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Inversiones de futuro

14 domingo Jul 2013

Posted by ibadomar in Historia, Política

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Edad Media, Edad Moderna, Enrique el Navegante, Florencia, Historia, Medina Azahara, Política, Proyecto Apollo, Renacimiento, Siglo XX

Hace unos tres o cuatro años mis padres visitaron Florencia. A su regreso estuvimos hablando del aparente prodigio de que coincidieran allí en poco tiempo los grandes talentos del Renacimiento: Donatello, Fra Angélico, Brunelleschi, Botticelli, Leonardo, Miguel Ángel, Rafael… todos ellos eran florentinos o vivieron y trabajaron en Florencia. Semejante reunión de genios parece todo un milagro, pero no todo se debe a la casualidad ya que vivieron en los años de esplendor de los Médici, que tanto interés y dinero invirtieron en apoyar las artes. En aquella época un joven florentino que tuviese talento y habilidad haría bien en buscar un taller donde emplearse como aprendiz y aprender los secretos de un oficio que podría reportarle el favor de los poderosos, de la misma forma que hoy, un adolescente hábil con el balón o con la raqueta de tenis puede lograr un espléndido porvenir si consigue destacar en estos deportes.

En el fondo es cuestión de dinero. Si se invierte en un campo determinado acudirán a él muchos, de los cuales una mayoría serán más o menos competentes, unos cuantos serán un desastre, y algunos resultarán ser verdaderos genios. El talento de éstos es importante, sí, pero sin las condiciones adecuadas no llegará a desarrollarse nunca. Todos los artistas que he citado fueron grandes maestros, pero no estaban solos, sino que contaban con sus colaboradores y se movían entre otros muchos colegas, cuyos nombres a menudo no se han conservado o no destacaron lo suficiente como para ser conocidos más allá del círculo de los grandes expertos en la materia. Habiendo materia prima para elegir, alguno tenía que destacar entre todos ellos; cuando la materia prima es mucha ya no sólo es uno el que destaca sino varios, y así surge un foco de excelencia. En este caso en las artes.

Florencia es un buen ejemplo de cómo se obtienen resultados en aquello en lo que se invierte con preferencia, pero no es el único ni mucho menos. Expongamos algún caso más:

Quien haya visitado Córdoba habrá hecho bien en contemplar las ruinas de Medina Azahara, la magnífica residencia del califa Omeya. La magnificencia del complejo palacial y lo desmesurado de su lujo eran tales que hasta causaban asombro en los embajadores bizantinos, acostumbrados a una corte tan suntuosa como la de Constantinopla. Sin duda era agradable contemplar esa exhibición de poder… a cuya construcción destinó el califato durante años nada menos que la tercera parte de sus ingresos. Si uno dedica tal cantidad de dinero a un proyecto no es de extrañar que el resultado sea deslumbrante.

Un ejemplo más cercano es el del Proyecto Apolo de la NASA. En plena Guerra Fría la carrera espacial entre las dos grandes potencias era algo más que una cuestión de desarrollo técnico, ya que estaban en juego cuestiones de supremacía tecnológica, implicaciones militares de esa misma tecnología, cuestiones de orgullo nacional y, naturalmente, propaganda de la superioridad del propio modelo social. La Unión Soviética partió con ventaja, al conseguir ser el primer país en poner en órbita un satélite artificial (Sputnik 1, 1957), en enviar un ser vivo al espacio (perra Laika en el Sputnik 2, 1957), en enviar a un ser humano al espacio (Yuri Gagarin en el Vostok 1, 1961) y en dar el primer paseo espacial (Alexei Leonov en el Voskhod 2, 1965). Los Estados Unidos no podían permitirse quedar atrás y apenas un mes y medio después de que Gagarin completara una órbita a la Tierra el presidente norteamericano, J.F. Kennedy proponía un programa destinado a que su país enviara a un hombre a la Luna y lo trajera de regreso a la Tierra antes de terminar la década. El proyecto Apollo culminó con éxito en 1969, como sabemos, pero no fue barato: en algunos años obligó a destinar a la NASA más de un 4% del presupuesto nacional.

Un caso de rivalidad parecido, salvando las distancias, lo tenemos entre las coronas de Portugal y Castilla en el siglo XV. Portugal tomó la delantera en la llamada era de los descubrimientos, aunque Castilla se llevó el premio gordo gracias a la expedición de Colón. Todo aquel esfuerzo se cimentó en el trabajo del infante Enrique el Navegante de Portugal. Su apodo le viene por el apoyo que dio a las empresas de exploración del Océano Atlántico. Él no podía saberlo, pero con su mecenazgo estaba cambiando el mundo, ya que no se limitó a poner dinero para enviar barcos a la ventura sino que fundó en Sagres todo un complejo náutico formado por arsenal, observatorio, escuela naval, etc. Hoy en día supongo que lo llamaríamos Universidad del Mar o algo parecido. En otras palabras: creó las condiciones para que el talento relacionado con la navegación diera fruto. Castilla no se podía quedar atrás si quería sacar rendimiento de la expedición colombina y por eso la Casa de Contratación fue mucho más que la institución mercantil que monopolizaba el comercio con las Indias: en el siglo XVI era el primer centro científico de Europa en el que el estudio de la cartografía y la navegación tenían un puesto de honor, como podemos leer en, por ejemplo, este artículo.

Todos estos casos me vinieron a la mente cuando leí hace un par de meses que un joven físico, uno de los mejores de Europa en su campo, vio rechazada su beca para regresar a España (enlace a la noticia) o cuando leí que una bióloga que destaca en su campo fue despedida de su centro de investigación en Valencia (enlace). Es posible que estas noticias tengan ese punto de exageración que aparece a menudo en la prensa, pero estos días he leído que el CSIC (Consejo Superior de Investigaciones Científicas) está en serios apuros porque necesita con urgencia 75 millones de euros (enlace). En la misma noticia leemos que en el CSIC trabajan 15.000 personas (un tercio de ellos investigadores) y aquí leemos que su presupuesto es de 602 millones de euros. Una simple división y obtenemos que el CSIC tiene un presupuesto de poco más de 40.000 euros por persona. El presupuesto incluye salarios, gastos de energía, material, edificios, etc, pero para simplificar vamos a establecer el coste por investigador, que será, sabiendo que un tercio del personal se dedica a la investigación, de aproximadamente 120.000 euros.

Para comparar y hacer un poco de demagogia tengamos en cuenta que el presupuesto de una institución como el Senado, que nadie sabe para qué sirve, es de casi exactamente 52 millones de euros según su propia web. No todo va al sueldo de los senadores, pero ya que hemos establecido el coste por investigador establezcamos el coste por senador. Son 266 senadores según la misma web lo que da un gasto por senador de 195.000 euros. Es decir, que un senador nos sale un 62,5% más caro que un investigador. El por qué puede ocurrir que desaparezcan éstos y no aquéllos no alcanzo a comprenderlo.

El resumen de todo lo escrito es que una sociedad obtiene lo que compra: si gasta su dinero en artistas tendrá a los mejores, si lo hace en navegantes surcará los mares, si lo hace en investigación espacial llegará al espacio, mientras que si por el contrario lo gasta en…

No, no es que haya dejado el artículo sin terminar. Es que me he ahorrado el trabajo de teclear porque sé que todos los que lo hayan leído entero han completado el párrafo anterior por su cuenta, aunque sea con ejemplos distintos. Hay tantos para elegir que no he conseguido decidirme por ninguno.

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La caída de la monarquía británica

31 domingo Mar 2013

Posted by ibadomar in Historia

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Carlos I, Carlos II, Cromwell, Edad Moderna, Felipe IV, Guillotina, Historia, Isabel I, Jacobo I, Luis XVI, Restauración, Revolución, Revolución inglesa, Siglo XVII

Hace poco escribí un artículo en el que mencioné la célebre decapitación de Luis XVI. En él intentaba desmitificar la imagen de la guillotina como sinónimo de revolución puesto que si Luis XVI fue decapitado con tal instrumento fue simplemente porque ése era el método de ejecución que empleaba la Francia revolucionaria. Ciertamente no es demasiado común que se ejecute a un monarca sea por el método que sea… pero bien mirado tampoco es tan raro como podríamos pensar. Casi 150 años antes de la ejecución de Luis XVI un rey había sido decapitado en Europa. Y en Inglaterra nada menos, país con fama de monárquico y amante de su realeza.

Carlos I de Inglaterra nunca fue un rey demasiado querido. Fue el segundo de su dinastía en reinar, puesto que su padre, Jacobo VI de Escocia, accedió al trono de Inglaterra con el nombre de Jacobo I al morir sin descendencia la inglesa Isabel I. Carlos tuvo la desgracia de que su hermano mayor, Enrique, muriera de tifus en 1612, a los 18 años. El difunto heredero era un joven dinámico y capaz, que apuntaba buenas maneras, muy distinto de su hermano menor, un niño enfermizo, afectado de raquitismo leve y de una cierta tartamudez. Posiblemente estos problemas le causaron un complejo de inferioridad puesto que sabemos de él que tenía un carácter distante, aderezado con un sentido de la dignidad extraordinariamente elevado.

Con 22 años, en 1623, Carlos protagonizó un episodio bastante pintoresco al presentarse de improviso Charles_I_of_Englanden Madrid acompañado del duque de Buckingham para pedir la mano de la infanta María, hermana de Felipe IV (quien haya leído El capitán Alatriste conoce algo de este episodio). El asunto no llegó a buen puerto y a su regreso Carlos clamó por emprender la guerra con España. Pronto tuvo ocasión de lanzarse a las hostilidades puesto que su padre murió en 1625 y Carlos comenzó su reinado con un ataque a Cádiz que resultó un rotundo fracaso. Más adelante entraría en guerra con Francia apoyando a los hugonotes de La Rochelle, pero esta aventura militar resultó otro fiasco. Estas expediciones bélicas suponían un problema puesto que requerían de bastante dinero y para recaudarlo Carlos no tenía otro remedio que convocar al Parlamento, lo que era un proceso penoso para un rey, especialmente uno tan pagado de su realeza, ya que los subsidios conseguidos solían ser insuficientes y las contrapartidas dolorosas. Los lectores habituales del blog ya sabéis además que la imposición de impuestos extraordinarios es un anuncio seguro de turbulencias, como ya comenté en su día.

Entre los sapos que Carlos tuvo que tragar estaba la conocida como Petición de Derechos por la que se declaraban ilegales los impuestos que no fueran aprobados por el Parlamento o el encarcelamiento sin juicio previo, peticiones derivadas de la actuación previa del rey, que anteriormente había decretado la emisión de un préstamo forzoso (ahora lo llamaríamos una quita a los depósitos o algo parecido) que cinco caballeros se habían negado a pagar. El caso de los cinco caballeros y sus secuelas es una muestra de las malas relaciones entre el rey y el Parlamento, que finalmente terminó con la disolución de éste por Carlos. Al contar con menos dinero, el rey se vio obligado a firmar la paz con Francia y España, pero aun así tuvo que recurrir a otros sistemas de recaudación que no nos son tan desconocidos: incremento de las multas, privatización de servicios (perdón, quiero decir venta de monopolios, después de todo estamos hablando del siglo XVII), etc. Parecía que el rey podía arreglárselas, pero repentinamente los problemas empezaron a acumularse.

Las dificultades comenzaron en Escocia. Carlos pretendió introducir un nuevo libro de oraciones y aquí chocó con la presbiteriana Iglesia de Escocia. No vamos a entrar en discusiones teológicas ni de organización eclesiástica. Baste decir que la situación llegó a tal extremo que Carlos alzó en armas un ejército para imponerse a sus díscolos súbditos del norte y finalmente no tuvo más remedio que convocar al Parlamento para hacer frente a los gastos. Corría el año 1640 y los parlamentarios no iban a dejar pasar la oportunidad de resolver los agravios acumulados en los once años de gobierno personal de Carlos antes de abordar la cuestión recaudatoria. Cómo sería la situación de tensa lo demuestra que las sesiones comenzaron el 13 de abril y Carlos disolvió el Parlamento el 5 de mayo. Por algo se le conoce como el Parlamento Corto.

La realidad es tozuda, no cabe duda de eso. Carlos no podía gobernar sin Parlamento y ya que él no estaba dispuesto a aceptarlo de grado, los hechos le obligarían a hacerlo por fuerza. Cuando un ejército escocés derrotó a las tropas del rey y se adentró en territorio inglés, Carlos tuvo que rendirse a la evidencia. Seis meses después de disolverlo Carlos I convocaba, el 3 de noviembre de 1640, el que se conoce como Parlamento Largo, el cual forzó medidas tales como la obligación de ser convocado cada tres años por lo menos sin que se pudiera disolver sin su consentimiento. Carlos tuvo que tragarse estas medidas y más aún, pero lograba un avance por otro lado al negociar con los escoceses un pacto por el que aceptaban retirarse. La situación parecía que se despejaba, porque ya no había urgencia de recaudar dinero. Pero justo entonces todo se vino abajo.

La culpa fue de una sublevación católica en Irlanda. Estaba claro que había que enviar un ejército, pero ¿quién lo dirigiría? El Parlamento no se fiaba del rey y el desencuentro sobre la dirección de las operaciones fue tal que Carlos quiso arrestar a cinco parlamentarios (enero de 1642), para lo que se dirigió al Parlamento acompañado de un grupo armado, pero fracasó porque la noticia de su intento llegó antes que él. Con este acto los apoyos que Carlos aún tenía entre los parlamentarios se desvanecieron. El rey huyó a York y la guerra civil se hizo inevitable. A Carlos no le fue bien y acabó prisionero del Parlamento en 1647. Para colmo la guerra había consagrado como líder militar y posteriormente político a Oliver Cromwell, el caballero de la imagen.

Podría haberse llegado a un acuerdo entre rey y Parlamento, pero se encargó de impedirlo un compañero de Cromwell, el coronel Pride, que hizo una purga entre los parlamentarios: los partidarios del acuerdo fueron arrestados y Carlos fue juzgado, condenado a muerte y decapitado el 30 de enero de 1649. Carlos no fue un buen rey, pero estuvo tan digno ante la muerte que muchos creen que hizo más por la monarquía en el cadalso que en el trono. Como ejemplo de su actitud ante el final, pidió ir bien abrigado al patíbulo para estar seguro de que el frío no le hiciera tiritar y alguno tomara sus temblores por un indicio de temor.

La revolución se había oliver-cromwellconsumado y Cromwell era el gran triunfador. Sometió militarmente a Escocia e Irlanda, donde la represión fue durísima, impuso un rigor religioso extremo y disolvió lo que quedaba del Parlamento en 1653. Cromwell rechazó el título de rey (aunque lo era de facto) y gobernó con mano de hierro hasta su muerte en 1658. Le sucedió su hijo, hasta tal punto era el gobierno de Cromwell una monarquía encubierta, pero el carácter del joven Cromwell no era el de su padre. Atrapado entre el ejército y el Parlamento que se vio obligado a convocar, renunció al cargo en 1659. El vacío de poder fue aprovechado por el hijo del difunto rey, Carlos II, que hizo una proclamación moderada y que regresó del exilio en 1660.

Lo que no dejo de preguntarme es por qué la Revolución Inglesa no tiene la fama de la Francesa. Quizá porque concluyó en una Restauración, pero lo mismo ocurrió en Francia con la coronación de Luis XVIII, y entonces el Congreso de Viena se encargó de que la huella de la Revolución Francesa quedara aletargada. Puede que la diferencia estribe en el detalle psicológico de que para matar a Carlos I se usó el hacha y por eso su ejecución no tiene el halo legendario que la guillotina aporta a la de Luis XVI. O puede que sea porque en Inglaterra la lucha se dio entre dos facciones que ya compartían el poder (rey y Parlamento) mientras que en Francia asistimos a una subversión más completa del orden establecido. O quizás sea porque en Francia hay un trasfondo ideológico del que carecen los hechos de Inglaterra. También hemos de tener en cuenta que la Revolución Inglesa fue un asunto principalmente local, mientras que la Francesa puso a toda Europa patas arriba por obra y gracia de Napoleón Bonaparte.

O puede que la tengamos más olvidada porque después de todo la Revolución Inglesa no dejó de ser una especie de mal sueño. Cuando Carlos II regresó del exilio fue reconocido por el Parlamento que había sido rey de Inglaterra, Escocia e Irlanda desde el mismo momento de la muerte de su padre. Quién lo iba a decir: desde un punto de vista formal, el interregno entre Carlos I y Carlos II jamás existió.

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Por culpa de Julio César

23 lunes Abr 2012

Posted by ibadomar in Historia

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Antigüedad, Calendario, Cervantes, Edad Moderna, Enrique VIII, Gregorio XIII, Historia, Julio César, Numa Pompilio, Revolución rusa, Roma, Shakespeare, Sosígenes, Teresa de Jesús

Vamos a tratar algo en cierto sentido banal, muy alejado de los grandes momentos que cambiaron el mundo, una curiosidad de la Historia que merece ser explicada precisamente hoy, 23 de abril, día del Libro; fecha en la que, según nos recuerdan los informativos año tras año, se conmemora la muerte de dos grandes genios de la Literatura universal: Miguel de Cervantes y William Shakespeare, que fallecieron el 23 de abril de 1616. Y aquí es cuando normalmente aparece un presentador de televisión y nos anima a maravillarnos de la casualidad que quiso que ambos escritores, cumbres de la Literatura en sus respectivos idiomas, fueran a morir el mismo día. ¡Error! Shakespeare y Cervantes murieron en la misma fecha, es cierto, pero en días diferentes. La culpa de este galimatías la tienen a medias Julio César y Enrique VIII, que comparten responsabilidad con el Papa Gregorio XIII, por cuya causa Teresa de Jesús no fue enterrada hasta el 15 de octubre de 1582 a pesar de haber muerto el día 4. No, no me he vuelto loco. Todavía no.

La historia de todo este jaleo empieza en la primitiva Roma. Los romanos utilizaban en principio un calendario lunar, que es muy sencillo de elaborar porque las fases lunares son evidentes, pero que no es muy práctico desde el punto de vista agrícola. A un agricultor le interesa mucho saber qué día exacto comienza la primavera y no le importa tanto cuándo será la próxima luna llena. Por eso los romanos, desde tiempos de Numa Pompilio, pasaron a emplear un calendario solar, aunque bastante imperfecto. Simplemente utilizaban una base lunar que les daba un año de 355 días y, para ajustar, añadían un par de meses cada cuatro años. No era una solución demasiado elegante, pero tampoco los romanos eran muy refinados para estas cuestiones. Un ejemplo de lo flexibles que podían ser es que, aunque tradicionalmente consideraban que el año empezaba en marzo, en el momento en que tomaban posesión los nuevos cónsules, en el 153 a.C. con motivo de la guerra de Hispania les resultó conveniente adelantar la toma de posesión de los cónsules… así que ni cortos ni perezosos adelantaron el inicio del año dos meses. Desde entonces el año empieza en enero.

En conjunto el sistema era un desbarajuste hasta que intervino Julio César, que decidió emprender una reforma. Se trajo a un astrónomo egipcio, Sosígenes de Alejandría, para que calculara la duración exacta del año y poder hacer un calendario más práctico. El cálculo de Sosígenes fue que el año dura 365 días y 6 horas, por lo que el calendario resultante redondeaba el año a 365 días y dejaba que se acumulara un error durante cuatro años, momento en el que el error acumulado era de 24 horas, exactamente un día, por lo que si se añadía un día cada 4 años el error quedaba corregido. De una tacada se había creado un calendario bastante exacto y se había inventado el año bisiesto. El resultado se podría haber llamado «calendario de Sosígenes», pero entonces, como ahora, los políticos se llevaban los honores del trabajo ajeno, así que el calendario se llamó juliano en honor a Julio César y entró en vigor el año 46 a.C. Cómo sería el caos del calendario anterior que aquel año tuvo excepcionalmente 445 días para corregir todos los desfases.

El cálculo de Sosígenes era bueno, pero no perfecto porque el año no tiene 365 días y 6 horas sino un poquito menos, once minutos menos aproximadamente. Con el paso de los años el error se fue acumulando. Once minutos al año son poca cosa, pero en un siglo son 1.100 minutos, más de 18 horas, y en 1500 años son 16.500 minutos, que son más de 11 días. En el siglo XVI las cosas ya no eran como debían: la primavera ya no empezaba el 21 de marzo y la Navidad no coincidía con el solsticio de invierno. Hacía falta una nueva reforma y esta vez la iniciativa partió del Papa Gregorio XIII, que nombró una comisión al respecto. El problema era, como hemos visto, que el año era un poco más corto de lo calculado, por lo que cada 100 años se acumulaban 18 horas de error, o lo que es lo mismo había 72 horas de más cada 400 años: exactamente 3 días. Así que se decidió que cada 100 años habría un año que, aun correspondiéndole ser bisiesto, tendría 365 días en lugar de 366, pero esa corrección no se haría siempre sino que dejaría de hacerse una vez cada 400 años. De esta forma se seguía utilizando el calendario juliano, pero eliminando 3 días cada 400 años, exactamente lo que era necesario para ajustar el desfase. Así que el año 1600 fue bisiesto, pero el 1700, 1800 y 1900 no lo fueron, aunque según el calendario juliano habrían debido serlo. El año 2000 volvió a ser bisiesto, pero ni el 2100 ni el 2200 ni el 2300 lo serán, aunque sí el 2400. Como nada es perfecto, esta corrección tampoco lo es y el error se notará dentro de 3.000 años. Que se preocupen de arreglarlo nuestros nietos.

Con el calendario ya reformado por orden de Gregorio XIII (se le llamó calendario gregoriano como era de esperar), sólo faltaba decidir la fecha de implantación, que finalmente fue el 4 de octubre de 1582. Para entonces el error era de once días, así que al susodicho día 4 le siguió en el calendario el 15 de octubre. Que nadie busque saber qué ocurrió en Madrid, Roma o Lisboa el 12 de octubre de 1582, porque aquel día no existió jamás, ni siquiera en Zaragoza por mucho que fuera el día del Pilar. El azar quiso que Santa Teresa de Jesús muriese precisamente aquel día 4 de octubre y fuera enterrada al día siguiente… que fue el 15 de octubre.

Los países católicos se sumaron en seguida a la reforma gregoriana, pero los protestantes tuvieron menos prisa porque «preferían estar en desacuerdo con el Sol a estar de acuerdo con el Papa» y más aún sabiendo que la comisión de reforma del calendario la había presidido un jesuita. La adhesión al calendario juliano se convirtió en una forma de afirmación religiosa y eso explica que en Inglaterra, anglicana por obra de Enrique VIII, el calendario juliano estuviera en vigor hasta el siglo XVIII. Por eso William Shakespeare murió un 23 de abril de 1616… según el calendario juliano, porque en España aquel mismo día era el 3 de mayo. Cervantes llevaba ya muerto once días. Otros países fueron aún más lentos en sumarse a la reforma gregoriana. La Rusia zarista, por ejemplo, no lo hizo nunca y no fue hasta la época soviética, en 1920, cuando se sustituyó el calendario juliano por el gregoriano. Para ello tuvo que triunfar, en 1917 la Revolución de Octubre… que, naturalmente, tuvo lugar en Noviembre.

Y todo esto por un error de once minutos al año en el calendario juliano. Pero ya que Sosígenes no se llevó la gloria, tampoco parece justo hacerle cargar con el error. Caiga por tanto la culpa sobre Julio César ¡están locos estos romanos!

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