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Aviación, Barón Rojo, Historia, Manfred von Richthofen, Oswald Boelcke, Primera Guerra Mundial, Roy Brown, Siglo XX, Wop May
Hace apenas unos días, el 21 de abril, se cumplieron 100 años de la muerte de Manfred von Richthofen, el Barón Rojo. No es la primera vez que pienso que los hechos de los aviadores de la Primera Guerra Mundial serían un buen material para este blog, y de hecho ya hablé en cierta ocasión del as francés Charles Nungesser y mencioné a Roland Garros. Puestos a escribir sobre otro aviador de la época, la elección de von Richthofen es obvia. Ya sea porque fue el piloto que más derribos consiguió durante la Gran Guerra o por la peculiar decoración de su avión, el Barón Rojo sigue siendo una figura conocida por el público en general.
Lo curioso es que von Richthofen llegó a la aviación casi por casualidad. Miembro de una familia noble, el joven Manfred se unió al ejército como oficial de caballería y así fue como le sorprendió, a sus 22 años, el inicio de la guerra en 1914. Por aquel entonces la caballería pesada ya no tenía sentido en el campo de batalla, pero la caballería ligera seguía desempeñando misiones de reconocimiento.
Así fue como el joven Manfred participó en sus primeras acciones de guerra, pero el arma de caballería ya no tenía futuro y el estancamiento del frente occidental fue la demostración definitiva. Por otro lado, el reconocimiento aéreo era ya más eficiente que el tradicional, como demostró el inicio de la batalla del Marne.
Von Richthofen solicitó que se le trasladara a aviación y consiguió su propósito, aunque al principio fue empleado como observador y no como piloto. Un día de octubre de 1915, durante un traslado en tren, ocurrió algo que cambiaría su vida: coincidió con Oswald Boelcke. Boelcke, un año mayor que von Richthofen, se estaba convirtiendo en una leyenda tras haber conseguido derribar nada menos que cuatro aviones enemigos y von Richthofen se acercó a él para preguntarle cómo lo conseguía. Boelcke le explicó que todo consistía en acercarse mucho al adversario, apuntar y disparar. “Eso hago yo y no consigo nada” respondió von Richthofen, que se veía limitado por volar en aviones de gran tamaño y tener que coordinarse con su piloto. Al final del viaje Manfred había tomado una decisión: aprendería a pilotar.
Lo hizo y ganó sus alas, aunque siguió volando en aviones biplaza, esta vez como piloto. Y en agosto de 1916, mientras participaba en misiones de bombardeo en Rusia, volvió a cruzarse con Oswald Boelcke, que por entonces llevaba 19 derribos, estaba realizando una gira de inspección por distintos frentes y acababa de recibir carta blanca para formar su propio equipo con los pilotos que quisiera. Algo debió de ver en von Richthofen porque le pidió que se uniera a su nueva unidad, la Jasta 2.
Boelcke era entonces el alma de la aviación de caza alemana. No sólo era un piloto excepcional, sino que estudió el problema del combate aéreo y elaboró un conjunto de reglas básicas para que sirviera de guía a los pilotos. Los miembros de la Jasta 2 le idolatraban. Su muerte en octubre de 1916 fue un golpe inesperado, especialmente porque, aunque llegó en combate, fue consecuencia de una colisión con un compañero de escuadrón. Fue poco más que un roce, pero suficiente para que Boelcke perdiera el control del aparato. Tenía 25 años y había derribado 40 aviones enemigos.
Entretanto, Manfred von Richthofen incrementaba su propia cuenta de éxitos, incluyendo el derribo del principal as inglés del momento, Lanoe Hawker. En enero de 1917 von Richthofen, que contaba ya con 16 victorias, recibió la principal condecoración prusiana, la Pour le Mérite (más conocida como Blue Max) y recibió el encargo de dirigir su propia unidad, la Jasta 11. Más adelante se combinarían 4 Jastas (hoy hablaríamos de escuadrones) para formar un Jagdgeschwader (un ala). La JG1, la primera unidad de ese tipo, tuvo a von Richthofen como jefe. Para entonces ya había tenido la ocurrencia de pintar su avión de rojo sin que estén claros los motivos. El efecto fue que se conociera su aparato en todo el frente y que surgieran los más extraños rumores. Uno de ellos, que von Richthofen conoció por un piloto inglés derribado, aseguraba que el piloto de aquel avión rojo era una mujer, puesto que sólo así se entendía tanto colorido. El diablo rojo empezaba a ser una leyenda también entre sus enemigos.
En julio de 1917 conoció de cerca la derrota cuando el observador de un avión biplaza estuvo a punto de acabar con su vida. Von Richthofen no se inquietó al ver como su presa abría fuego desde muy lejos (a esa distancia no es posible acertar con una ametralladora, pensó), pero uno de los proyectiles le alcanzó en la cabeza, aunque sin la energía suficiente para perforar el hueso. Consiguió aterrizar, pero no sólo tuvo que estar un tiempo de baja sino que las secuelas le perseguirían en forma de dolores de cabeza y cambios de humor. Sin embargo siguió dirigiendo su unidad con energía y siendo un ídolo para sus hombres, a los que intentaba adiestrar y transmitir su experiencia como Boelcke había hecho con él. Von Richthofen cada vez se parecía más a su mentor.
El 21 de abril de 1918 amaneció con niebla. A la espera de que mejorara, von Richtofen se entretuvo en jugar con su perro junto a sus hombres, que veían a su jefe de muy buen humor por primera vez en mucho tiempo. Cuando se levantó la niebla, el Barón Rojo despegó sin saber que estaba iniciando su último vuelo.
Los aviones alemanes encontraron una patrulla británica dirigida por el canadiense Arthur “Roy” Brown y se enzarzaron en el combate. Uno de los pilotos, un novato llamado May, había recibido instrucciones claras: regresar a la base en caso de ser atacado. Brown era un jefe concienzudo, que cuidaba mucho de sus pilotos y sabía que un novato apenas tenía posibilidades de supervivencia. May siguió sus órdenes haciendo una pasada contra un enemigo, pasada que apenas sirvió para esparcir munición, y descendió, ganando velocidad para regresar a toda prisa. Von Richthofen no podía dejar de notar un comportamiento tan propio de un novato y debió de verlo como una presa fácil, perfecta para ser su victoria número 81.
De manera que el triplano rojo de von Richthofen se lanzó en persecución de May mientras Brown, viendo la maniobra, se lanzaba a su vez en pos de von Richthofen. El piloto alemán se acercaba cada vez más a May, que intentaba todo tipo de maniobras desesperadas para sacarse de encima a su experimentado adversario en aquella alocada persecución a baja altura. Brown abrió fuego, von Richthofen siguió concentrado en su persecución lanzando ráfagas cortas a su presa, abandonó la caza y ganó altura para dar media vuelta mientras un par de ametralladoras australianas abrían fuego desde tierra contra el triplano rojo, que perdió el control y se estrelló.
El cadáver fue recuperado por una unidad australiana y enterrado con todos los honores mientras Roy Brown recibía oficialmente el mérito de haber derribado al mítico piloto, pero este último aspecto no está tan claro. Tras estudiar con lupa los informes de los testigos y el examen médico del cadáver, muchos piensan que Brown no disparó el tiro fatal, que atravesó al piloto alemán con una trayectoria que debió de alcanzarle de lleno en el corazón. La trayectoria de la herida parece más propia de un disparo desde tierra y tampoco parece probable que von Richthofen estuviera en condiciones de proseguir la caza si Brown le hubiese alcanzado porque habría quedado incapacitado inmediatamente. Un resumen del examen del cadáver y los relatos de los testigos se puede encontrar aquí.
Quizás fue Brown o quizás uno de los dos ametralladores australianos que hicieron fuego contra el triplano, o quizás fue un tiro de fortuna de un soldado de infantería. Su vieja herida posiblemente había contribuido porque su comportamiento de aquel día no es normal en alguien tan experimentado. El ataque de caza típico era una pasada ametrallando a toda velocidad sin perder el tiempo en largas persecuciones que daban ocasión a ser blanco de un tercer avión; menos aún en una acción a baja altura al alcance de ametralladoras antiaéreas y todavía menos en las cercanías del frente.
¿Fatiga? ¿Error de juicio? ¿Secuelas de la herida en la cabeza? El resultado es el mismo: von Richthofen había muerto, aunque dejando una leyenda y llevando consigo el respeto de compañeros y enemigos. De haber vivido once días más habría cumplido 26 años.
Buena historia y mejor contada. Ánimo con el excelente blog.