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Almansa, Archiduque Carlos, Carlos II, Edad Moderna, España, Felipe IV, Felipe V, Gibraltar, Guerra de Sucesión, Historia, Luis XIV, Siglo XVIII, Tratado de Utrech
El lema que preside este blog, Somos lo que somos porque fuimos lo que fuimos, lo tomé de un profesor que tuve cuando yo tenía entre 12 y 14 años y que también me enseñó a desconfiar de los medios de comunicación. Solía decir que no hay argumento más débil que un “esto es cierto porque lo dice la tele, y si lo dice la tele es verdad”. Con el tiempo he visto que tenía razón en ambas cosas.
Todos los años por estas fechas tengo ocasión de comprobarlo con motivo de la conmemoración del fin del asedio de Barcelona, que concluyó con la toma de la ciudad por las tropas de Felipe V el día 11 de septiembre de 1714. La efeméride ha terminado por convertirse en una exaltación de determinadas suposiciones más cercanas a la fantasía que a la Historia. Los acontecimientos de la época son, como suele ocurrir, mucho más complejos que la imagen distorsionada que a menudo se transmite para justificar un programa político.
El origen de aquellos hechos se sitúa muchos años atrás. El último de los reyes Habsburgo que tuvo España, Carlos II, era, por decirlo crudamente, una desgracia humana. Débil de cuerpo, mente y espíritu, ni siquiera fue capaz de cumplir con el primer deber de un monarca de la época: aportar un heredero al trono. Estaba tan claro el futuro problema sucesorio que el rey tenía apenas 7 años cuando se firmó el primer tratado de reparto de las posesiones españolas.
El pastel era enorme: por un lado las posesiones europeas que vemos en el mapa (Península, Baleares, Sicilia, Cerdeña, Nápoles, Milanesado, Países Bajos españoles….) unidas al inmenso imperio de ultramar. En cuanto a los pretendientes, que contaban con que Carlos II moriría sin descendencia, eran Luis XIV de Francia y Leopoldo I del Sacro Imperio Romano Germánico, que estaban casados con sendas hijas de Felipe IV, las infantas María Teresa y Margarita Teresa respectivamente. Carlos II aún viviría hasta casi cumplir los 39 años, pero el pastel y los comensales seguían siendo los mismos a su muerte en 1700. Para entonces el viejo tratado de reparto había sido sustituido por otros dos.
Por su parte, Carlos II dejó un testamento nombrando heredero al duque Felipe de Anjou, nieto de Luis XIV, al que exhortaba a no permitir la pérdida de ninguno de los territorios. La idea era conseguir así el apoyo de Francia, la gran potencia del momento, puesto que España por sí misma no podía garantizar una posición lo bastante fuerte como para mantener la integridad territorial. Luis XIV aceptó su papel de protector, pero eso suponía romper el acuerdo de reparto y por tanto una muy probable guerra.
Felipe de Anjou llegó a Madrid en 1701, a los 17 años, para ser coronado rey con el nombre de Felipe V. No despertó entusiasmo, pero tampoco oposición. Aparentemente el nuevo rey estaba dispuesto a mantener la situación anterior y una muestra es su confirmación de los fueros catalanes en octubre de aquel año. Sin embargo la actitud de Luis XIV, que influía enormemente en su nieto consiguiendo ventajas para Francia como el monopolio del comercio de esclavos con las Indias, terminó por provocar una guerra generalizada en Europa. Naciones como Inglaterra y Holanda no podían sino alarmarse al imaginar al agresivo Luis XIV respaldado por la plata de América. Así que en mayo de 1702 Inglaterra, Holanda y Austria declaran la guerra a Francia y España en apoyo de los derechos al trono español del archiduque Carlos, hijo del difunto emperador Leopoldo I y hermano del emperador José I. Portugal se unió a la alianza en 1703 a cambio de promesas de expansión territorial en Extremadura, Galicia y el río de la Plata.
Al principio la guerra se libró en suelo italiano y alemán, con las armas francesas soportando todo el esfuerzo bélico francoespañol, ya que España había dejado de ser la gran potencia del siglo anterior. Eso sí, los gastos de guerra se sufragaban con la plata americana, cuya mayor parte se enviaba en secreto a Luis XIV. La decadencia española afectaba también al poderío marítimo y por esto la guerra llegó a la Península en 1704 en forma de ataque naval angloholandés contra Cádiz. La incursión pretendía provocar una sublevación en Andalucía, pero no sólo fracasó, sino que la brutalidad del saqueo del Puerto de Santa María anularía definitivamente la causa del archiduque Carlos en la región. Aquel mismo año los ingleses tomaron Gibraltar, mientras se creaba desde Portugal un frente terrestre que amenazaba la sede del trono español. España comenzó su adaptación a la guerra en su territorio con la creación del regimiento como unidad básica del ejército en sustitución del tercio, que había dominado los campos de batalla europeos durante casi dos siglos. Todo un símbolo del cambio de los tiempos.
La denominada Gran Alianza había fracasado en su ataque atlántico, pero al año siguiente, en 1705 probaron suerte en el Mediterráneo aprovechando la rebelión social en Valencia, que les proporcionó una base desde la que atacar Barcelona, donde el virrey claudicó rápidamente. Zaragoza caería en 1706 mientras, por el oeste, Alcántara, Ciudad Rodrigo y Salamanca claudicaban a su vez. Los aliados llegaron a entrar en Madrid en junio de 1706, lo que sumado a las derrotas en Europa mostraba un panorama sombrío para Felipe V.
Llegados aquí hay que hacer precisiones sobre los motivos para unirse a uno u otro bando. En Valencia, la rebelión era una revuelta social similar a otra ocurrida en 1693, y de hecho uno de los líderes de entonces desembarcó con las tropas del archiduque en 1705. Pero los desfavorecidos que se alzaban contra el poder no tenían demasiado interés en quién se llevaba la corona, habida cuenta de que el rey sólo tenía jurisdicción en 76 ciudades, siendo la nobleza y el clero quienes dominaban el resto, más de 300, que estaban bajo jurisdicción señorial.
En el caso de Cataluña, la alta nobleza y el pueblo llano no tenían interés en rebelarse contra Felipe V, que por su parte no sólo había confirmado los fueros en 1701, sino que también había prometido la creación de una compañía marítima y el acceso, con dos barcos anuales, al comercio americano, pero la élite comercial no creía que Felipe V tuviera poder en la práctica para romper el monopolio comercial de Castilla en América. Por otro lado, el recuerdo del papel de Francia durante la rebelión de 1640 a 1652 actuaba en contra de un monarca Borbón. No había que engañarse, porque tan absolutista era Carlos como Felipe, pero con la guerra a las puertas había que tomar partido y los comerciantes optaron por apostar al que parecía ganador de entre los dos pretendientes. Aun así la relación tuvo frecuentes altibajos, ya que Carlos necesitaba dinero mientras la élite comercial catalana quería a cambio privilegios mercantiles que el archiduque no podía conceder mientras no dominara el comercio atlántico.
Si en Cataluña había desconfianza hacia el bando al que pertenecía Francia, lo mismo ocurría en Castilla con la alianza en la que figuraba Portugal, eterno rival en ultramar y tradicional aliado del sempiterno enemigo inglés. A eso se añadían las acciones ocurridas durante el ataque a Cádiz y el hecho de que, después de todo, Felipe V era el heredero legítimo según el testamento del difunto Carlos II. Aun así el apoyo no era unánime, ni siquiera entre la alta nobleza. Hubo quien apoyó al archiduque y quien adoptó una actitud ambigua a la espera de vislumbrar quién sería el ganador. Valga como muestra el que la actitud ante la guerra hizo caer en desgracia a cuatro de los doce grandes de España. Cuando la situación se puso realmente difícil, el Rey no acudió a los grandes sino al apoyo popular, que ganó en buena medida gracias al impulso propagandístico del bajo clero (el alto clero cuenta como nobleza y era más ambiguo), que no podía sino condenar una alianza que incluía a potencias protestantes como Inglaterra y Holanda.
Felipe V consiguió así nuevos reclutamientos que sirvieron para darle un respiro y recuperar Madrid, mientras le llegaba la noticia del fracaso de la rebelión valenciana. Su principal triunfo del momento es la batalla de Almansa en 1707 y la recuperación de Zaragoza y Valencia. Sólo entonces se decide Felipe V, en junio de 1707, a suprimir los fueros regionales, medida que le permite incrementar su control sobre las regiones de Aragón y Valencia, que ya ha recuperado, a costa de aumentar las reticencias en Cataluña, que aún está bajo dominio del archiduque Carlos.
Pese a estos hechos, la guerra era tan favorable a la causa Habsburgo en los campos de batalla europeos que hasta el papa Clemente XI reconocía a Carlos III de Habsburgo como rey de España. En 1709 Luis XIV estaba dispuesto a negociar la paz, pero las condiciones que pretendían imponer los miembros de la Gran Alianza eran imposibles de aceptar por Felipe V y la guerra continuó. Y justo entonces todo cambió de golpe por puro azar.
En abril de 1711 murió de viruela el emperador José I a los 32 años. Su hermano, el archiduque Carlos, se encontró por sorpresa con el imperio mientras sus aliados perdían el entusiasmo por la causa española, puesto que si juzgaban malo que España y su imperio estuvieran ligados por lazos de familia con Francia, la idea de tener a un nuevo Carlos V ocupando el trono de España y sus inmensas posesiones a la vez que dominaba el reino de los Austrias y el Sacro Imperio era como para echarse a temblar. De pronto quienes querían negociar la paz eran los miembros de la Gran Alianza.
Así se llegó a la firma del tratado de Utrech en abril de 1713, que dejó a Felipe V como rey de España y de las Indias, aunque renunciaba a cualquier pretensión al trono de Francia y cedía sus posesiones europeas, que quedaron en su mayoría bajo dominio Habsburgo. Inglaterra se quedó con Menorca, que había ocupado en 1708, y Gibraltar. Además consiguió el permiso de usar un barco anualmente para comerciar con la América española y el asiento de negros (es decir el comercio de esclavos que antes tenía Francia).
Quedaba por aclarar la situación del territorio español aún controlado por el nuevo emperador. A sus habitantes les aguardaba la imposición de nuevas leyes, pero las potencias extranjeras no iban a batallar por los fueros catalanes, de origen medieval y desfasados en el siglo del absolutismo. De pronto, los que en 1710 parecían haber apostado por un claro ganador, en 1714 se encontraban con el estigma de ser rebeldes contra el legítimo rey. Con este panorama es difícil comprender que las instituciones catalanas votaran por proseguir la guerra, cuando sólo podían aspirar a que la derrota fuera lo menos traumática posible. Fue una suicida huida hacia adelante que sólo serviría para que, tras la caída de Barcelona, la represión fuera más dura. Ni el alto clero, ni la alta nobleza, ni los campesinos tenían interés en proseguir aquella guerra, pero la decisión salió adelante impulsada por la baja nobleza comercial.
Con el fin de la guerra llegó por tanto el de la Corona de Aragón, mientras se resquebrajaba el monopolio comercial de Castilla con América. La Nueva Planta, por traumática que pareciera, respondía a una lógica que imponía una única ley para todos los territorios de la Corona. Paradójicamente, entre los grandes beneficiados estaban los comerciantes que tanto se oponían a ella, porque la supresión de aduanas internas estimulaba el comercio entre territorios. La nueva situación sirvió además para que a la larga se cumplieran las promesas que había hecho Felipe V, puesto que sí se creó una compañía comercial, la Compañía de Barcelona fundada en 1755, para impulsar el comercio catalán en América. En la década de 1770 el 64% de las exportaciones catalanas iban a América y en el año 1778 el 11% de las exportaciones españolas a América salían de puertos catalanes, situación inconcebible durante la monarquía de los Habsburgo, cuando el comercio atlántico era un monopolio de la Corona de Castilla.
Todo ello me hace pensar que aquel profesor tenía razón cuando decía que somos producto de nuestro pasado: si Felipe V se hubiese dado por vencido en 1710 la Historia de toda Europa habría sido distinta. En cuanto a las «versiones oficiales», en los acontecimientos no se ven intentos de secesión sino de imponer cada cual a su candidato al trono. Por algo aquella guerra se conoce como de Sucesión. Con u.
Nunca me entrará en la cabeza por qué la Iglesia tenía tanto peso en decisiones que, a priori, nada tenían que ver con ella, como por ejemplo, asuntos estratégicos o bélicos… Muy interesante.
Eso es porque vives en el siglo XXI. En la actualidad los motivos de disputa son por nacionalismo o por ideología (en el mundo occidental), pero durante casi toda la historia de la humanidad las sociedades se han organizado a partir de un núcleo en el que la religión tenía un papel primordial. Ejemplo: si analizas la guerra fría con sus guerritas calientes entre Occidente y la URSS y sustituyes el enfrentamiento ideológico por uno religioso entre católicos y protestantes te sale algo muy parecido a las guerras del siglo XVI y XVII.
Felicidades por la entrada. He disfrutado leyendo, a la vez que planteaba, como por desgracia hago ultimamente, cuán absurda y manipuladora es la postura tomada por nacionalistas catalanes, más allá del constante menosprecio hacia lo ‘hispano’.
¿Como es posible tanta simplificación interesada? Alucinante.