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Uno de los lugares que más me han impresionado en el transcurso de mis viajes es el cementerio norteamericano de Colleville-sur-mer, en Normandía. Allí, en un alto sobre la playa Omaha, tan apacible que sólo se oye el canto de los pájaros y el rumor del mar, hay enterrados casi 10.000 soldados norteamericanos, la mayor parte de los cuales murieron durante la campaña de Normandía. Y precisamente se cumplen ahora 70 años de aquel 6 de Junio de 1944, el día D por excelencia, el día en que comenzó aquella campaña y se empezó a divisar el final de la Segunda Guerra Mundial.CollevilleLos acontecimientos son muy conocidos, pero no está de más repasarlos. Alemania casi había logrado en la Segunda Guerra Mundial lo que no alcanzó en la Primera: no tener que pelear en dos frentes a la vez. Al no haber conseguido la capitulación inglesa siempre existió un enemigo en el lado occidental, pero desde el verano de 1941 hasta el de 1943 sólo había habido un frente terrestre importante, el del Este de Europa. Sí hubo operaciones en el Norte de África, pero tuvieron siempre un carácter secundario, al menos desde el punto de vista alemán. No obstante, fue precisamente la expulsión de las tropas del Eje de África la que hizo posible un desembarco en Sicilia, y posteriormente en el Sur de Italia, que abría el ansiado segundo frente.

Pero las operaciones en Italia no fueron decisivas, aunque al menos se consiguió expulsar a Mussolini del poder y lograr la capitulación de Italia. Sin embargo, los alemanes consiguieron rescatar al Duce y organizar un estado-títere en el norte del país. Dado que Italia, con su orografía, no es demasiado difícil de defender, a efectos prácticos seguía sin existir ese «segundo frente», que tanto reclamaba Stalin para aliviar la presión sobre la Unión Soviética. Pero cruzar el Canal de la Mancha para desembarcar en Francia desde Inglaterra no era tarea fácil y no estará de más exponer algunos de los detalles de aquella formidable empresa.

El nombre clave de la operación de la campaña de Normandía fue Overlord, pero había multitud de operaciones subordinadas a la principal. Por ejemplo:

-El cruce del canal y los desembarcos propiamente dichos (Operación Neptuno): se trataba de cruzar a 130.000 soldados en 5.000 lanchas de desembarco escoltadas por 6 acorazados, 23 cruceros, 104 destructores, 277 dragaminas y otros 150 buques más o menos y llevarlos a cinco playas denominadas en clave Utah, Omaha, Gold, Juno y Sword. La simple coordinación de aquel tráfico marítimo era una pesadilla logística.

-El desembarco por mar fue precedido por el de fuerzas aerotransportadas. Mover tres divisiones de paracaidistas es complicado y se necesitaron nada menos que 1.200 aviones, que tenían que operar en plena noche, hasta llegar al lugar desde el que saltar en paracaídas o iniciar el descenso en planeador. Es fácil imaginar el caos en que se convirtió aquella parte de la operación.

-La operación Fortitude, por su parte, pretendía engañar a los alemanes haciéndoles creer que había un ejército ficticio en determinados lugares del sur de Inglaterra. Para ello se organizaron infinidad transmisiones de radio falsas en la zona, que hicieran pensar en intensas comunicaciones, se construyeron tanques y aviones falsos, para engañar al reconocimiento aéreo, se usó a espías, como el célebre Garbo, para pasar información falsa… la guinda fue colocar al que los alemanes consideraban como mejor general aliado, Patton, al mando de aquel ejército inexistente.

-También la operación Titanic tenía como objetivo engañar a los alemanes, esta vez mediante el lanzamiento de paracaidistas falsos: simples muñecos que explotaban y se incendiaban al llegar al suelo para crear confusión. En la misma operación participaban paracaidistas de verdad para que fuera difícil saber qué ataques eran reales y cuáles no.

La tecnología también tenía que estar a la altura y surgieron varios inventos creados especialmente para la ocasión. Por ejemplo el denominado «bobbin tank», que era un vehículo con una enorme bobina, montada delante, que se desplegaba como una alfombra, sobre la que pasaba el propio vehículo y los que lo siguieran, y cuya finalidad era evitar que los blindados se hundieran en el blando terreno de las playas. También era ingenioso el «crab», que era un carro de combate modificado con un rodillo delantero que hacía girar cadenas y pesas para golpear el suelo con la fuerza aproximada de la pisada de una persona o el peso de un blindado, consiguiendo así hacer explotar sin peligro las minas enterradas. Otros inventos, como el tanque anfibio no tuvieron tanto éxito y se revelaron como prácticamente inútiles.

693px-M4a4_flail_cfb_borden_1El «crab», pensado para despejar campos minados (foto: Wikipedia)

El invento más espectacular, sin embargo, fueron los puertos artificiales conocidos como Mulberries. Para descargar gran cantidad de mercancías hacía falta algo bastante mejor que las barcazas de desembarco, y tomar por la fuerza una ciudad portuaria bien defendida era realmente complicado, así que se construyeron dos puertos prefabricados, que comenzaron a ensamblarse tan pronto se aseguraron las playas y que estaban en uso apenas 12 días después del desembarco, el 18 de junio, aunque uno de ellos quedó inutilizado casi inmediatamente por una colosal tormenta que se desencadenó el día 19. Eran puertos provisionales, pero por lo demás resultaban tan útiles como un puerto convencional. Con una capacidad de unas 7.000 toneladas diarias, por el puerto Mulberry que sobrevivió a la tormenta pasaron en poco más de tres meses dos millones y medio de hombres, medio millón de vehículos y unos 19 millones de metros cúbicos de material.

Pero todo ese esfuerzo logístico, toda la inventiva, el trabajo, el esfuerzo… todo ello no habría servido de nada sin el sacrificio de quienes en la madrugada de aquel día de hace 70 años se dirigían hacia unas playas hostiles, en unas barcazas sacudidas por la marejada, entre el hedor de unos vómitos provocados a medias por el mareo y por el terror. Les acompañaba la certeza de que en pocos minutos muchos caerían ante las ametralladoras enemigas o ahogados por el peso de su propio equipo si desembarcaban en una zona demasiado profunda. No estaban solos: pocas horas antes les habían precedido las tropas aerotransportadas, afrontando la incertidumbre de un salto en paracaídas o el riesgo de un aterrizaje en planeador, en ambos casos en la más completa oscuridad y en territorio dominado por un enemigo implacable.

Por eso es difícil visitar el cementario de Colleville-sur-mer sin sentir un nudo en la garganta. Allí reposan para siempre muchos de los que murieron en aquel día y en la campaña que se desarrolló a continuación. Eran, en su mayoría, jóvenes que habían abandonado su hogar y cruzado un océano para dejarse la vida, literalmente, en un esfuerzo por apartar de Europa el siniestro fantasma del nazismo. A veces se lee en la prensa que ese espectro no huyó del todo y aún amenaza con regresar. En esos casos no puedo evitar pensar en quienes están en ese cementerio, y en otros similares, y preguntarme si las generaciones actuales estaremos a su altura y si hemos comprendido la magnitud de la deuda que contrajimos con ellos hace exactamente 70 años.