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Llevamos un verano complicado en el centro de control. Ya antes de que empezara, a finales de primavera, empezó una racha de tormentas que afectaban a grandes zonas de la Península día sí y día también. No es que sean raras las tormentas en verano, y sobre todo en otoño, pero encontrarse un panorama como el que refleja el siguiente tuit de la cuenta de Controladores Aéreos un día 19 de junio sí es poco habitual.

Al tuit lo acompaña una imagen de los núcleos tormentosos y otra de la ruta que siguió un avión ese día. Lo normal habría sido que sobrevolara Santander, yendo en rumbo sur y pasando ligeramente al oeste de Madrid… pero ya vemos lo que tuvo que hacer para esquivar las nubes tormentosas: poner rumbo nordeste hasta llegar a Pamplona, momento en el que pudo virar para ir hacia el sur, pasando al este de Madrid. Buen rodeo, sí señor. Todo sea por no meterse en uno de los temibles cumulonimbos.

El que los aviones vayan por rutas que no tienen nada que ver con lo previsto causa muchos problemas: se meten en sectores por los que no deberían pasar, obligan a multitud de coordinaciones y hacen complicada la labor de mantener la separación reglamentaria entre aviones al mismo nivel porque no se puede prever por cuánto tiempo el avión mantendrá la misma trayectoria. En las proximidades de los aeropuertos la cosa es aún peor porque los aviones vuelan cerca del terreno, si la nube se desplaza por el camino a la pista no se puede intentar aterrizar, todos empiezan a dar vueltas, no siempre pueden hacerlo en el sitio designado para ello… pero este panorama ya lo describí en Los atascos del cielo.

Meterse en un cumulonimbo no es buena idea. En la imagen adjunta, que he tomado de Wikipedia, se ve cómo se desarrollan las nubes de este tipo. Al principio hay corrientes ascendentes de aire caliente que van inyectando humedad en zonas altas. Llega un momento en que la nube ya no consigue crecer más y se extiende, en su parte superior, hacia los lados, lo que le da una forma de yunque. En esa zona alta el agua forma trozos de hielo cada vez mayores, hasta que su peso es demasiado como para aguantar allí arriba por mucha corriente ascendente que haya: empieza la precipitación, provocando que haya granizo cayendo dentro de la nube y arrastrando, en su descenso, aire frío de la parte alta.

El resumen es que dentro de la nube tenemos corrientes de aire cálido que suben y corrientes de aire frío que bajan: aire moviéndose por todos lados, que es tanto como decir una turbulencia de aquí te espero. El aire que baja viene acompañado de hielo, es decir de granizo si cae en trozos de cierto tamaño, de nieve si los cristales de hielo son más pequeños y de agua si el hielo se ha fundido, que es lo normal al llegar a la parte baja de la nube, donde hace más calor. Turbulencia severa, granizo y, para remate, algún que otro rayo: el peor de los lugares para encontrarse dentro de un avión.

En la fase final  de desarrollo del cumulonimbo sólo quedan corrientes descendentes, lo que no quiere decir que haya pasado el peligro, porque estar a punto de aterrizar en un aeropuerto y encontrarse de golpe con un chorro de aire que te empuja bruscamente hacia el suelo no debe de ser una experiencia agradable.

¿Y cómo sabemos tanto de lo que ocurre ahí dentro? Porque a nadie se le habrá ocurrido meterse en un cumulonimbo para ver qué pasa en su interior, ¿verdad? Pues… precisamente es así cómo se recopilaron los datos que llevaron a desarrollar el modelo que acabamos de ver. Fue la parte más arriesgada del Proyecto Tormenta (The Thunderstorm Project), que tuvo lugar hace exactamente 70 años, en el verano de 1947 en Ohio. Bueno, también en Florida en el verano de 1946, pero suena mejor un número redondo.

El proyecto fue iniciativa del Congreso de los Estados Unidos, y rápidamente fue aprobado por el Senado, donde posiblemente recordaban que el senador Ernest Lundeen, de Minnesota, había muerto junto a otras 24 personas en un DC-3 que se encontró con una tormenta en 1940. No fue el único accidente de ese tipo en aquellos años, así que en 1946, con la guerra recién terminada, el servicio meteorológico norteamericano se puso a trabajar en el asunto. Seguramente con ganas, puesto que su director ya tenía un interés previo en la influencia de las tormentas en el vuelo de globos y dirigibles. Sobre todo desde que en 1923 no pudo evitar verse envuelto en una tormenta durante una competición aerostática. Por cierto, acabó siendo arrastrado tan lejos que ganó el segundo premio.

Los medios con que contó el proyecto fueron numerosos: radares, globos sonda, por supuesto aviones… De éstos, tres eran planeadores (uno de ellos batió un récord de altitud, por las fuertes corrientes ascendentes. Se diría que meterse en una tormenta es un buen método, aunque incómodo, de batir marcas en aviación), otro era un T-6, el célebre avión de entrenamiento, y las estrellas de la función eran unos cuantos P-61 del ejército. Un avión bastante peculiar, por cierto. Lo vemos en una imagen tomada de Wikipedia.


La foto muestra un ejemplar pintado de verde, pero era más normal ver este avión en color negro, puesto que había sido concebido como caza nocturno. Con semejante color y una alta potencia de fuego, el apodo del avión estaba cantado: Black Widow, Viuda Negra. Los P-61 del Proyecto Tormenta estaban modificados para observación meteorológica y tenían la misión de entrar en la nube tormentosa a distintas altitudes (volaban de cinco en cinco, separados entre sí por 5.000 pies de altitud), intentando que el piloto interviniera lo menos posible mientras se recopilaban datos, ya que la forma en que era arrastrado el avión formaba parte del material a estudiar.

En total entraron 1.362 veces en 76 tormentas diferentes y aportaron datos muy valiosos. Por ejemplo: la máxima velocidad ascensional registrada fue de 5.000 pies/minuto mientras que la máxima velocidad de descenso fue de unos 3.300 pies por minuto. Para que podamos comparar digamos que un reactor comercial moderno suele subir a entre 1.000 y 2.000 pies por minuto y bajar a velocidades parecidas o algo superiores (3.000 pies por minuto es ya una velocidad de descenso alta para un avión). En 21 ocasiones hubo impactos de rayos y en cuanto al granizo, apareció a media altitud en apenas un 10% de los vuelos, aunque sus impactos hicieron mella en los aviones. Literalmente. En cuanto a la presencia de turbulencia no he visto datos, pero tampoco los necesito: turbulencia severa con total seguridad.

Fueron muchas las conclusiones que se extrajeron, pero una de ellas fue de gran importancia práctica: el radar se podía utilizar para detectar núcleos tormentosos. Hoy no hay avión comercial que no lleve un radar meteorológico, pero en 1947 el radar era algo muy reciente y de uso puramente militar. Ahora se le encontraban nuevas aplicaciones.

Lo mejor del proyecto fue que no hubo accidentes. Después de todo, las tormentas, aunque temibles, no resultaron excesivamente dañinas. Pero eso lo sabemos ahora, mientras que los pilotos que se enfrentaron a ellas para estudiarlas no tenían ni idea de lo que iban a encontrar una vez dentro. Sí sabían que, según sus órdenes, había que entrar en la tormenta por muy violenta que pareciera. No es extraño que aquellos aviadores fueran condecorados con la Distinguished Flying Cross.

En cuanto a los posibles pasajeros que lean estas líneas, pueden respirar tranquilos: ya no se dan condecoraciones por meterse en un cumulonimbo y ningún piloto comercial se arriesga a intentarlo. Es mejor dar un rodeo como el del tuit que vimos antes, aunque se pierda algo de tiempo. También es menos emocionante, eso sí.