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Los cojones del Anticristo.

28 martes Jun 2016

Posted by ibadomar in Historia

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Adopcionismo, Alfonso II el Casto, Beato de Liébana, Bermudo I, Carlomagno, Concilio de Nicea, Edad Media, Elipando de Toledo, Emirato de Córdoba, España, Eterio de Osma, Félix de Urgel, Herejía, Historia, Mauregato, Reino de Asturias

Llevo una racha muy poco inspirado. Me cuesta encontrar temas para escribir, y no me extraña porque este artículo es el número… ¡cien! Creo que cuando empecé este blog no consideré en serio la posibilidad de que llegaría a escribir un centenar de entradas, pero poco a poco he llegado a ellas. La desventaja es que son tantas que a veces pienso en un artículo y me doy cuenta de que ya he tratado el tema mientras que en otras ocasiones no consigo encontrar inspiración porque ya he hablado de casi todo.

En ésas estaba, pensando en que el mes de junio estaba a punto de terminar sin haber publicado nada, cuando recordé mi visita a Liébana hace unos años; y aquella confitería en cuyo escaparate descubrí unas galletas llamadas Cojones del Anticristo. Como suena. No hice foto, pero no es difícil encontrar alguna por internet, como por ejemplo la que adjunto, en la que se puede hacer click para ir a la página original de donde procede. Doy mi palabra de que no me llevo comisión por publicidad.cojones1El nombre es un truco publicitario evidente, pero con un trasfondo histórico, puesto que se basa en la disputa que mantuvieron Beato de Liébana y Eterio de Osma con Elipando de Toledo. Los argumentos teológicos se mezclaron con algunos más profanos, como el insulto que se llevó Elipando: testiculum anticristi, es decir, cojón del Anticristo. Como insulto lo tiene todo: es sonoro, humillante y erudito. Lástima que sea falso o, para ser más exactos una verdad a medias. Testiculum no se refiere a los genitales sino a «testigo», es decir, discípulo. Lo que llamaba Beato a Elipando era «discípulo del Anticristo», algo así como «hijo de Satanás», pero en educado. Y no es leve la afrenta teniendo en cuenta que Elipando era nada menos que obispo de Toledo.

¿Pero por qué tanta enemistad? Todo por culpa del adopcionismo, que llevaba dando la tabarra desde hacía por lo menos 500 años, cuando los teólogos andaban revueltos a causa de la naturaleza del Hijo, la segunda persona de la Santísima Trinidad. Había varias posibilidades y una de ellas era que Jesús fuera un ser humano de especial perfección al que Dios eleva a la divinidad, es decir lo adopta como hijo. Una teoría muy similar al arrianismo condenado por el Concilio de Nicea del año 325, que estableció que Jesús era perfecto Dios y perfecto hombre.

Pues bien, a finales del siglo VIII Elipando se apartó de la ortodoxia al aceptar el adopcionismo, posiblemente porque era una doctrina que hacía más fácil la comprensión de la Trinidad a musulmanes y cristianos islamizados. No olvidemos que Toledo, aunque fuese la principal sede cristiana de la España de la época estaba en territorio del emirato de Córdoba. Los citados Beato y Eterio se erigieron en defensores de la ortodoxia, pero el asunto escondía bastante más que una disputa teológica.

El reino cristiano de Asturias estaba en aquel entonces dirigido por el monarca Mauregato, que había conseguido deponer a Alfonso II, y estaba sometido al emir de Toledo. La leyenda medieval habla del tributo de las cien doncellas que Mauregato pagaba al emir y sí es posible que, dada la relación de vasallaje entre reinos, se abonara un tributo en forma de esclavos (y esclavas). El caso es que tras la muerte de Mauregato y el breve reinado de Bermudo I, que abdicó en apenas un par de años, volvió al trono Alfonso II, conocido como el Casto, un rey más belicoso y menos dispuesto a someterse al emir.

La verdad es que Alfonso jugaba con ventaja porque pudo aprovechar las sublevaciones existentes en Mérida y Toledo así como las campañas carolingias contra al-Ándalus para negarse a entregar el tributo sin temor a que apareciera un ejército cordobés. Pero para afianzar su autoridad, Alfonso necesitaba tomar el control de la Iglesia. Los Omeyas habían comprendido las ventajas de contar con la organización eclesiástica para influir en toda la Península, incluso donde no estuviera sometida al emir. No es de extrañar por tanto que respetaran la unidad de la iglesia visigoda ya que la sede principal, Toledo, estaba en su territorio.

Y justo entonces, Elipando estaba en plena disputa adopcionista, dando a Alfonso la oportunidad perfecta para romper con la iglesia de Toledo. También en Urgel, algo más tarde, el obispo Félix defendió el adopcionismo con una reacción de Carlomagno parecida a la de Alfonso: las ideas de Félix fueron condenadas en el concilio de Ratisbona del año 792 y en el de Francfort de 794, pese a las protestas de los obispos mozárabes. Como se ve, el monarca bajo el cual vivía cada obispo influía mucho en sus opiniones cristológicas. Tanto Alfonso II como Carlomagno vieron en el desliz teológico de Elipando de Toledo la ocasión perfecta para romper los lazos con el obispo toledano, hasta entonces jefe supremo de la España cristiana.

Así se entienden bien los ataques furibundos de Beato de Liébana. Ya fuese por convicción religiosa, ya por conveniencia política, era toda una demostración de la falta de respeto que el obispo metropolitano le merecía el decir de él que era un «lacayo del Anticristo»… o uno de sus cojones, que es la interpretación más conveniente para vender galletas. Por cierto, que no llegué a probarlas. Tendré que volver a Liébana un día de éstos para hacerlo. Además, Cantabria siempre merece una visita y el comprobar a qué saben las maldiciones de Beato es una excusa tan buena como cualquier otra.

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«Dios reconocerá a los suyos»

19 jueves Nov 2015

Posted by ibadomar in Historia

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Albigenses, Béziers, Cátaros, Cesáreo de Heisterbach, Cruzadas, Dominicos, Edad Media, Franciscanos, Francisco de Asís, Herejía, Historia, Inocencio III, Liberty Valance, Putin, Raimundo de Tolosa, Santo Domingo de Guzmán, Simón de Monfort, Valdenses

Llevamos unos días espantosos. Primero fue el avión ruso que, según se ha confirmado ahora, fue destruido por una bomba y después fue la matanza terrorista en París. No tiene nada de raro que las conversaciones hayan quedado dominadas por un único tema y en este panorama se ha atribuido a Vladimir Putin una de esas frases lapidarias que en una pantalla de cine sólo pronuncian tipos muy, muy duros: «Perdonar a los terroristas está en las manos de Dios. Enviarlos con Él es cosa mía».

Puede que Vladimir Putin sea un tipo muy duro, pero la frase no es suya. La periodista Remi Maalouf la vio en un muro de Facebook y la tuiteó a toda prisa sin contrastar la información. Pidió disculpas más tarde, pero me temo que la cita quedará para la posteridad porque, como se dice en El hombre que mató a Liberty Valance, película en la que encontramos a dos tipos muy, muy duros: cuando los hechos se convierten en leyenda, se imprime la leyenda.

La frase en cuestión me ha recordado un hecho histórico, y quienes me conocen saben que no puedo evitar dejar constancia en el blog. Además tiene que ver con la Edad Media, que no aparece mucho por aquí, y merece un poco más de atención. De manera que nos vamos a trasladar a principios del siglo XIII, una época de auge del espiritualismo. En esos años, por ejemplo, se crea la orden de los franciscanos, aprobada en 1209 por el papa Inocencio III, que tras conceder audiencia a Francisco de Asís no vio nada de malo en dar su apoyo a aquel hombre que predicaba la más absoluta pobreza, la hermandad entre los hombres y el amor por la naturaleza como obra de Dios.

Pero los franciscanos, pese al apoyo papal, nunca dejaron de ser, en cierto modo, sospechosos. Y no es de extrañar porque si esta regla predicaba la pobreza, manteniéndose dentro de la disciplina eclesiástica, otros movimientos tenían una ideología similar pero bastante más heterodoxa. Un buen ejemplo son los valdenses, discípulos de Pedro Valdo, un mercader de Lyon que experimentó, a finales del siglo XI, un proceso de conversión espiritual similar al que unos años más tarde viviría Francisco de Asís. La diferencia entre ambos estriba principalmente en las duras críticas del de Lyon hacia buena parte del clero.

Pero los protagonistas de nuestra historia son otros devotos de la pobreza: los cátaros, que se extienden con fuerza en el sur de Francia a partir de 1190. En este caso ya no es que prefirieran lo espiritual a lo material sino que consideraban directamente que todo aquello que es material es obra del diablo, frente a lo espiritual, que es obra de Dios. Y aquí ya tenemos un primer motivo de choque teológico, puesto que la Iglesia considera todo lo existente como obra divina. Si añadimos el rechazo cátaro a sacramentos como el bautismo o la comunión (que se apoyan en elementos materiales, como el agua usada durante el bautizo), y que rechazaban que Cristo pudiera haberse encarnado sino que creían que Jesús había sido una aparición espiritual que pretendía mostrar el camino de la redención, tenemos motivos más que suficientes, según la mentalidad del siglo XIII, para un enfrentamiento violento.

Quiso además el destino que fuese papa Inocencio III, un viejo conocido de este blog, que destacaba por su formación teológica y que por tanto no podía asistir impávido a tanta desviación de la ortodoxia. Los primeros esfuerzos fueron encaminados a predicar entre los cátaros para que volviesen al redil y de ahí el apoyo a Francisco de Asís, cercano al ideal cátaro de rechazo a la riqueza material, pero siempre dentro de la ortodoxia, y también a Domingo de Guzmán, que creó a partir de 1206 comunidades de predicadores centradas en dos principios: el estudio y la pobreza. Con su sólida formación teológica y su modo de vida ejemplar, los que serían conocidos como dominicos tuvieron como primera misión recuperar la ortodoxia en territorio cátaro. Pero esta vía, aunque resultó prometedora, era lenta y el mundo de entonces, como el actual, a menudo giraba muy deprisa.

La situación creada con el auge cátaro dejaba en posición muy difícil al conde Raimundo de Tolosa (Toulouse). Por un lado tenía a unos herejes muy arraigados en su territorio contra los que no tenía nada y con los que incluso simpatizaba, y por otro tenía a un legado papal, Pierre de Castelnou, decidido a excomulgarle por su tibieza ante la herejía. De este último problema se vio libre cuando el legado Pierre fue asesinado, pero entonces se acabó la paciencia de Inocencio III, que excomulgó a Raimundo. Éste consiguió rehabilitarse en seguida, pero para entonces ya estaba en marcha la llamada cruzada albigense (así llamada por la ciudad de Albi, cuyo gentilicio se emplea también para referirse a los cátaros).

La cruzada pondría punto final a la herejía por la vía de las armas. Una de las primeras acciones fue la toma de Béziers. El ejército cruzado estaba dirigido por un hombre destinado a hacerse famoso por su brutalidad: Simón de Monfort. Ante Béziers se encontró con un problema: los habitantes católicos de la ciudad asediada rechazaron la oportunidad que se les ofrecía de salir de ella dejando abandonados a su suerte a sus vecinos cátaros. Según Cesáreo de Heisterbach, Simón de Monfort consultó con el nuevo legado papal qué debían hacer cuando tomaran la ciudad, puesto que no podrían distinguir a los herejes del resto de habitantes. La respuesta del legado fue, como corresponde a este artículo, la propia de un tipo muy, muy duro: Matadlos a todos, que Dios ya reconocerá a los suyos.

Si se pronunció o no aquella sentencia es difícil de saber: Cesáreo de Heisterbach escribió esta historia más de 20 años después de ocurrida mientras que el propio legado papal, en correspondencia con Inocencio III, aseguraba que el asalto a la ciudad había comenzado de improviso, por iniciativa de los soldados, cuando aún los jefes cruzados estaban discutiendo el destino de la ciudad. La frase, no obstante, ilustra muy bien la brutalidad de aquella guerra, por lo que ha quedado en la memoria de los que la estudian. Y, aunque en realidad nunca llegara a pronunciarse, ya hemos visto que cuando los hechos se convierten en leyenda…

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