios. El Antiguo Régimen era un sistema caduco, cierto, pero no cayó porque se impusiera racionalmente la necesidad de reformarlo sino porque llegó un momento en que era económicamente insostenible.

Y ahora volvamos a nuestros días, en los que la situación del erario es ruinosa y en la que se suben impuestos para compensar la ruina fiscal. ¿Veremos una nueva revolución? Si nos atenemos a los antecedentes del siglo XVIII puede que sí… si algún gobierno amenazado por la posibilidad de una bancarrota se ve forzado a hacer una reforma fiscal que los notables de nuestra sociedad consideren intolerable. Un ejemplo podría ser que Hacienda llegara al extremo de pretender gravar a las SICAV, que sería el equivalente actual de querer imponer tasas que afecten a la nobleza y el clero.

Mientras llega ese día podemos entretenernos comparando la caricatura de debajo, obra de Joaquín Macipe, con la del anónimo autor del siglo XVIII. ¿Quién dijo que la Historia no se repite?

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