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Amelia Earhardt, Aviación, Charles Lindbergh, Charles Nungesser, François Colli, Fred Noonan, Jean Mermoz, Joaquín Collar, Levasseur, Mariano Barberán, Nieuport, Oiseau Blanc, Siglo XX
Cuando escribí el artículo anterior mencioné que este año se celebra el 70 aniversario de las pruebas en vuelo del Proyecto Tormenta, pero no es el único hecho señalado de aquel año 1947 en lo que se refiere a aviación. Aquel mismo año, un piloto sobrepasó la velocidad del sonido y vivió para contarlo por primera vez (y todavía lo cuenta a sus 94 primaveras). Sin embargo, he preferido remontarme otras dos décadas en el tiempo para recordar que en este 2017 se cumplen 90 años desde que se cruzó el Atlántico Norte en un vuelo sin escalas. Pero en lugar de hablar de Lindbergh, el hombre que logró la hazaña volando solo durante más de 33 horas, voy a dedicar el artículo a quienes podríamos decir que quedaron segundos en aquel intento.
Quedar segundo no es la mejor de las expresiones en este caso, puesto que no había medalla de plata ni de bronce para quienes competían por el premio Orteig, así llamado por el empresario que en 1919 ofreció 25.000 dólares de la época a quien lograra cruzar el Atlántico sin escalas volando entre las ciudades de París y Nueva York, sin importar si el trayecto se realizaba en sentido Este u Oeste.
Ya sabemos que el premio se lo llevó Charles Lindbergh, al aterrizar en Le Bourget el 21 de mayo de 1927, pero apenas dos semanas antes, el 8 de mayo, dos aviadores franceses salían de París con la intención de realizar el mismo trayecto, sólo que volando hacia el Oeste. Se llamaban Charles Nungesser y François Coli. Su avión, un biplano Levasseur, había sido bautizado como L’Oiseau Blanc, El Pájaro Blanco. Muy apropiado, teniendo en cuenta que blanco era el color del avión, aunque el macabro emblema personal de Nungesser rompía la monotonía cromática.
Nungesser y Coli junto a su avión
Lo vemos en la imagen: un corazón negro con la calavera y las tibias además de un féretro entre dos candelabros. Esta imagen había acompañado a Nungesser en el fuselaje de todos los aviones que había volado desde que era piloto de caza, durante la Primera Guerra Mundial.
Era un emblema peculiar para un hombre fuera de lo corriente que a los 15 años, en 1907, había dejado su Francia natal para trabajar con un tío suyo que vivía en Brasil y que al llegar a destino se encontró con que su tío ya no vivía allí. El joven Charles Nungesser no se desanimó por ello y recaló en Argentina, donde fue boxeador, conductor de coches de carreras, aprendió a pilotar aeroplanos, consiguió encontrar a su tío… se podría escribir toda una novela sólo con las aventuras de aquel joven, que en 1914 volvería a Francia para comenzar la guerra en un regimiento de húsares antes de lograr, en noviembre de aquel año, ser transferido al servicio de aviación.
El Nungesser piloto era lo más parecido a un personaje de película: juerguista y mujeriego en cuanto podía escaparse a París, pero uno de los mejores en combate. Uno de esos hombres capaces de ganarse un arresto por ausentarse sin permiso para probar su nuevo avión y ser condecorado con la Croix de Guerre por obtener su primer derribo durante ese vuelo no autorizado.
Nungesser podía ser a la vez el orgullo y la pesadilla de sus oficiales. En noviembre de 1915, volvió a meterse en líos cuando su escuadrilla recibió los primeros aviones del tipo Nieuport 11, un biplano pequeño, ligero y ágil. Nungesser se entusiasmó tanto que se dedicó a demostrar sus cualidades con una exhibición acrobática sobre la ciudad de Nancy, haciendo piruetas junto a las torres de la catedral y recorriendo la avenida principal a menos de 10 metros de altura. En la población cundió momentáneamente el pánico hasta que se descubrió que no se trataba de un avión hostil sino de un insensato. Cuando Nungesser aterrizó en el aeródromo de Melzéville ya estaba esperándole su capitán, que había recibido una llamada telefónica desde la ciudad, para echarle una bronca monumental que terminó con estas memorables palabras: ¡Su misión no es aterrorizar a los civiles franceses sino a los soldados alemanes! De manera que si tiene ganas de hacer acrobacias, vaya usted a hacerlas sobre las líneas enemigas! Nungesser, genio y figura, despegó inmediatamente, repitió la exhibición sobre las líneas alemanas y regresó para presentarse ante el capitán con un ¡misión cumplida!
Ocho días de arresto le valió la hazaña, aunque el mismo capitán le levantó la sanción y le recomendó para la Legión de Honor cuando dos días después consiguió su segundo derribo. Nungesser logró sobrevivir a la guerra con 43 derribos confirmados, un montón de condecoraciones y diecisiete heridas, incluyendo una fractura de cráneo. Llegó a necesitar ayuda para conseguir subir a su avión y, tras la guerra, siempre necesitó un bastón para ayudarse a caminar.
Con la paz intentó algunos negocios, como una escuela de vuelo que no llegó a tener el éxito que se esperaba, así que se fue a Hollywood para participar en el rodaje de The Sky Raider, película hoy perdida en la que se interpretaba a sí mismo como protagonista de sus propias hazañas aéreas.
Pero Nungesser estaba hecho para las grandes proezas y por eso decidió intentar una empresa a su medida: el cruce del Atlántico Norte. Es posible que se hubiese decidido por intentar el vuelo en solitario, pero el constructor Levasseur preparó un biplaza en el que habría dos tripulantes: piloto y navegante. Y no había duda de que si se trataba de calcular la propia posición y trazar la ruta correcta para llegar a destino el mejor navegante que se podía encontrar, en una época en la que no existían las radioayudas, era François Coli.
Coli era también un veterano de la Primera Guerra Mundial. Marino de profesión, no encontró un puesto en la Armada Francesa al estallar la guerra, así que acabó en infantería. Herido en combate, fue declarado no apto para la guerra en tierra y se le trasladó a aviación. Llegó a ser jefe de la escuadrilla 62, dedicada principalmente al reconocimiento aéreo, y obtuvo varias condecoraciones, aunque también perdió un ojo como consecuencia de un accidente durante un vuelo.
Tras la guerra, Coli participó en varios de los raids que tanta atención atraían en la época. Siendo tuerto, no era la mejor opción como piloto por su falta de visión espacial, pero a cambio era un navegante de primera. En 1919 atravesó el Mediterráneo volando de Marsella a Argel, ida y vuelta en un mismo día, en compañía del piloto Henri Roget. Aquel mismo año, Coli y Roget realizaron un vuelo entre Francia y Marruecos, con varias escalas, en el que batieron un record de distancia.
Coli había decidido optar al premio Orteig, para quien lograra el cruce del Atlántico Norte, en compañía de otro veterano de la guerra, Paul Tarascon. Sin embargo un accidente durante las pruebas dejó a Tarascon con quemaduras lo bastante graves como para abandonar la idea. Coli necesitaba otro compañero y no desperdició la oportunidad de asociarse con Nungesser.
La empresa no iba a ser fácil, puesto que los vientos predominantes en el Atlántico Norte proceden del Oeste, por lo que sería más sencillo hacer la travesía saliendo de Nueva York, pero esto no arredró a los dos hombres. Coli preparó cuidadosamente la ruta y con Nungesser a los mandos el Pájaro Blanco despegó muy temprano el 8 de mayo. Varios aviones lo escoltaron hasta Étretat, en la costa francesa, desde donde continuó el vuelo sin compañía. Jamás se volvió a saber de ellos.
Es cierto que hubo avistamientos de un avión blanco sobre Irlanda, pero no se puede confirmar que fuera L’Oiseau Blanc. El 9 de mayo se propagaron los rumores de que el avión había sido visto ya sobre América e incluso algunos periódicos franceses llegaron a publicar la noticia del final feliz de la empresa; pero la realidad era que en Nueva York se esperaba en vano. A partir de determinado momento estaba claro que el avión, agotado el combustible, ya no estaba en el aire. ¿Se habría visto forzado a aterrizar antes de su objetivo? ¿Se habría estrellado? ¿Se habrían perdido?.
Se cree que Nungesser y Coli llegaron a atravesar el océano y que pudieron estrellarse en Terranova, donde las condiciones eran desfavorables, pero nada es seguro. En su día se llegó a ofrecer una recompensa de 25.000 dólares, la misma cantidad del premio Orteig, a quien consiguiera encontrarlos y aún hoy se siguen organizando expediciones de búsqueda que no han logrado resultados definitivos.
Si lo que cuenta la leyenda es cierto, es inútil buscar a Nungesser y Coli en Terranova porque ahora forman parte de un selecto club que cuenta con miembros tan ilustres como el también francés Jean Mermoz, los españoles Mariano Barberán y Joaquín Collar o los norteamericanos Amelia Earhardt y Fred Noonan. El club de los aviadores que, tras alcanzar el cielo con su avión, deciden quedarse en él.