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Los 9 días de Lady Jane

14 domingo Dic 2014

Posted by ibadomar in Arte, Historia

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Anglicanismo, Arte, Delaroche, Edad Moderna, Eduardo VI, Enrique VIII, Historia, Isabel I, Jane Grey, María Tudor, Siglo XIX

Hace unos días salió a colación, en una conversación que no viene al caso, el cuadro La ejecución de Lady Jane Grey, de Delaroche. Es una pintura que descubrí hace ya muchos años en la National Gallery de Londres y cuya composición siempre me ha resultado interesante. Hace mucho que no aparece el tema de la Historia del Arte en Los Gelves, así que vamos a verlo en detalle.

JanegreyNo es una obra que necesite muchas explicaciones: el verdugo, impasible porque al fin y al cabo se trata de su oficio, contempla apoyado en un hacha cómo su víctima se coloca en posición para ser decapitada. En cuanto a ésta, se trata de una mujer joven completamente vestida de blanco y con los ojos vendados por una tela del mismo color. Un tercer personaje la dirige hacia el tajo donde deberá apoyar la cabeza mientras ella extiende la mano, tanteando para encontrarlo. Vemos a dos damas de compañía, desmayada una, de espaldas la otra, incapaces de soportar el espectáculo. La luminosidad del vestido blanco y de la paja sobre la que se apoya el tajo, y cuyo fin es absorber la sangre, contrastan con las sombras del resto de la escena.

Un tema macabro, ¿verdad? Sin embargo el cuadro triunfó en el Salón de París de 1834 y no es de extrañar porque el simbolismo es sencillo, pero efectivo y quien contempla la imagen no puede dejar de sentir una cierta simpatía por la joven y un rechazo instintivo hacia el siniestro personaje que la dirige hacia su fin. Y eso que en realidad, actuaba a petición de ella, que no conseguía encontrar el tajo con los ojos vendados aquel 12 de febrero de 1554 en que Lady Jane Grey, reina de Inglaterra durante 9 días fue decapitada. El cuadro refleja el momento, recogido en la descripción de un testigo en el que alguien, viendo a aquella joven de 16 años tantear en vano en busca del bloque de madera mientras preguntaba «¿dónde está?», se adelantó para ayudarla.

Nuestra protagonista de hoy es, en definitiva, uno de esos personajes que añaden color al estudio de la Historia aunque su relevancia sea relativa. Era nieta de una hermana del rey inglés Enrique VIII, cuyo reinado es de todos conocido como turbulento y cuya sucesión no fue menos complicada. Y me temo que aquí es preciso resumir someramente el origen de los problemas posteriores.

La ruptura del monarca inglés con la Iglesia de Roma tuvo como motivo principal el deseo de Enrique de anular su matrimonio con Catalina de Aragón. Esto no era cosa fácil, y no sólo por motivos religiosos, ya que Catalina era hija de los Reyes Católicos y por lo tanto tía del emperador Carlos V. Enrique finalmente hizo las cosas por la tremenda, rompió con el papado y se hizo a sí mismo cabeza de la Iglesia de Inglaterra, lo que no deja de ser sorprendente sabiendo que en su día había escrito una obra en defensa de los Sacramentos completamente opuesta a la reforma luterana y que le había valido que el papa le concediera el título de «Defensor de la Fe». ¿Y por qué ese empeño en romper con su esposa? No se trataba sólo de que a Enrique le gustaran mucho las mujeres (que también es cierto) sino de que Catalina sólo le había dado una hija, María, era poco probable que tuviera más hijos y en el siglo XV las cosas eran mucho más fáciles para una dinastía cuando había un heredero varón.

Enrique consiguió romper su matrimonio y casarse con Ana Bolena, sí, pero ésta tampoco le dio el ansiado hijo varón sino otra hija, Isabel. No sería hasta que el rey se volviera a casar con Jane Seymour cuando se produciría el ansiado nacimiento de un heredero varón, el futuro Eduardo VI. Previamente María había sido apartada del trono por ser hija ilegítima al haber nacido fuera del matrimonio (ya que éste había sido anulado) y también Isabel quedó fuera de la sucesión puesto que su madre había sido ejecutada por adulterio y por tanto existía la posibilidad teórica de que Isabel no fuera hija de Enrique. Como la vida da muchas vueltas, más tarde estas disposiciones fueron anuladas y la sucesión quedó en este orden: Eduardo, María, Isabel. De hecho, los tres llegaron a reinar.

Al morir Enrique VIII, Eduardo VI tenia 9 años. Su reinado fue corto, puesto que no llegó a cumplir los 16 y aunque podría haber dejado las cosas como estaban, por motivos desconocidos hizo un testamento en el que dejaba de nuevo de lado a sus hermanas por parte de padre y establecía la sucesión masculina. Sin embargo, a falta de pretendiente masculino, aceptaba como excepción a lady Jane Grey, su prima y hasta entonces tercera en la sucesión, que fue proclamada reina el 10 de julio de 1553. ¿Dejó Eduardo a María aparte por ser católica? Posiblemente, pero en ese caso ¿por qué excluir a Isabel? Seguramente pensó que si una de ellas era considerada ilegítima, la otra también debía serlo. O quizás todo sea un asunto de rencillas entre quienes compartían padre, pero eran hijos de tres mujeres distintas.

Pero María no se iba a quedar quieta. Ya había sufrido bastante: había soportado que la declararan bastarda, que atacaran su religión, que la separaran de su madre hasta el punto de impedirle acudir a su funeral… pero ahora había llegado su turno. Consiguió apoyos y el Consejo, principal órgano de gobierno junto a la Casa Real, la proclamó legítima reina el 19 de julio. La proclamación de María fue bien acogida por buena parte de la población, ya que el catolicismo no había perdido arraigo popular. Jane Grey fue aprisionada y condenada a muerte por traición. Quizás habría recibido el perdón, pero en enero de 1554 hubo una rebelión protestante al conocerse que la reina María I planeaba casarse con el rey español, Felipe II. Lady Jane no había instigado la rebelión, pero sería una peligrosa rival mientras siguiera con vida y pudiera ser utilizada como bandera de cualquier revuelta.

Fue ejecutada el 12 de febrero. En el patíbulo se comportó con valor, como correspondía a quién había sido proclamada reina, aunque fuera durante apenas 9 días. 300 años después su historia sirvió de inspiración a Delaroche y de ahí el cuadro que hoy nos ocupa. En él hay algunas inexactitudes: Lady Jane no vestía de blanco y la ejecución no tuvo lugar en una mazmorra sino al aire libre, aunque dentro del recinto de la Torre de Londres (lo que fue un detalle, puesto que lo normal era que se llevara a los reos al lugar llamado Tower Hill, fuera del recinto. Los pocos que fueron ejecutados dentro de él estaban en un ambiente más privado, lejos de los insultos del populacho), pero estas licencias artísticas se pueden perdonar.

En realidad, las dos grandes protagonistas de los hechos estaban atrapadas: Jane no era sino una marioneta utilizada por su suegro, John Dudley, el poderoso duque de Northumberland, con quien había emparentado apenas un mes y medio antes de su proclamación como reina; María, por su parte, se veía obligada a luchar por el trono, especialmente si consideramos que cuando la avisaron de la grave enfermedad del rey Eduardo VI para que acudiera a su lado, ella tuvo que huir al enterarse de que Dudley pretendía capturarla para facilitar el ascenso de Jane al poder. En aquel juego sólo podía sobrevivir una de ellas y para ello tenía que sentarse en el trono eliminando a la otra.

Por su parte Dudley subestimó la simpatía inicial de muchos hacia María, a quien consideraban como hija legítima de Enrique VIII, injustamente tratada por su lujurioso padre. En cuanto a María, no comprendió que su proyecto de matrimonio con Felipe II le arrebataría buena parte de esas simpatías. A la postre todos pagaron por sus errores: tanto Dudley como lady Jane fueron ejecutados y María pasó a la Historia como Bloody Mary, María la sanguinaria, que intentó imponer su visión religiosa por la fuerza llevando al martirio a inocentes, de los que la primera fue Jane Grey.

Este particular Juego de Tronos nos ha legado una moraleja y dos obras maestras. La moraleja es que en nueve días se puede pasar de subir al trono a estar al pie del cadalso y las obras maestras son el cuadro de Delaroche y el cóctel llamado bloody Mary en honor a María. Personalmente prefiero el daiquiri, pero si algún día sirven copas en la National Gallery, haré una excepción mientras contemplo el cuadro.

 

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Derechos humanos vs derecho de conquista

27 domingo Oct 2013

Posted by ibadomar in Historia

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Bartolomé de las Casas, Cristóbal Colón, Domingo de Soto, Edad Moderna, Encomienda, Francisco de Vitoria, Ginés de Sepúlveda, Hernán Cortés, Historia, Leyes de Burgos, Leyes Nuevas, Nicolás de Ovando, Pizarro, Reducciones jesuitas, República de indios, Reyes Católicos

Todos los años, el 12 de octubre, ocurre lo mismo. Se podría pensar que un día festivo que conmemora un hecho histórico sirve ante todo para que tal hecho sea conocido en todos sus detalles. Sin embargo no es así y, como está en auge la tendencia a pintar con los tintes más sombríos cualquier hecho de nuestro pasado, no faltan las voces que se escandalizan por la conmemoración de lo que llaman un genocidio. Como suena. Debe de ser para compensar por aquella época en la que la empresa española en América era vista como una hazaña heroica en la que no se admitían matices sombríos. Leyenda rosa antaño, leyenda negra hoy.

Sin embargo, la relación de los españoles con los indígenas americanos fue muy compleja y no debería  ser objeto de simplificaciones tan poco atinadas. Para estudiar un tema como éste, normalmente hay que esforzarse en intentar comprender la mentalidad de las personas que vivieron en otra época, con otros valores morales y otras costumbres; pero en este caso encontramos que el descubrimiento y posterior conquista de América ya produjo un debate con argumentos muy actuales en la sociedad del siglo XVI.

Pero dejemos los preámbulos y viajemos en el tiempo hasta los últimos años del siglo XV y los primeros del XVI. Cristóbal Colón no era un aventurero en busca de gloria ni viajaba por el placer de hacer turismo. Era un marino profesional y estaba buscando el negocio de su vida, como lo demuestran las exorbitantes condiciones que impuso para dirigir la expedición: nada menos que recibir con carácter vitalicio y hereditario los títulos de Almirante de la Mar Océana, Gobernador y Virrey de las tierras descubiertas, además de un 10% de los beneficios que obtuviera la Corona y la octava parte de los rendimientos del comercio. Todo un caudal de dinero, poder y posición social. Lo más increíble de todo es que los Reyes Católicos aceptaron tales demandas en las capitulaciones de Santa Fe, lo que hace pensar que o bien no creían realmente en la empresa o no tenían la menor intención de cumplir lo pactado.

Pero las tierras a las que llegó Colón no eran tan ricas como éste había creído. Tras una fase inicial, la organización definitiva de la colonización en La Española fue obra de fray Nicolás de Ovando quien, a la vista de que el oro era escaso, decidió iniciar la explotación de ganadería y el cultivo de caña de azúcar; pero para esto hacía falta mano de obra. Aquí empiezan los problemas, puesto que quienes se embarcaban para cruzar el océano no lo hacían con ánimo de trabajar como labradores sino de hacerse ricos. Su ideal era convertirse en señores de un latifundio cultivado por mano de obra servil, al estilo de los grandes señores asentados en Andalucía. Para ellos la solución era sencilla: bastaba con utilizar a los indios como mano de obra forzosa siguiendo el modelo de la encomienda de musulmanes en España. Al fin y al cabo los indios estaban sometidos por derecho de conquista… ¿o no era así?

Al principio nadie puso trabas. En 1495 Colón llevó a unos indios taínos a España como esclavos sin que nadie pusiera  reparos. ¿Por qué habrían de hacerlo? Era costumbre esclavizar al enemigo de otra religión y cristianos y musulmanes estaban acostumbrados a capturar a sus enemigos de religión y emplearlos como mano de obra esclava. Sin embargo, algunos teólogos argumentaron que los indios no eran infieles, como los musulmanes, sino meramente paganos que nunca habían tenido la oportunidad de conocer una fe cristiana que jamás habían rechazado. El asunto quedó aparentemente zanjado cuando la reina Isabel declaró a los indios como libres y no sujetos a servidumbre. Eran súbditos suyos a los que alcanzaba la protección de la Corona y por lo tanto no podían ser esclavizados.

Paralelamente se plantea la cuestión de las relaciones personales. Puede sorprender el hecho de que no sólo se toleraban las uniones mixtas, sino que en 1503 incluso se recomendaban los matrimonios entre los colonos españoles y las hijas de príncipes y caciques indios con el fin de mejorar las relaciones con los indígenas. En consecuencia los primeros mestizos no sufrieron de problemas de adaptación e incluso llegaron con facilidad a tener una buena posición social. Con posterioridad, sin embargo, los prejuicios raciales, reflejo de la obsesión peninsular por la limpieza de sangre, acabaron por imponerse, malogrando el esfuerzo de asimilación.

Pero, mientras en la Península tenían lugar estas discusiones sobre el status indígena, los acontecimientos seguían su curso, sin que fuera sencillo encauzarlos, al otro lado del Atlántico. Allí se había comenzado a usar el modelo de la encomienda, que suponía que, a cambio de su trabajo, los indios recibirían cuidado, manutención e instrucción religiosa. Feudalismo en estado puro, ante el que la protección de la reina Isabel, separada de la realidad de las Indias por un Océano, era poco más que papel mojado. Los encomenderos no cumplían con su parte de este peculiar “contrato social” y fueron muchos los religiosos que protestaron en nombre de los indios.

El debate por lo tanto no estaba cerrado ni mucho menos, y fruto de él fueron las Leyes de Burgos de 1512, que declaraban la libertad y racionalidad de los indios y que buscaban un buen trato hacia ellos. La Corona no sólo tenía motivos humanitarios para proteger a los indios (sería ingenuo creer tal cosa) sino que intentaba también poner trabas al surgimiento de una nobleza terrateniente que podía llegar a formar una casta muy poderosa y difícil de controlar. Por las Leyes de Burgos se crearon dos puestos de visitadores para denunciar y enjuiciar los abusos, y más tarde se crearía el cargo de protector de indios. Sin embargo no se suprimía la institución de la encomienda porque eso habría puesto a los colonos en pie de guerra. La consecuencia fue que el amparo que teóricamente proporcionaban las leyes quedaba anulado en la práctica.

En México, Hernán Cortés intentaría un sistema de encomienda parecido, en el que los indios debían poner trabajo, oro y mercancías a cambio de protección y buen gobierno, con la novedad de que los indios trabajarían bajo la dirección de sus propios caciques. Pero el sistema tampoco funcionó porque los encomenderos, que aspiraban a convertirse precisamente en el tipo de nobleza que tanto preocupaba a la Corona, no aceptaban el no tener la propiedad de los indios ni derecho de jurisdicción sobre ellos.

El contacto con culturas más evolucionadas, organizadas en sociedades de fuerte base religiosa hacía más necesaria que nunca la labor de los misioneros, lo que agudiza la disputa entre los religiosos, que pretenden atraer al indio y lograr su conversión, y los encomenderos, que buscan simplemente la explotación de la mano de obra. Quizás la frase que mejor resume el conflicto es la airada contestación de Pizarro a un sacerdote que protestaba por el expolio de los indios a los que quería transmitir la fe: “Yo no he venido por tales razones. He venido a quitarles su oro”.

El debate se encona y surgen en él figuras como las de Bartolomé de Las Casas, Francisco de Vitoria, Domingo de Soto y otros, que se posicionan en contra de la conquista violenta. Pero también los encomenderos encontraron defensores elocuentes, como Juan Ginés de Sepúlveda, que pretendía un control paternalista de los indios. De las discusiones entre ambos puntos de vista surgieron las Leyes Nuevas de 1542, cuya aplicación llevó a una verdadera guerra civil en el Perú entre el virrey Blasco Núñez de Vela, decidido a aplicar la ley, y los encomenderos acaudillados por Gonzalo Pizarro, que no la aceptaban.

La convivencia entre los colonos españoles y los indios parecía por tanto un problema irresoluble. Se empezó a considerar que la mejor forma de evangelizar a los indios y protegerlos de los abusos era reunirlos en poblados alejados de los europeos. Los más extendidos y ricos de estos enclaves fueron las reducciones jesuitas, que se autofinanciaban con explotaciones ganaderas, cultivos de azúcar, talleres textiles y alfareros, etc. Estaban enclavadas en zonas indígenas al amparo de los colonizadores, y se anteponían en ellas los intereses de la comunidad india hasta el extremo de llegar a protegerlas militarmente contra las incursiones de esclavistas y colonos.

Al separar a los dos grupos sociales, colonos e indios, el modelo social resultante era el de una sociedad dual en la que existía, frente a la denominada república de españoles, una república de indios, cuya estructura era castellana, pero con administración india bajo el gobierno de un cacique. Los pueblos de indios pagaban un tributo pero eran autónomos. Había juzgado de indios, corregidor de indios, etc. Las reducciones funcionaron, apoyadas por la Corona, hasta mediados del siglo XVIII.

No hubo por tanto un programa de exterminio destinado a la eliminación de los indígenas impulsado por la Corona,  sino todo lo contrario por lo que no se puede hablar de genocidio, aunque sea cierto que los esfuerzos protectores jamás consiguieron erradicar los abusos y explotación de los indios. Lo más llamativo de todo el proceso es, para mí, lo vivo que estaba en aquel lejano siglo XVI un debate en el que se ponía en duda que la capacidad de dominar un territorio por la fuerza de las armas supusiera  tener el derecho de disponer a capricho de sus habitantes. No está nada mal para una época en la que no existía la expresión “derechos humanos”.

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Septiembre de 1714

10 martes Sep 2013

Posted by ibadomar in Historia

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Almansa, Archiduque Carlos, Carlos II, Edad Moderna, España, Felipe IV, Felipe V, Gibraltar, Guerra de Sucesión, Historia, Luis XIV, Siglo XVIII, Tratado de Utrech

El lema que preside este blog, Somos lo que somos porque fuimos lo que fuimos, lo tomé de un profesor que tuve cuando yo tenía entre 12 y 14 años y que también me enseñó a desconfiar de los medios de comunicación. Solía decir que no hay argumento más débil que un “esto es cierto porque lo dice la tele, y si lo dice la tele es verdad”. Con el tiempo he visto que tenía razón en ambas cosas.

Todos los años por estas fechas tengo ocasión de comprobarlo con motivo de la conmemoración del fin del asedio de Barcelona, que concluyó con la toma de la ciudad por las tropas de Felipe V el día 11 de septiembre de 1714. La efeméride ha terminado por convertirse en una exaltación de determinadas suposiciones más cercanas a la fantasía que a la Historia. Los acontecimientos de la época son, como suele ocurrir, mucho más complejos que la imagen distorsionada que a menudo se transmite para justificar un programa político.

El origen de aquellos hechos se sitúa muchos años atrás. El último de los reyes Habsburgo que tuvo España, Carlos II, era, por decirlo crudamente, una desgracia humana. Débil de cuerpo, mente y espíritu, ni siquiera fue capaz de cumplir con el primer deber de un monarca de la época: aportar un heredero al trono. Estaba tan claro el futuro problema sucesorio que el rey tenía apenas 7 años cuando se firmó el primer tratado de reparto de las posesiones españolas.

Europe,_1700_-_1714Mapa tomado de Wikimedia

El pastel era enorme: por un lado las posesiones europeas que vemos en el mapa (Península, Baleares, Sicilia, Cerdeña, Nápoles, Milanesado, Países Bajos españoles….) unidas al inmenso imperio de ultramar. En cuanto a los pretendientes, que contaban con que Carlos II moriría sin descendencia, eran Luis XIV de Francia y Leopoldo I del Sacro Imperio Romano Germánico, que estaban casados con sendas hijas de Felipe IV, las infantas María Teresa y Margarita Teresa respectivamente. Carlos II aún viviría hasta casi cumplir los 39 años, pero el pastel y los comensales seguían siendo los mismos a su muerte en 1700. Para entonces el viejo tratado de reparto había sido sustituido por otros dos.

Por su parte, Carlos II dejó un testamento nombrando heredero al duque Felipe de Anjou, nieto de Luis XIV, al que exhortaba a no permitir la pérdida de ninguno de los territorios. La idea era conseguir así el apoyo de Francia, la gran potencia del momento, puesto que España por sí misma no podía garantizar una posición lo bastante fuerte como para mantener la integridad territorial. Luis XIV aceptó su papel de protector, pero eso suponía romper el acuerdo de reparto y por tanto una muy probable guerra.

Felipe de Anjou llegó a Madrid en 1701, a los 17 años, para ser coronado rey con el nombre de Felipe V. No despertó entusiasmo, pero tampoco oposición. Aparentemente el nuevo rey estaba dispuesto a mantener la situación anterior y una muestra es su confirmación de los fueros catalanes en octubre de aquel año. Sin embargo la actitud de Luis XIV, que influía enormemente en su nieto consiguiendo ventajas para Francia como el monopolio del comercio de esclavos con las Indias, terminó por provocar una guerra generalizada en Europa. Naciones como Inglaterra y Holanda no podían sino alarmarse al imaginar al agresivo Luis XIV respaldado por la plata de América. Así que en mayo de 1702 Inglaterra, Holanda y Austria declaran la guerra a Francia y España en apoyo de los derechos al trono español del archiduque Carlos, hijo del difunto emperador Leopoldo I y hermano del emperador José I. Portugal se unió a la alianza en 1703 a cambio de promesas de expansión territorial en Extremadura, Galicia y el río de la Plata.

Al principio la guerra se libró en suelo italiano y alemán, con las armas francesas soportando todo el esfuerzo bélico francoespañol, ya que España había dejado de ser la gran potencia del siglo anterior. Eso sí, los gastos de guerra se sufragaban con la plata americana, cuya mayor parte se enviaba en secreto a Luis XIV. La decadencia española afectaba también al poderío marítimo y por esto la guerra llegó a la Península en 1704 en forma de ataque naval angloholandés contra Cádiz. La incursión pretendía provocar una sublevación en Andalucía, pero no sólo fracasó, sino que la brutalidad del saqueo del Puerto de Santa María anularía definitivamente la causa del archiduque Carlos en la región. Aquel mismo año los ingleses tomaron Gibraltar, mientras se creaba desde Portugal un frente terrestre que amenazaba la sede del trono español. España comenzó su adaptación a la guerra en su territorio con la creación del regimiento como unidad básica del ejército en sustitución del tercio, que había dominado los campos de batalla europeos durante casi dos siglos. Todo un símbolo del cambio de los tiempos.

La denominada Gran Alianza había fracasado en su ataque atlántico, pero al año siguiente, en 1705 probaron suerte en el Mediterráneo aprovechando la rebelión social en Valencia, que les proporcionó una base desde la que atacar Barcelona, donde el virrey claudicó rápidamente. Zaragoza caería en 1706 mientras, por el oeste, Alcántara, Ciudad Rodrigo y Salamanca claudicaban a su vez. Los aliados llegaron a entrar en Madrid en junio de 1706, lo que sumado a las derrotas en Europa mostraba un panorama sombrío para Felipe V.

Llegados aquí hay que hacer precisiones sobre los motivos para unirse a uno u otro bando. En Valencia, la rebelión era una revuelta social similar a otra ocurrida en 1693, y de hecho uno de los líderes de entonces desembarcó con las tropas del archiduque en 1705. Pero los desfavorecidos que se alzaban contra el poder no tenían demasiado interés en quién se llevaba la corona, habida cuenta de que el rey sólo tenía jurisdicción en 76 ciudades, siendo la nobleza y el clero quienes dominaban el resto, más de 300, que estaban bajo jurisdicción señorial.

En el caso de Cataluña, la alta nobleza y el pueblo llano no tenían interés en rebelarse contra Felipe V, que por su parte no sólo había confirmado los fueros en 1701, sino que también había prometido la creación de una compañía marítima y el acceso, con dos barcos anuales, al comercio americano, pero la élite comercial no creía que Felipe V tuviera poder en la práctica para romper el monopolio comercial de Castilla en América. Por otro lado, el recuerdo del papel de Francia durante la rebelión de 1640 a 1652 actuaba en contra de un monarca Borbón. No había que engañarse, porque tan absolutista era Carlos como Felipe, pero con la guerra a las puertas había que tomar partido y los comerciantes optaron por apostar al que parecía ganador de entre los dos pretendientes. Aun así la relación tuvo frecuentes altibajos, ya que Carlos necesitaba dinero mientras la élite comercial catalana quería a cambio privilegios mercantiles que el archiduque no podía conceder mientras no dominara el comercio atlántico.

Si en Cataluña había desconfianza hacia el bando al que pertenecía Francia, lo mismo ocurría en Castilla con la alianza en la que figuraba Portugal, eterno rival en ultramar y tradicional aliado del sempiterno enemigo inglés. A eso se añadían las acciones ocurridas durante el ataque a Cádiz y el hecho de que, después de todo, Felipe V era el heredero legítimo según el testamento del difunto Carlos II. Aun así el apoyo no era unánime, ni siquiera entre la alta nobleza. Hubo quien apoyó al archiduque y quien adoptó una actitud ambigua a la espera de vislumbrar quién sería el ganador. Valga como muestra el que la actitud ante la guerra hizo caer en desgracia a cuatro de los doce grandes de España. Cuando la situación se puso realmente difícil, el Rey no acudió a los grandes sino al apoyo popular, que ganó en buena medida gracias al impulso propagandístico del bajo clero (el alto clero cuenta como nobleza y era más ambiguo), que no podía sino condenar una alianza que incluía a potencias protestantes como Inglaterra y Holanda.

Felipe V consiguió así nuevos reclutamientos que sirvieron para darle un respiro y recuperar Madrid, mientras le llegaba la noticia del fracaso de la rebelión valenciana. Su principal triunfo del momento es la batalla de Almansa en 1707 y la recuperación de Zaragoza y Valencia. Sólo entonces se decide Felipe V, en junio de 1707, a suprimir los fueros regionales, medida que le permite incrementar su control sobre las regiones de Aragón y Valencia, que ya ha recuperado, a costa de aumentar las reticencias en Cataluña, que aún está bajo dominio del archiduque Carlos.

Pese a estos hechos, la guerra era tan favorable a la causa Habsburgo en los campos de batalla europeos que hasta el papa Clemente XI reconocía a Carlos III de Habsburgo como rey de España. En 1709 Luis XIV estaba dispuesto a negociar la paz, pero las condiciones que pretendían imponer los miembros de la Gran Alianza eran imposibles de aceptar por Felipe V y la guerra continuó. Y justo entonces todo cambió de golpe por puro azar.

En abril de 1711 murió de viruela el emperador José I a los 32 años. Su hermano, el archiduque Carlos, se encontró por sorpresa con el imperio mientras sus aliados perdían el entusiasmo por la causa española, puesto que si juzgaban malo que España y su imperio estuvieran ligados por lazos de familia con Francia, la idea de tener a un nuevo Carlos V ocupando el trono de España y sus inmensas posesiones a la vez que dominaba el reino de los Austrias y el Sacro Imperio era como para echarse a temblar. De pronto quienes querían negociar la paz eran los miembros de la Gran Alianza.

Así se llegó a la firma del tratado de Utrech en abril de 1713, que dejó a Felipe V como rey de España y de las Indias, aunque renunciaba a cualquier pretensión al trono de Francia y cedía sus posesiones europeas, que quedaron en su mayoría bajo dominio Habsburgo. Inglaterra se quedó con Menorca, que había ocupado en 1708, y Gibraltar. Además consiguió el permiso de usar un barco anualmente para comerciar con la América española y el asiento de negros (es decir el comercio de esclavos que antes tenía Francia).

Quedaba por aclarar la situación del territorio español aún controlado por el nuevo emperador. A sus habitantes les aguardaba la imposición de nuevas leyes, pero las potencias extranjeras no iban a batallar por los fueros catalanes, de origen medieval y desfasados en el siglo del absolutismo. De pronto, los que en 1710 parecían haber apostado por un claro ganador, en 1714 se encontraban con el estigma de ser rebeldes contra el legítimo rey. Con este panorama es difícil comprender que las instituciones catalanas votaran por proseguir la guerra, cuando sólo podían aspirar a que la derrota fuera lo menos traumática posible. Fue una suicida huida hacia adelante que sólo serviría para que, tras la caída de Barcelona, la represión fuera más dura. Ni el alto clero, ni la alta nobleza, ni los campesinos tenían interés en proseguir aquella guerra, pero la decisión salió adelante impulsada por la baja nobleza comercial.

Con el fin de la guerra llegó por tanto el de la Corona de Aragón, mientras se resquebrajaba el monopolio comercial de Castilla con América. La Nueva Planta, por traumática que pareciera, respondía a una lógica que imponía una única ley para todos los territorios de la Corona. Paradójicamente, entre los grandes beneficiados estaban los comerciantes que tanto se oponían a ella, porque la supresión de aduanas internas estimulaba el comercio entre territorios. La nueva situación sirvió además para que a la larga se cumplieran las promesas que había hecho Felipe V, puesto que sí se creó una compañía comercial, la Compañía de Barcelona fundada en 1755, para impulsar el comercio catalán en América. En la década de 1770 el 64% de las exportaciones catalanas iban a América y en el año 1778 el 11% de las exportaciones españolas a América salían de puertos catalanes, situación inconcebible durante la monarquía de los Habsburgo, cuando el comercio atlántico era un monopolio de la Corona de Castilla.

Todo ello me hace pensar que aquel profesor tenía razón cuando decía que somos producto de nuestro pasado: si Felipe V se hubiese dado por vencido en 1710 la Historia de toda Europa habría sido distinta. En cuanto a las «versiones oficiales», en los acontecimientos no se ven intentos de secesión sino de imponer cada cual a su candidato al trono. Por algo aquella guerra se conoce como de Sucesión. Con u.

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