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La era de la guillotina

21 jueves Feb 2013

Posted by ibadomar in Historia

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1848, Carlos X, Delacroix, Guerra francoprusiana, Guillotina, Historia, Hitler, José Bonaparte, Luis Felipe, Luis XVI, Luis XVIII, Napoleón, Napoleón III, Restauración, Revolución, Revolución francesa, Siglo XIX, Siglo XVIII

Antes de empezar he de pedir disculpas por haber estado ausente aproximadamente un mes. Una avalancha de actividad me ha tenido alejado del blog, aunque para compensar vuelvo con bastantes ideas para nuevos artículos. Pero dejémonos de preámbulos y vamos a nuestro tema de hoy.

Desde hace algún tiempo he observado que aparece con cierta frecuencia la palabra guillotina en las conversaciones y no digamos en las redes sociales, como Twitter. Es fácil encontrar a quien propone instalar una guillotina frente al Congreso de los Diputados o en la Puerta del Sol o incluso una en cada capital de provincia. Por el tono de las frases es fácil percibir que existen dos creencias, ambas falsas:

  1. Se cree que la guillotina es un invento de la Revolución Francesa que nace y muere con ella.
  2. Se cree que con la decapitación de Luis XVI se puso fin a la monarquía en Francia.

En cuanto a la primera hay que precisar que aparatos similares a la guillotina existen por lo menos desde principios del siglo XIV, cuando se decapitó en Irlanda a un tal Murcod Ballagh utilizando una máquina similar a la que se haría célebre en el siglo XVIII. La asociación con la Revolución Francesa se la debemos al Dr. Joseph Ignace Guillotin, que durante los debates revolucionarios para instaurar un nuevo código penal propuso que no hubiera distinciones en la condición social a la hora de aplicar un castigo. Así, en el caso de que la condena fuese la de muerte se aplicaría de igual manera para nobles o pueblo llano y se usaría el sistema de la decapitación mediante un instrumento mecánico.

Como se ve, el trasfondo del uso de este método de ejecución se basa en el principio revolucionario de égalité. El utilizar una máquina era una considerable ventaja para todos, incluido el reo, puesto que si ser ejecutado debe de suponer un trance extremadamente angustioso, el verse en manos de un verdugo inexperto o descuidado suponía un suplicio añadido. Y por esto se decidió emplear este artefacto para las ejecuciones, independientemente del delito cometido y de la extracción social del condenado. La misma guillotina podía decapitar con idéntica eficiencia a un rey como Luis XVI o a un carbonero que hubiera asesinado a su hermano, por ejemplo. Y no sólo durante la Revolución: la guillotina se empleó en Francia como sistema de ejecución hasta la abolición de la pena de muerte en 1981. Y no se empleó sólo en Francia sino también en otros países como Suecia o Alemania.

Pero todo esto no son más que anécdotas sin demasiado recorrido. Tiene mucho más interés la segunda de las creencias falsas a las que me refería antes porque supone una simplificación brutal de uno de los acontecimientos que más han contribuido a conformar el mundo en el que vivimos. Ay, me temo que voy a tener que resumir más de medio siglo de Historia en unos párrafos y no va a ser fácil.

Para empezar, la Revolución Francesa no fue antimonárquica en sí. En una primera fase se forma una Asamblea Constituyente, pero el Rey sigue a la cabeza del Estado. No es hasta 1792, tres años después de la toma de La Bastilla, cuando Luis XVI es depuesto en medio de la exaltación provocada por la guerra contra Austria y Prusia. Su ejecución tuvo lugar en enero de 1793, pero Francia aún conocería gobiernos monárquicos. El primero de ellos, bajo el signo de la propia Revolución, se inició en 1799 con el golpe de Estado que dio el poder a Napoléon Bonaparte. En principio Napoleón sólo asumió el título de cónsul, pero su régimen no se diferenciaba demasiado de una monarquía, como lo demuestra que el consulado se convirtiera en vitalicio y hereditario y finalmente, en diciembre de 1804, en un Imperio con su correspondiente coronación en presencia del Papa Pío VII.

Suele considerarse que las guerras napoleónicas expandieron por toda Europa los ideales de la Revolución. Ciertamente nada volvió a ser lo mismo, pero la Revolución hasta ese momento no puede considerarse como el fin de la monarquía sino como un cambio de dinastía. Que Napoleón no le hacía ascos a las coronas lo demuestra no sólo su propia entronización, sino también la de su hermano José, que fue primero rey en Nápoles y después en España, la de otro de sus hermanos, Luis, nombrado rey de Holanda, o la de su general y cuñado Murat, que sucedió a José en la corona de Nápoles. Otros tics monárquicos de Napoleón son la creación de una nueva nobleza, con la que ganarse fidelidades, el control de la prensa hasta llegar a la reinstauración de la censura en 1810 o la concentración en la práctica de los tres poderes.

Y así llegamos a la gran olvidada de esta época: la Restauración. La guillotina acabó con la vida de Luis XVI, pero no con la dinastía borbónica. Tras la definitiva derrota de Napoleón, el trono de Francia es ocupado por Luis XVIII, hermano del depuesto rey (como se ve los Borbones franceses no eran muy imaginativos poniendo nombres a sus hijos. El que ambos hermanos se llamaran Luis se explica porque uno era Luis Augusto y el otro Luis Estanislao). No se produce una vuelta completa al Antiguo Régimen, puesto que existe un texto constitucional, pero limitado. Se trata de una Carta Otorgada, lo que supone que es concedida graciosamente por el rey, que consagra ciertos derechos, como el de propiedad, y determinadas libertades, como la religiosa, pero que reserva grandes poderes al monarca. Luis XVIII era demasiado indolente, o estaba demasiado resignado, como para preocuparse en exceso del ejercicio de su propio poder, pero tras el ascenso al trono de su hermano Carlos X en 1824 se impone el punto de vista de los ultramonárquicos, cuyo nombre lo dice todo.

Carlos X fue incapaz de comprender que los tiempos habían cambiado. Su deriva autoritaria consiguió enfrentarle a las Cámaras y, cuando finalmente se decidió por disolverlas y gobernar por decreto el tiro le salió por la culata a una velocidad pasmosa: el 25 de julio de 1830 el rey intenta el autogolpe firmando las ordenanzas que suspenden la libertad de prensa, disuelven la Cámara de Diputados y establecen un nuevo régimen electoral que reduce el censo a los grandes propietarios. Al día siguiente, el 26, se publican las ordenanzas y comienza la agitación. En apenas 72 horas, los días 27, 28 y 29, París se subleva y la bandera tricolor vuelve a ondear en desafío a la enseña blanca de los Borbones. Es la revolución que Delacroix inmortalizó en su célebre cuadro La libertad guiando al pueblo.

delacroixCarlos X cae, pero no así la monarquía. El trono recala en un primo del depuesto rey, Luis Felipe de Orleans, que no contó con demasiados apoyos durante su reinado: la aristocracia desconfiaba de aquel «rey de las barricadas», el clero estaba resentido por las limitaciones a su papel en la educación y el ejército estaba desmoralizado por la falta de reconocimiento a sus sacrificios durante la intervención colonial en Argelia. Por otro lado  la Revolución Industrial estaba en pleno desarrollo provocando la proletarización de la masa de trabajadores y la aparición de los primeros pensadores socialistas (los premarxistas). Cuando el 22 de Febrero de 1848 se negó el permiso a la celebración de un banquete promovido por republicanos, comenzaron las algaradas. Los acontecimientos se precipitan a tal velocidad que en apenas dos días los insurgentes son dueños de París y Luis Felipe abdica. La Segunda República iniciaba sus días.

Un cambio de régimen suele ser tormentoso puesto que se enfrentan quienes desean la subversión total del orden anterior y quienes intentan no ir demasiado lejos. Las elecciones a la Asamblea Constituyente de abril del 48 dieron a los republicanos moderados la mayoría, dejando en un segundo plano a los monárquicos y muy por detrás a la izquierda, pero la evolución a posiciones conservadoras llevó a enfrentamientos muy violentos que terminan por cristalizar en una violenta reacción autoritaria. En las elecciones de diciembre el presidente es derrotado por Luis Napoleón, sobrino del difunto emperador, cuyo gobierno debía terminar tras un periodo de cuatro años sin derecho a reelección.

En ese periodo se eligió una Asamblea de claro corte monárquico, que logró suprimir en mayo de 1850 el sufragio universal masculino. Por poco tiempo, puesto que Luis Napoleón dio un golpe de estado el 2 de diciembre de 1851, disolvió la asamblea y restableció el sufragio universal masculino: con un solo movimiento resolvía el problema de la Asamblea hostil y el de la reelección. Exactamente un año después, y tras un plebiscito resuelto favorablemente, se proclamaba el Segundo Imperio en el que Luis Napoleón tomaba el nombre de Napoleón III. Si la Primera República, surgida de la revolución de 1789, había cristalizado en un imperio, la Segunda, surgida de la revolución de 1848, seguía su mismo camino.

¿De dónde surge entonces la tradición republicana francesa? La definitiva consolidación de una república en el país vecino no fue obra de una revolución ni de la guillotina, sino consecuencia de la derrota francesa en la guerra francoprusiana de 1870. Fue entonces cuando se instauró la Tercera República, que duraría hasta la Segunda Guerra Mundial. La monarquía ya no volvería a Francia: después de la guerra comenzó la Cuarta República, similar políticamente a la Tercera, y en 1958 se aprobó la Constitución de la actual Quinta República.

Como hemos visto, ni la revolución de 1789, ni la de 1830, ni la de 1848 trajeron consigo una república duradera. La guillotina, por su parte, tampoco resultó ser particularmente incómoda para los monarcas, puesto que si bien es cierto que ejecutó a uno, convivió posteriormente en armonía con otros cinco. Después de todo, la reputación antimonárquica de la guillotina no es demasiado merecida, como tampoco lo es su fama revolucionaria: en Alemania se implantó como método único de decapitación en todo el territorio (antes se empleaba también el hacha) en 1938 por decreto de Adolf Hitler. El halo mítico del utensilio de decapitar como una especie de instrumento purificador resulta ser, cuando se mira de cerca, sólo una leyenda para embellecer una vulgar máquina de matar.

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La reforma fiscal como paso previo a la revolución

23 lunes Ene 2012

Posted by ibadomar in Historia

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Edad Moderna, Fiscalidad, Historia, Revolución, Revolución americana, Revolución francesa, Siglo XVIII

Hay quien cree que la crisis actual es mucho más que una depresión económica y que se trata en realidad de la crisis definitiva de un modelo de sociedad que se acerca a su final. Lo que surja está por ver, pero en estos análisis suele aparecer la palabra neofeudalismo, aunque a veces también aparece el término revolución. Solemos pensar que la Historia se mueve a impulsos de la política, pero ya Marx la analizaba en clave económica y, si aceptamos su tesis de que las razones profundas de los cambios históricos se hallan en la economía, no es descabellado pensar que la crisis financiera podría ser la chispa que hiciera estallar la sociedad actual. Pero si aceptamos esta posibilidad habremos de pensar que también debieron de existir razones económicas en la crisis que llevó al fin del Antiguo Régimen y dio origen al mundo contemporáneo. Si nuestras raíces proceden de las revoluciones de finales del siglo XVIII ¿tuvieron estas revoluciones una causa económica que sirviera de detonador?

El chispazo de salida de la independencia americana lo dio algo tan aparentemente trivial como una subida de impuestos consecuencia de la crisis económica. Entre las muchas guerras que salpicaron el siglo XVIII ocupa un lugar destacado la Guerra de los Siete Años, que involucró a toda Europa, y también a sus colonias americanas, por lo que podríamos hablar de una auténtica guerra mundial. Pero lo que nos interesa aquí no son las hostilidades sino sus consecuencias, en concreto el problema que para Inglaterra suponía la deuda acumulada a raíz de la contienda y que obligaba a un gasto que se unía a la necesidad de defender sus colonias americanas de un posible ataque francés o español. La solución fue imponer tasas sobre determinados bienes de consumo en las colonias.

Los nuevos impuestos fueron muy mal recibidos, quizás no tanto por su impacto económico como por el hecho de que eran, efectivamente, impuestos ya que los colonos no tenían representación en el Parlamento británico. La respuesta fue el boicot a las mercancías inglesas y el inicio de una etapa de tensión entre las colonias inglesas y su metrópoli. Cuando en 1773 la Corona concedió a la Compañía inglesa de las Indias el monopolio del comercio del té en las colonias, los colonos fueron más allá del boicot y asaltaron los barcos atracados en Boston para destruir su cargamento de té. La escalada prosiguió con las denominadas «leyes intolerables» que, entre otras cosas, clausuraban el puerto de Boston e impedían las asambleas municipales en Massachusetts a no ser que contaran con permiso previo. La respuesta fue un Congreso Continental de los representantes de los colonos en 1774. El segundo Congreso, un año después ya acordó la formación de un ejército y el tercer Congreso adoptó la declaración de independencia. Por aquel entonces los principios de la filosofía de la Ilustración ya servían como guía del movimiento independentista y daban sustrato ideológico a su causa. Tras la correspondiente guerra, Inglaterra reconoció la independencia americana en el Tratado de París de 1783. Como curiosidad hay que decir que la revolución no surgió de las clases desfavorecidas, sino de los notables de la sociedad.

Europa había prestado a América los principios ilustrados para justificar la revolución… y ésta regresó como un bumerán cuando a la mala situación económica francesa se sumó, ironías de la Historia, el coste de la ayuda que Francia había prestado a los independentistas americanos. Al ser imposible superar el déficit fiscal era necesario recurrir a nuevos impuestos e incluso a una reforma fiscal que incluyera contribuciones de los estamentos privilegiados, ya que era prácticamente imposible exprimir más aún a los contribuyentes del denominado Tercer Estado. Hay que reseñar que hasta entonces la carga fiscal dejaba exentos a nobleza y clero como muy gráficamente nos muestra la imagen de la derecha, tomada de Wikipedia, en la que el Tercer Estado soporta el peso de un clérigo y un noble. Como era de esperar, la Asamblea de Notables se opuso a la reforma fiscal por lo que, para desbloquear la situación, se terminó por acudir a la convocatoria de una Asamblea Nacional, los Estados Generales, que no se convocaba desde 1614. Este hecho marca el inicio de lo que sería la Revolución Francesa, cuyo desarrollo es demasiado complejo para esbozarlo en un artículo corto como éste. Baste decir que si los estamentos exentos de contribución y la Corona hubiesen sabido las consecuencias de la convocatoria habrían preferido llegar a un acuerdo fiscal.

Podemos trazar un paralelismo entre las dos revoluciones. En ambos casos tenemos a los notables de la población oponiéndose a una subida de impuestos y en ambos casos supuso el que una sociedad se sacudiera una monarquía contra la que en principio no estaba dirigida la revuelta. La filosofía ilustrada, por su parte, prestaría el contenido ideológico capaz de articular la revolución y de dar forma al nuevo proyecto social, pero fue la crisis económica la chispa que prendió ambos incendios. El Antiguo Régimen era un sistema caduco, cierto, pero no cayó porque se impusiera racionalmente la necesidad de reformarlo sino porque llegó un momento en que era económicamente insostenible.

Y ahora volvamos a nuestros días, en los que la situación del erario es ruinosa y en la que se suben impuestos para compensar la ruina fiscal. ¿Veremos una nueva revolución? Si nos atenemos a los antecedentes del siglo XVIII puede que sí… si algún gobierno amenazado por la posibilidad de una bancarrota se ve forzado a hacer una reforma fiscal que los notables de nuestra sociedad consideren intolerable. Un ejemplo podría ser que Hacienda llegara al extremo de pretender gravar a las SICAV, que sería el equivalente actual de querer imponer tasas que afecten a la nobleza y el clero.

Mientras llega ese día podemos entretenernos comparando la caricatura de debajo, obra de Joaquín Macipe, con la del anónimo autor del siglo XVIII. ¿Quién dijo que la Historia no se repite?

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