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De vuelta a Munich

17 domingo Ago 2025

Posted by ibadomar in Historia

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1938, Chamberlain, Checoslovaquia, Churchill, Historia, Hitler, Munich, Mussolini, Segunda Guerra Mundial, Siglo XX

Cuando comencé a escribir este blog era habitual que encontrara un paralelismo entre algún evento que estuviese de actualidad y un hecho histórico. Con el paso del tiempo me cuesta más encontrar ese tipo de relación, quizás porque no leo sobre Historia con tanta frecuencia o porque presto menos atención a las noticias de actualidad. Sin embargo, acaba de ocurrir un hecho con un paralelismo tan evidente con el pasado que tampoco pensaba escribir sobre él, creyendo que ya lo habría hecho cualquier periodista. Para mi sorpresa, y desmintiendo la ley de Godwin, nadie, hasta donde yo sé, se ha molestado en comparar la cumbre entre Donald Trump y Vladimir Putin con la Conferencia de Munich de 1938.

Y mira que la comparación es fácil. En 1938 Alemania quería anexionarse una parte de Checoslovaquia con vistas en realidad a hacer desaparecer todo el país, mientras que en 2025 Rusia quiere anexionarse una parte de Ucrania, pero se intuye que esa parte puede ser sólo el principio. Aunque la situación de partida no es la misma (en 1938 Alemania amagaba con ir a la guerra, mientras que en 2025 Rusia lleva ya 3 años y pico de guerra con Ucrania) el paralelismo se hace evidente si observamos que en la cumbre de Alaska el gobierno del país cuyo destino está en juego no está invitado, exactamente igual que en la Conferencia de Munich.

Aquella conferencia tuvo como origen la crisis checoslovaca, que surgía de la cuestión de los Sudetes, una región checa con población de origen alemán. En 1938 el gobierno alemán estaba utilizando todo tipo de agravios, reales o inventados, con el fin de ocupar la región y eso llevaba a Alemania y Checoslovaquia al borde de la guerra. La duda era, ¿qué harían las potencias europeas? Si Francia e Inglaterra decidían dar garantías al gobierno checoslovaco y Alemania intervenía militarmente comenzaría en Europa una guerra similar a la que había terminado 20 años atrás.

Hitler estaba decidido a seguir adelante, puesto que al fin y al cabo las potencias no habían intervenido cuando se había remilitarizado Renania ni durante la anexión de Austria. ¿Habría respuesta ahora? La respuesta vino del primer ministro británico, Neville Chamberlain, que el 13 de septiembre de 1938 tomó un avión por primera vez en su vida para entrevistarse con Hitler. Fue el inicio de una serie de conversaciones entre distintos gobiernos. Ingleses y franceses decidieron que se podría ceder la región de los Sudetes a Alemania para asegurar la paz, Hitler por su parte subía la apuesta y pedía abiertamente la disolución de Checoslovaquia y la repartición del territorio, aunque luego se moderaba y aceptaba solamente los Sudetes y Mussolini insinuaba que estaría al lado de Alemania en caso de guerra. Por si había poca tensión, Alemania lanzó un ultimatum que fijaba como límite el 1 de octubre.

En este ambiente se acordó una reunión urgente en Munich de las 4 potencias europeas: Inglaterra, Francia, Alemania e Italia, que tendría lugar el 29 de septiembre, menos de 48 horas antes de que expirara el ultimatum. En unas horas llegaron a un acuerdo y el día 30 británicos y franceses informaron al gobierno checoslovaco de que debía ceder los Sudetes a Alemania según se había acordado en Munich. En caso de negarse a ceder una parte de su territorio, Checoslovaquia no contaría con el apoyo de los que se suponía eran sus valedores y tendría que enfrentarse a Alemania sin ayuda.

El gobierno checoslovaco se lo tomó como una traición y no es de extrañar, ya que a ellos ni siquiera se les había invitado a participar en la reunión en la que se discutía la integridad territorial de su país. La opinión pública inglesa y francesa estaba aliviada por el alejamiento de la guerra, aunque nadie podía hacerse ilusiones por mucho que Chamberlain alardeara de haber conseguido la paz. Winston Churchill fue la voz más notoria en contra del acuerdo, denunciándolo en el parlamento británico y escribiendo que el gobierno británico, forzado a elegir entre guerra y deshonor, había elegido el deshonor y pronto tendría la guerra.

Fueron palabras proféticas: en la primavera de 1939 Alemania forzaba a Checoslovaquia a aceptar su partición, incorporándose Chequia al Reich y creando un estado títere en Eslovaquia. Para aquel entonces, Hitler sabía que nadie movería un dedo por ayudar al gobierno de Praga. El siguiente movimiento sería repetir la jugada con Polonia, empezando por el corredor de Danzing, aunque esta vez sí se llegaría a la guerra, la más destructiva hasta la fecha. La reacción de Francia e Inglaterra ante el ataque a Polonia debió de sorprender a Hitler, que poco antes había despreciado la posible intervención de ambos países con las palabras: «No son de temer. Los vi de cerca en Munich». La Segunda Guerra Mundial comenzó el 1 de septiembre de 1939: la paz de la que alardeaba Chamberlain había durado apenas once meses.

Decía al principio de este artículo que era extraño que nadie hubiese hecho la comparación evidente entre las dos cumbres en las que se ponía sobre la mesa el futuro de un país sin que éste estuviese presente. Puede que no sea por falta de imaginación sino por temor ante la posibilidad de que el paralelismo se extienda hasta el final.

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Puertas en el campo

26 domingo Ene 2014

Posted by ibadomar in Historia

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Antigüedad, Cómodo, Damnatio memoriae, Domiciano, Egipto, Eróstrato, Hatshepsut, Historia, Hitler, Roma, Sejano, Tiberio, Tutmosis III

Es célebre el mito de la caja de Pandora, que no debía ser abierta. Al destaparla, todos los males escaparon de ella y resultó imposible devolverlos a su encierro. Al igual que en este mito, podemos intentar evitar que se extienda el conocimiento de una idea o de un hecho, pero una vez que ese conocimiento asoma y es visto por primera vez ya no hay manera de impedir que se difunda, por muy indeseable u odioso que resulte. Los medios de comunicación son muy numerosos y cada vez hay más formas de transmitir ideas y noticias.

Esto es lo que han debido de pensar en Baviera, puesto que se va a editar, por primera vez en Alemania desde hace casi 70 años, una edición de Mein Kampf, el libro escrito por Adolf Hitler que sintetiza las ideas nazis. El asunto, tal y como lo cuenta El País en este artículo es el siguiente: tras la caída del régimen nazi los derechos de autor del libro pasaron al ministerio de Finanzas del estado bávaro. Dado el contenido del libro se estimó oportuno impedir su difusión y por eso jamás se ha reeditado. Sin embargo los derechos caducan el 31 de diciembre de 2015, por lo que la obra pasará a dominio público y la podrá publicar quien quiera. En estas circunstancias, el Instituto de Historia Contemporánea de Múnich ha preferido adelantarse y publicar una edición comentada, para encauzar la inevitable reimpresión.

Naturalmente hay polémica porque lo que se puede considerar como difusión de propaganda nazi es un tema delicado. Personalmente encuentro que la decisión es acertada. El texto es fácil de encontrar en internet, así que si no se puede evitar su existencia, mejor será publicar una edición crítica. Por otro lado el material es útil para los historiadores y los estudiosos de las ideologías políticas, por lo que tampoco se debe impedir su acceso a todo el mundo. Más aún, el contenido del libro en cuestión no resiste una crítica coherente formulada por quien haya estudiado la realidad y los resultados de la política nazi. Para colmo es aburrido, muy aburrido. Lo sé porque he intentado leerlo y no puedo con él. Como dije, es fácil de encontrar en internet.

Esto nos lleva a la imposibilidad de evitar la difusión de una idea. Setenta años intentando que el libro caiga en el olvido no han conseguido nada, al contrario. La verdad es que ese fracaso era fácil de prever porque no es la primera vez que se intenta hacer algo así, con resultados nulos, cuando no adversos. Los romanos llegaron a inventar una expresión, damnatio memoriae, para referirse a la condena al olvido. Un ejemplo fue Sejano, el Precepto del Pretorio que Tiberio empleó como valido, para que gobernara en su nombre, hasta su caída en desgracia en el 31 d.C. También los emperadores Domiciano (asesinado en el 96 d.C.) o Cómodo (también asesinado en el 192 d.C.) sufrieron esa condena, que implicaba la destrucción de sus estatuas, el borrado de las inscripciones públicas con su nombre y, en general, la desaparición de todo cuanto recordara su existencia. Seguimos conociendo sus nombres y su papel histórico, por lo que es fácil comprobar que la condena no surtió efecto.

Los romanos nos han dejado la forma de darle nombre, pero no inventaron esta peculiar condena. Mucha gente ha oído hablar de la egipcia Hatshepsut, tía, madrastra y suegra de Tutmosis III, faraón de tan gran influencia en la época que algunos historiadores le han llamado «El Napoleón de Egipto». El caso es que durante su etapa de regente del joven Tutmosis, Hatshepsut asumió todos los títulos y atributos propios de un faraón, aunque tuvieran connotaciones masculinas (con la excepción del de «Toro poderoso», que le debió de parecer excesivo). Tutmosis no se debió de tomar demasiado bien su prolongada minoría porque cuando al fin accedió al poder se dedicó (o eso parece porque, como de costumbre, hay otras teorías) a borrar todo rastro de su predecesora. Sin resultado, claro.

Hay un caso especialmente sangrante. ¿Quién no ha oído hablar de las siete maravillas del mundo antiguo? Una de ellas era el templo de Artemisa en Éfeso, que fue incenciado en el 356 a.C. por un tal Eróstrato, que tenía la intención de pasar a la posteridad como el destructor de aquella gran obra, ya que no acumulaba méritos para merecer la fama por otro camino. Por ello no sólo se le condenó a ser ejecutado sino a lo que él más podía temer: a que su nombre se extinguiera en el olvido. La condena fue tan poco eficaz que hoy en día existe un complejo de Eróstrato, también llamado erostratismo, que según el diccionario de la RAE se define como: Manía que lleva a cometer actos delictivos para conseguir renombre.

Después de todo, puede que no sea tan mala idea la del instituto muniqués ya que han podido comprobar, por su propia experiencia y por los ejemplos históricos, algo que la sabiduría popular sabe desde hace mucho: que no se pueden poner puertas al campo. Resulta irónico: setenta años intentando esconder un libro para acabar llegando a una conclusión que ya figura en el refranero.

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La era de la guillotina

21 jueves Feb 2013

Posted by ibadomar in Historia

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1848, Carlos X, Delacroix, Guerra francoprusiana, Guillotina, Historia, Hitler, José Bonaparte, Luis Felipe, Luis XVI, Luis XVIII, Napoleón, Napoleón III, Restauración, Revolución, Revolución francesa, Siglo XIX, Siglo XVIII

Antes de empezar he de pedir disculpas por haber estado ausente aproximadamente un mes. Una avalancha de actividad me ha tenido alejado del blog, aunque para compensar vuelvo con bastantes ideas para nuevos artículos. Pero dejémonos de preámbulos y vamos a nuestro tema de hoy.

Desde hace algún tiempo he observado que aparece con cierta frecuencia la palabra guillotina en las conversaciones y no digamos en las redes sociales, como Twitter. Es fácil encontrar a quien propone instalar una guillotina frente al Congreso de los Diputados o en la Puerta del Sol o incluso una en cada capital de provincia. Por el tono de las frases es fácil percibir que existen dos creencias, ambas falsas:

  1. Se cree que la guillotina es un invento de la Revolución Francesa que nace y muere con ella.
  2. Se cree que con la decapitación de Luis XVI se puso fin a la monarquía en Francia.

En cuanto a la primera hay que precisar que aparatos similares a la guillotina existen por lo menos desde principios del siglo XIV, cuando se decapitó en Irlanda a un tal Murcod Ballagh utilizando una máquina similar a la que se haría célebre en el siglo XVIII. La asociación con la Revolución Francesa se la debemos al Dr. Joseph Ignace Guillotin, que durante los debates revolucionarios para instaurar un nuevo código penal propuso que no hubiera distinciones en la condición social a la hora de aplicar un castigo. Así, en el caso de que la condena fuese la de muerte se aplicaría de igual manera para nobles o pueblo llano y se usaría el sistema de la decapitación mediante un instrumento mecánico.

Como se ve, el trasfondo del uso de este método de ejecución se basa en el principio revolucionario de égalité. El utilizar una máquina era una considerable ventaja para todos, incluido el reo, puesto que si ser ejecutado debe de suponer un trance extremadamente angustioso, el verse en manos de un verdugo inexperto o descuidado suponía un suplicio añadido. Y por esto se decidió emplear este artefacto para las ejecuciones, independientemente del delito cometido y de la extracción social del condenado. La misma guillotina podía decapitar con idéntica eficiencia a un rey como Luis XVI o a un carbonero que hubiera asesinado a su hermano, por ejemplo. Y no sólo durante la Revolución: la guillotina se empleó en Francia como sistema de ejecución hasta la abolición de la pena de muerte en 1981. Y no se empleó sólo en Francia sino también en otros países como Suecia o Alemania.

Pero todo esto no son más que anécdotas sin demasiado recorrido. Tiene mucho más interés la segunda de las creencias falsas a las que me refería antes porque supone una simplificación brutal de uno de los acontecimientos que más han contribuido a conformar el mundo en el que vivimos. Ay, me temo que voy a tener que resumir más de medio siglo de Historia en unos párrafos y no va a ser fácil.

Para empezar, la Revolución Francesa no fue antimonárquica en sí. En una primera fase se forma una Asamblea Constituyente, pero el Rey sigue a la cabeza del Estado. No es hasta 1792, tres años después de la toma de La Bastilla, cuando Luis XVI es depuesto en medio de la exaltación provocada por la guerra contra Austria y Prusia. Su ejecución tuvo lugar en enero de 1793, pero Francia aún conocería gobiernos monárquicos. El primero de ellos, bajo el signo de la propia Revolución, se inició en 1799 con el golpe de Estado que dio el poder a Napoléon Bonaparte. En principio Napoleón sólo asumió el título de cónsul, pero su régimen no se diferenciaba demasiado de una monarquía, como lo demuestra que el consulado se convirtiera en vitalicio y hereditario y finalmente, en diciembre de 1804, en un Imperio con su correspondiente coronación en presencia del Papa Pío VII.

Suele considerarse que las guerras napoleónicas expandieron por toda Europa los ideales de la Revolución. Ciertamente nada volvió a ser lo mismo, pero la Revolución hasta ese momento no puede considerarse como el fin de la monarquía sino como un cambio de dinastía. Que Napoleón no le hacía ascos a las coronas lo demuestra no sólo su propia entronización, sino también la de su hermano José, que fue primero rey en Nápoles y después en España, la de otro de sus hermanos, Luis, nombrado rey de Holanda, o la de su general y cuñado Murat, que sucedió a José en la corona de Nápoles. Otros tics monárquicos de Napoleón son la creación de una nueva nobleza, con la que ganarse fidelidades, el control de la prensa hasta llegar a la reinstauración de la censura en 1810 o la concentración en la práctica de los tres poderes.

Y así llegamos a la gran olvidada de esta época: la Restauración. La guillotina acabó con la vida de Luis XVI, pero no con la dinastía borbónica. Tras la definitiva derrota de Napoleón, el trono de Francia es ocupado por Luis XVIII, hermano del depuesto rey (como se ve los Borbones franceses no eran muy imaginativos poniendo nombres a sus hijos. El que ambos hermanos se llamaran Luis se explica porque uno era Luis Augusto y el otro Luis Estanislao). No se produce una vuelta completa al Antiguo Régimen, puesto que existe un texto constitucional, pero limitado. Se trata de una Carta Otorgada, lo que supone que es concedida graciosamente por el rey, que consagra ciertos derechos, como el de propiedad, y determinadas libertades, como la religiosa, pero que reserva grandes poderes al monarca. Luis XVIII era demasiado indolente, o estaba demasiado resignado, como para preocuparse en exceso del ejercicio de su propio poder, pero tras el ascenso al trono de su hermano Carlos X en 1824 se impone el punto de vista de los ultramonárquicos, cuyo nombre lo dice todo.

Carlos X fue incapaz de comprender que los tiempos habían cambiado. Su deriva autoritaria consiguió enfrentarle a las Cámaras y, cuando finalmente se decidió por disolverlas y gobernar por decreto el tiro le salió por la culata a una velocidad pasmosa: el 25 de julio de 1830 el rey intenta el autogolpe firmando las ordenanzas que suspenden la libertad de prensa, disuelven la Cámara de Diputados y establecen un nuevo régimen electoral que reduce el censo a los grandes propietarios. Al día siguiente, el 26, se publican las ordenanzas y comienza la agitación. En apenas 72 horas, los días 27, 28 y 29, París se subleva y la bandera tricolor vuelve a ondear en desafío a la enseña blanca de los Borbones. Es la revolución que Delacroix inmortalizó en su célebre cuadro La libertad guiando al pueblo.

delacroixCarlos X cae, pero no así la monarquía. El trono recala en un primo del depuesto rey, Luis Felipe de Orleans, que no contó con demasiados apoyos durante su reinado: la aristocracia desconfiaba de aquel «rey de las barricadas», el clero estaba resentido por las limitaciones a su papel en la educación y el ejército estaba desmoralizado por la falta de reconocimiento a sus sacrificios durante la intervención colonial en Argelia. Por otro lado  la Revolución Industrial estaba en pleno desarrollo provocando la proletarización de la masa de trabajadores y la aparición de los primeros pensadores socialistas (los premarxistas). Cuando el 22 de Febrero de 1848 se negó el permiso a la celebración de un banquete promovido por republicanos, comenzaron las algaradas. Los acontecimientos se precipitan a tal velocidad que en apenas dos días los insurgentes son dueños de París y Luis Felipe abdica. La Segunda República iniciaba sus días.

Un cambio de régimen suele ser tormentoso puesto que se enfrentan quienes desean la subversión total del orden anterior y quienes intentan no ir demasiado lejos. Las elecciones a la Asamblea Constituyente de abril del 48 dieron a los republicanos moderados la mayoría, dejando en un segundo plano a los monárquicos y muy por detrás a la izquierda, pero la evolución a posiciones conservadoras llevó a enfrentamientos muy violentos que terminan por cristalizar en una violenta reacción autoritaria. En las elecciones de diciembre el presidente es derrotado por Luis Napoleón, sobrino del difunto emperador, cuyo gobierno debía terminar tras un periodo de cuatro años sin derecho a reelección.

En ese periodo se eligió una Asamblea de claro corte monárquico, que logró suprimir en mayo de 1850 el sufragio universal masculino. Por poco tiempo, puesto que Luis Napoleón dio un golpe de estado el 2 de diciembre de 1851, disolvió la asamblea y restableció el sufragio universal masculino: con un solo movimiento resolvía el problema de la Asamblea hostil y el de la reelección. Exactamente un año después, y tras un plebiscito resuelto favorablemente, se proclamaba el Segundo Imperio en el que Luis Napoleón tomaba el nombre de Napoleón III. Si la Primera República, surgida de la revolución de 1789, había cristalizado en un imperio, la Segunda, surgida de la revolución de 1848, seguía su mismo camino.

¿De dónde surge entonces la tradición republicana francesa? La definitiva consolidación de una república en el país vecino no fue obra de una revolución ni de la guillotina, sino consecuencia de la derrota francesa en la guerra francoprusiana de 1870. Fue entonces cuando se instauró la Tercera República, que duraría hasta la Segunda Guerra Mundial. La monarquía ya no volvería a Francia: después de la guerra comenzó la Cuarta República, similar políticamente a la Tercera, y en 1958 se aprobó la Constitución de la actual Quinta República.

Como hemos visto, ni la revolución de 1789, ni la de 1830, ni la de 1848 trajeron consigo una república duradera. La guillotina, por su parte, tampoco resultó ser particularmente incómoda para los monarcas, puesto que si bien es cierto que ejecutó a uno, convivió posteriormente en armonía con otros cinco. Después de todo, la reputación antimonárquica de la guillotina no es demasiado merecida, como tampoco lo es su fama revolucionaria: en Alemania se implantó como método único de decapitación en todo el territorio (antes se empleaba también el hacha) en 1938 por decreto de Adolf Hitler. El halo mítico del utensilio de decapitar como una especie de instrumento purificador resulta ser, cuando se mira de cerca, sólo una leyenda para embellecer una vulgar máquina de matar.

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