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Todos los años, el 12 de octubre, ocurre lo mismo. Se podría pensar que un día festivo que conmemora un hecho histórico sirve ante todo para que tal hecho sea conocido en todos sus detalles. Sin embargo no es así y, como está en auge la tendencia a pintar con los tintes más sombríos cualquier hecho de nuestro pasado, no faltan las voces que se escandalizan por la conmemoración de lo que llaman un genocidio. Como suena. Debe de ser para compensar por aquella época en la que la empresa española en América era vista como una hazaña heroica en la que no se admitían matices sombríos. Leyenda rosa antaño, leyenda negra hoy.

Sin embargo, la relación de los españoles con los indígenas americanos fue muy compleja y no debería  ser objeto de simplificaciones tan poco atinadas. Para estudiar un tema como éste, normalmente hay que esforzarse en intentar comprender la mentalidad de las personas que vivieron en otra época, con otros valores morales y otras costumbres; pero en este caso encontramos que el descubrimiento y posterior conquista de América ya produjo un debate con argumentos muy actuales en la sociedad del siglo XVI.

Pero dejemos los preámbulos y viajemos en el tiempo hasta los últimos años del siglo XV y los primeros del XVI. Cristóbal Colón no era un aventurero en busca de gloria ni viajaba por el placer de hacer turismo. Era un marino profesional y estaba buscando el negocio de su vida, como lo demuestran las exorbitantes condiciones que impuso para dirigir la expedición: nada menos que recibir con carácter vitalicio y hereditario los títulos de Almirante de la Mar Océana, Gobernador y Virrey de las tierras descubiertas, además de un 10% de los beneficios que obtuviera la Corona y la octava parte de los rendimientos del comercio. Todo un caudal de dinero, poder y posición social. Lo más increíble de todo es que los Reyes Católicos aceptaron tales demandas en las capitulaciones de Santa Fe, lo que hace pensar que o bien no creían realmente en la empresa o no tenían la menor intención de cumplir lo pactado.

Pero las tierras a las que llegó Colón no eran tan ricas como éste había creído. Tras una fase inicial, la organización definitiva de la colonización en La Española fue obra de fray Nicolás de Ovando quien, a la vista de que el oro era escaso, decidió iniciar la explotación de ganadería y el cultivo de caña de azúcar; pero para esto hacía falta mano de obra. Aquí empiezan los problemas, puesto que quienes se embarcaban para cruzar el océano no lo hacían con ánimo de trabajar como labradores sino de hacerse ricos. Su ideal era convertirse en señores de un latifundio cultivado por mano de obra servil, al estilo de los grandes señores asentados en Andalucía. Para ellos la solución era sencilla: bastaba con utilizar a los indios como mano de obra forzosa siguiendo el modelo de la encomienda de musulmanes en España. Al fin y al cabo los indios estaban sometidos por derecho de conquista… ¿o no era así?

Al principio nadie puso trabas. En 1495 Colón llevó a unos indios taínos a España como esclavos sin que nadie pusiera  reparos. ¿Por qué habrían de hacerlo? Era costumbre esclavizar al enemigo de otra religión y cristianos y musulmanes estaban acostumbrados a capturar a sus enemigos de religión y emplearlos como mano de obra esclava. Sin embargo, algunos teólogos argumentaron que los indios no eran infieles, como los musulmanes, sino meramente paganos que nunca habían tenido la oportunidad de conocer una fe cristiana que jamás habían rechazado. El asunto quedó aparentemente zanjado cuando la reina Isabel declaró a los indios como libres y no sujetos a servidumbre. Eran súbditos suyos a los que alcanzaba la protección de la Corona y por lo tanto no podían ser esclavizados.

Paralelamente se plantea la cuestión de las relaciones personales. Puede sorprender el hecho de que no sólo se toleraban las uniones mixtas, sino que en 1503 incluso se recomendaban los matrimonios entre los colonos españoles y las hijas de príncipes y caciques indios con el fin de mejorar las relaciones con los indígenas. En consecuencia los primeros mestizos no sufrieron de problemas de adaptación e incluso llegaron con facilidad a tener una buena posición social. Con posterioridad, sin embargo, los prejuicios raciales, reflejo de la obsesión peninsular por la limpieza de sangre, acabaron por imponerse, malogrando el esfuerzo de asimilación.

Pero, mientras en la Península tenían lugar estas discusiones sobre el status indígena, los acontecimientos seguían su curso, sin que fuera sencillo encauzarlos, al otro lado del Atlántico. Allí se había comenzado a usar el modelo de la encomienda, que suponía que, a cambio de su trabajo, los indios recibirían cuidado, manutención e instrucción religiosa. Feudalismo en estado puro, ante el que la protección de la reina Isabel, separada de la realidad de las Indias por un Océano, era poco más que papel mojado. Los encomenderos no cumplían con su parte de este peculiar “contrato social” y fueron muchos los religiosos que protestaron en nombre de los indios.

El debate por lo tanto no estaba cerrado ni mucho menos, y fruto de él fueron las Leyes de Burgos de 1512, que declaraban la libertad y racionalidad de los indios y que buscaban un buen trato hacia ellos. La Corona no sólo tenía motivos humanitarios para proteger a los indios (sería ingenuo creer tal cosa) sino que intentaba también poner trabas al surgimiento de una nobleza terrateniente que podía llegar a formar una casta muy poderosa y difícil de controlar. Por las Leyes de Burgos se crearon dos puestos de visitadores para denunciar y enjuiciar los abusos, y más tarde se crearía el cargo de protector de indios. Sin embargo no se suprimía la institución de la encomienda porque eso habría puesto a los colonos en pie de guerra. La consecuencia fue que el amparo que teóricamente proporcionaban las leyes quedaba anulado en la práctica.

En México, Hernán Cortés intentaría un sistema de encomienda parecido, en el que los indios debían poner trabajo, oro y mercancías a cambio de protección y buen gobierno, con la novedad de que los indios trabajarían bajo la dirección de sus propios caciques. Pero el sistema tampoco funcionó porque los encomenderos, que aspiraban a convertirse precisamente en el tipo de nobleza que tanto preocupaba a la Corona, no aceptaban el no tener la propiedad de los indios ni derecho de jurisdicción sobre ellos.

El contacto con culturas más evolucionadas, organizadas en sociedades de fuerte base religiosa hacía más necesaria que nunca la labor de los misioneros, lo que agudiza la disputa entre los religiosos, que pretenden atraer al indio y lograr su conversión, y los encomenderos, que buscan simplemente la explotación de la mano de obra. Quizás la frase que mejor resume el conflicto es la airada contestación de Pizarro a un sacerdote que protestaba por el expolio de los indios a los que quería transmitir la fe: “Yo no he venido por tales razones. He venido a quitarles su oro”.

El debate se encona y surgen en él figuras como las de Bartolomé de Las Casas, Francisco de Vitoria, Domingo de Soto y otros, que se posicionan en contra de la conquista violenta. Pero también los encomenderos encontraron defensores elocuentes, como Juan Ginés de Sepúlveda, que pretendía un control paternalista de los indios. De las discusiones entre ambos puntos de vista surgieron las Leyes Nuevas de 1542, cuya aplicación llevó a una verdadera guerra civil en el Perú entre el virrey Blasco Núñez de Vela, decidido a aplicar la ley, y los encomenderos acaudillados por Gonzalo Pizarro, que no la aceptaban.

La convivencia entre los colonos españoles y los indios parecía por tanto un problema irresoluble. Se empezó a considerar que la mejor forma de evangelizar a los indios y protegerlos de los abusos era reunirlos en poblados alejados de los europeos. Los más extendidos y ricos de estos enclaves fueron las reducciones jesuitas, que se autofinanciaban con explotaciones ganaderas, cultivos de azúcar, talleres textiles y alfareros, etc. Estaban enclavadas en zonas indígenas al amparo de los colonizadores, y se anteponían en ellas los intereses de la comunidad india hasta el extremo de llegar a protegerlas militarmente contra las incursiones de esclavistas y colonos.

Al separar a los dos grupos sociales, colonos e indios, el modelo social resultante era el de una sociedad dual en la que existía, frente a la denominada república de españoles, una república de indios, cuya estructura era castellana, pero con administración india bajo el gobierno de un cacique. Los pueblos de indios pagaban un tributo pero eran autónomos. Había juzgado de indios, corregidor de indios, etc. Las reducciones funcionaron, apoyadas por la Corona, hasta mediados del siglo XVIII.

No hubo por tanto un programa de exterminio destinado a la eliminación de los indígenas impulsado por la Corona,  sino todo lo contrario por lo que no se puede hablar de genocidio, aunque sea cierto que los esfuerzos protectores jamás consiguieron erradicar los abusos y explotación de los indios. Lo más llamativo de todo el proceso es, para mí, lo vivo que estaba en aquel lejano siglo XVI un debate en el que se ponía en duda que la capacidad de dominar un territorio por la fuerza de las armas supusiera  tener el derecho de disponer a capricho de sus habitantes. No está nada mal para una época en la que no existía la expresión “derechos humanos”.