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1938, Chamberlain, Checoslovaquia, Churchill, Historia, Hitler, Munich, Mussolini, Segunda Guerra Mundial, Siglo XX
Cuando comencé a escribir este blog era habitual que encontrara un paralelismo entre algún evento que estuviese de actualidad y un hecho histórico. Con el paso del tiempo me cuesta más encontrar ese tipo de relación, quizás porque no leo sobre Historia con tanta frecuencia o porque presto menos atención a las noticias de actualidad. Sin embargo, acaba de ocurrir un hecho con un paralelismo tan evidente con el pasado que tampoco pensaba escribir sobre él, creyendo que ya lo habría hecho cualquier periodista. Para mi sorpresa, y desmintiendo la ley de Godwin, nadie, hasta donde yo sé, se ha molestado en comparar la cumbre entre Donald Trump y Vladimir Putin con la Conferencia de Munich de 1938.
Y mira que la comparación es fácil. En 1938 Alemania quería anexionarse una parte de Checoslovaquia con vistas en realidad a hacer desaparecer todo el país, mientras que en 2025 Rusia quiere anexionarse una parte de Ucrania, pero se intuye que esa parte puede ser sólo el principio. Aunque la situación de partida no es la misma (en 1938 Alemania amagaba con ir a la guerra, mientras que en 2025 Rusia lleva ya 3 años y pico de guerra con Ucrania) el paralelismo se hace evidente si observamos que en la cumbre de Alaska el gobierno del país cuyo destino está en juego no está invitado, exactamente igual que en la Conferencia de Munich.
Aquella conferencia tuvo como origen la crisis checoslovaca, que surgía de la cuestión de los Sudetes, una región checa con población de origen alemán. En 1938 el gobierno alemán estaba utilizando todo tipo de agravios, reales o inventados, con el fin de ocupar la región y eso llevaba a Alemania y Checoslovaquia al borde de la guerra. La duda era, ¿qué harían las potencias europeas? Si Francia e Inglaterra decidían dar garantías al gobierno checoslovaco y Alemania intervenía militarmente comenzaría en Europa una guerra similar a la que había terminado 20 años atrás.
Hitler estaba decidido a seguir adelante, puesto que al fin y al cabo las potencias no habían intervenido cuando se había remilitarizado Renania ni durante la anexión de Austria. ¿Habría respuesta ahora? La respuesta vino del primer ministro británico, Neville Chamberlain, que el 13 de septiembre de 1938 tomó un avión por primera vez en su vida para entrevistarse con Hitler. Fue el inicio de una serie de conversaciones entre distintos gobiernos. Ingleses y franceses decidieron que se podría ceder la región de los Sudetes a Alemania para asegurar la paz, Hitler por su parte subía la apuesta y pedía abiertamente la disolución de Checoslovaquia y la repartición del territorio, aunque luego se moderaba y aceptaba solamente los Sudetes y Mussolini insinuaba que estaría al lado de Alemania en caso de guerra. Por si había poca tensión, Alemania lanzó un ultimatum que fijaba como límite el 1 de octubre.
En este ambiente se acordó una reunión urgente en Munich de las 4 potencias europeas: Inglaterra, Francia, Alemania e Italia, que tendría lugar el 29 de septiembre, menos de 48 horas antes de que expirara el ultimatum. En unas horas llegaron a un acuerdo y el día 30 británicos y franceses informaron al gobierno checoslovaco de que debía ceder los Sudetes a Alemania según se había acordado en Munich. En caso de negarse a ceder una parte de su territorio, Checoslovaquia no contaría con el apoyo de los que se suponía eran sus valedores y tendría que enfrentarse a Alemania sin ayuda.
El gobierno checoslovaco se lo tomó como una traición y no es de extrañar, ya que a ellos ni siquiera se les había invitado a participar en la reunión en la que se discutía la integridad territorial de su país. La opinión pública inglesa y francesa estaba aliviada por el alejamiento de la guerra, aunque nadie podía hacerse ilusiones por mucho que Chamberlain alardeara de haber conseguido la paz. Winston Churchill fue la voz más notoria en contra del acuerdo, denunciándolo en el parlamento británico y escribiendo que el gobierno británico, forzado a elegir entre guerra y deshonor, había elegido el deshonor y pronto tendría la guerra.
Fueron palabras proféticas: en la primavera de 1939 Alemania forzaba a Checoslovaquia a aceptar su partición, incorporándose Chequia al Reich y creando un estado títere en Eslovaquia. Para aquel entonces, Hitler sabía que nadie movería un dedo por ayudar al gobierno de Praga. El siguiente movimiento sería repetir la jugada con Polonia, empezando por el corredor de Danzing, aunque esta vez sí se llegaría a la guerra, la más destructiva hasta la fecha. La reacción de Francia e Inglaterra ante el ataque a Polonia debió de sorprender a Hitler, que poco antes había despreciado la posible intervención de ambos países con las palabras: «No son de temer. Los vi de cerca en Munich». La Segunda Guerra Mundial comenzó el 1 de septiembre de 1939: la paz de la que alardeaba Chamberlain había durado apenas once meses.
Decía al principio de este artículo que era extraño que nadie hubiese hecho la comparación evidente entre las dos cumbres en las que se ponía sobre la mesa el futuro de un país sin que éste estuviese presente. Puede que no sea por falta de imaginación sino por temor ante la posibilidad de que el paralelismo se extienda hasta el final.
