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Hace apenas unos días que la Selección Española de fútbol ganó la Eurocopa y se produjo todo lo que era de esperar: el delirio de las masas, cientos de miles de personas echándose a la calle para celebrar el triunfo, las portadas de los periódicos dedicadas a los jugadores y su gesta con las mayores hipérboles, puesto que todos los adjetivos parecían quedarse cortos ante la magnitud de la «histórica hazaña». Para que el espectáculo fuera completo también hicieron acto de aparición quienes se echaban las manos a la cabeza escandalizados por el revuelo ocasionado por algo que en el fondo es tan sólo un juego. Y de vez en cuando aparecía una reflexión: la gente se moviliza por un deporte de una manera que es impensable cuando se trata de defender cualquier reivindicación. He oído decir: «Puedes quitarle a la gente el puesto de trabajo, asfixiarles a impuestos, arrebatarles sus derechos y se limitarán a lamentarse, pero no saldrán a la calle a no ser que les toques el fútbol».

Algo de eso hay… en 1995 el Sevilla y el Celta descendieron a Segunda División B por no entregar a tiempo unos avales, pero fue tal la reacción popular en las ciudades afectadas que pronto se hizo evidente que la medida no se llevaría a cabo, para preocupación de los clubes ascendidos en su lugar, Albacete y Valladolid, cuyas aficiones también tomaron las calles de sus respectivas ciudades. Al final se cedió y se dejó a todos en Primera División. Este artículo de El País de agosto de 1995 tiene un titular de lo más explícito: «Cuatro ciudades en pie de guerra para mantener a sus equipos en Primera».

Parece mentira, ¿se ha visto alguna vez que un deporte pueda llegar a provocar disturbios, desórdenes, un conato de revolución…? Pues sí. Como siempre, no hay nada nuevo bajo el sol y todo tiene un precedente. Hay que decir que nuestro ejemplo se parece bastante más a la fórmula 1 que al fútbol, porque si había algo que apasionaba a los romanos más aún que las peleas de gladiadores eran las carreras de cuádrigas, carros ligeros tirados por cuatro caballos.

En el circo se enfrentaban en cada carrera hasta tres carros de cada una de las escuderías: blancos, azules, rojos y verdes. Doce carros que recorrían el circuito hasta completar siete vueltas. El espectáculo estaba garantizado no sólo por la emoción de la carrera sino también por los espectaculares accidentes, que hacían de la profesión de auriga un oficio muy arriesgado en el que había altas probabilidades de dejarse la vida. Claro que tampoco se podían quejar: algunos porque sus ganancias harían palidecer a los mejor pagados de entre los deportistas actuales (como nos recuerda este artículo del Daily Telegraph según el cual el legendario auriga Diocles amasó una fortuna equivalente a 15.000 millones de dólares) y otros simplemente no se quejaban… porque eran esclavos.

En Constantinopla, capital del imperio oriental, las carreras eran mucho más que un deporte. En el siglo VI, durante el reinado de Justiniano, ya no había combates de gladiadores, pero las carreras mantenían su esplendor. Hacía ya tiempo que las escuderías blanca y roja desempeñaban un papel subordinado de los azules y los verdes, pero la rivalidad entre estas dos facciones era enorme y se había llegado a desarrollar hasta más allá del terreno deportivo puesto que azules y verdes tenían puntos de vista opuestos en todo. Hasta en las disputas teológicas, que tanto apasionaban a los bizantinos, los azules se inclinaban por la ortodoxia mientras que los verdes representaban el monofisismo. Las facciones del hipódromo lo impregnaban todo, y de la misma manera que ahora a un magistrado se le considera como miembro, o al menos simpatizante, de un partido político, en aquel entonces se le definía como azul o verde.

La rivalidad deportiva, política y religiosa había creado una situación casi bélica entre ambas facciones. Para complicar las cosas, el año 532 empezaba con una noticia buena y una mala: la buena era que se había alcanzado un acuerdo de paz entre el Imperio Sasánida y el Bizantino; la mala que ese acuerdo implicaba unos pagos muy onerosos a los sasánidas y, como todos los gobiernos a lo largo de la Historia, para obtener el dinero necesario se recurrió a un incremento de los impuestos. El ambiente empezaba a ser explosivo y ya sólo faltaba la chispa que lo inflamara.

La chispa fue la detención de unos alborotadores de ambas facciones. Ocurrió entonces lo insospechado: azules y verdes pactaron una tregua y en las carreras se unieron al grito común de ¡Niké! (Victoria). ¿Se imagina alguien que en mitad de una final de Copa entre el Madrid y el Barcelona los hinchas de ambos equipos se echaran al campo y de ahí a invadir las calles exigiendo la destitución del ministro de economía? Pues más o menos eso fue lo que ocurrió.

Los disturbios, que en origen buscaban la liberación de los alborotadores, se extendieron del hipódromo a la ciudad y pronto los incendios se propagaron por toda Constantinopla. Justiniano se veía incapaz de atajar la revuelta, que pronto pasó a exigir la destitución de aquéllos a quienes se consideraba responsables de la subida de impuestos (los equivalentes de nuestros ministros de Economía y Hacienda). El emperador cedió, pero ni aún así fue capaz de atajar un movimiento que se estaba convirtiendo en una revolución: fuese de forma espontánea o porque determinados intereses políticos se habían infiltrado en la revuelta, los amotinados ahora tenían un candidato a emperador, Hipacio, un sobrino del emperador anterior.

Es posible que Justiniano hubiese terminado por abandonar la ciudad de no haber sido por la demostración de carácter de su mujer. La emperatriz Teodora era una mujer de origen cuando menos humilde y sin embargo el discurso que Procopio de Cesarea pone en sus labios es digno del más brillante de los oradores. Cuenta Procopio que Teodora se negó a considerar la huida y afirmó que no pensaba vivir el día en el que alguien no se dirigiera a ella tratándola como a su señora, puesto que la realeza no dejaba de ser, en su opinión, el mejor de los sudarios. Tras aquella arenga a Justiniano y sus acólitos no les quedaba más remedio que enfrentarse a los disturbios. Los mejores generales del Imperio se pusieron al frente de la represión, que se saldó con unos 30.000 muertos.

En los libros la época de Justiniano ha quedado como una era de esplendor del imperio, pero aquel día, cuando apenas llevaba cinco años de reinado, fue su mujer quien le mantuvo en el trono. A Justiniano se le estudia en los libros de texto, a Teodora sólo la conocen quienes profundizan en la Historia, lo mismo que a las facciones azul y verde. De los 30.000 muertos, sin embargo, no se acuerda nadie. Y de la subida de impuestos que elevó el alboroto deportivo a la categoría de revolución, tampoco.