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El zapatazo de Fragonard

22 jueves Feb 2018

Posted by ibadomar in Arte

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Arte, Disney, Fragonard, Pintura, Siglo XVIII, Wallace Collection

Llevo todo el mes de febrero buscando un argumento para un artículo. Me pasa a veces, pienso en cuál puede ser el tema sobre el que escribir, pero no se me ocurre nada. Dándole vueltas a mi falta de inspiración pensé que hay dos temas básicos en este blog: Historia por un lado y seguridad aérea por otro, pero a veces se cuelan motivos diferentes, como la Historia del Arte. Eso me dio la idea de revisar mis libros sobre la materia y así recordé un cuadro significativo, muy propio de una época muy concreta. Se trata de una obra típica de la pintura galante del Rococó francés.

Para estudiar las pinturas de los autores típicos del momento no hay nada como ponerse en situación viendo la película Las amistades peligrosas. De hacerlo, nos sumergiremos en un mundo de aristócratas libertinos, amoríos furtivos, o no tan furtivos, y placeres mundanos. ¿De verdad vivía así la decadente aristocracia francesa de la segunda mitad del siglo XVIII? La película se rodó a finales del siglo XX, pero la novela se publicó en 1782, así que es de suponer que su autor no exageraba demasiado.

En ese mundo es donde surgen artistas como Jean-Honoré Fragonard, autor de la obra protagonista de este artículo. Sus pinturas de temas clásicos y religiosos eran excelentes, pero la aristocracia de la época prefería pagar por otro tipo de obras, por lo que Fragonard decidió dedicarse a motivos más frívolos. Acertó de lleno, porque se convirtió en uno de los pintores de moda. Baste decir que Madame Du Barry, amante de Luis XV, le encargó una serie de cuadros con el argumento progreso del amor en el corazón de una joven.

Personalmente, mi cuadro preferido de Fragonard es El beso furtivo, que se conserva en el museo del Hermitage. Ver esta pintura, realizada en los últimos años de la década de 1780, muy poco antes de la Revolución Francesa, es uno de los motivos por los que tengo pendiente un viaje a San Petersburgo. Después de esta confesión, creo que es obligado presentar una imagen del cuadro:

Pero la obra que nos ocupa, la más célebre de su autor, es la conocida como El columpio. Cierto aristócrata deseaba un cuadro en el que se viera a su amante en un columpio movido por el impulso de un obispo mientras que él mismo ocuparía una posición que le permitiera contemplar las piernas de la dama. Se lo encargó a un pintor que sugirió que para una obra de ese tipo era mejor dirigirse a Fragonard, y éste aceptó la tarea, aunque hizo alguna modificación.

Esta imagen, como la anterior, está tomada de la web gallery of art, una página imprescindible para los amantes del arte. En ella vemos el resultado del encargo: el obispo ha sido sustituido por un caballero que se mantiene en penumbra (es inevitable pensar que se trata del marido de la dama en cuestión), pero aparte de eso, Fragonard cumplió perfectamente con la petición. En el cuadro, el patrón de Fragonard está cómodamente recostado tras unos arbustos que le protegen de la mirada del caballero que impulsa el columpio, en una posición perfecta para contemplar las piernas de la dama, que lejos de sorprenderse por la presencia del atrevido voyeur, le dirige una mirada cómplice. La estatua de Cupido, a la izquierda, parece recomendar discreción, pero hay un detalle, aparentemente trivial, que delata que los protagonistas están totalmente desatados: el zapato de la mujer, que sale volando impulsado por su entusiasmo.

Este cuadro, que se conserva en la Wallace Collection de Londres, se considera en la actualidad como un ejemplo perfecto del espíritu de la época. Fue realizado en 1767, veintidós años antes del inicio de la Revolución Francesa, con la que Francia vio la caída de aquella aristocracia decadente, amante del placer y el lujo, que había constituido la principal clientela de Fragonard. Su estilo rococó, además, quedó relegado por un neoclasicismo mucho más austero. No es de extrañar que Fragonard acabara sus días entre estrecheces económicas.

En la actualidad sin embargo, es un pintor bastante popular, hasta el punto de que me atrevería a decir que no hay niño que no haya visto alguna copia de este cuadro, aunque en versiones algo menos picantes y más adecuadas para la infancia. ¿Alguien cree que exagero? Echemos una ojeada a la versión de la obra de Fragonard hecha por la artista Lisa Keane para la película Tangled (Enredados) de Disney:

Está claro de dónde ha salido la inspiración, ¿verdad? A la Disney le debió de gustar la idea porque también aparece en Frozen en una escena en la que suena la canción For the first time in forever.

Reconozco que estas versiones me fascinan y las considero fundamentales para darles encanto a las películas. Se pierde la picardía del original, pero se conserva esa joie de vivre que da el mero hecho de columpiarse y dejarse llevar por el entusiasmo del vaivén hasta el punto de lanzar por los aires un zapato.

A pesar de todo me quedo con el original y, puestos a pensar en encajar el cuadro en una película, no puedo dejar de imaginar al vizconde de Valmont apostado entre los arbustos para espiar los encantos de su amada ¿Madame de Tourvel? No, de la marquesa de Mertueil. La recatada Madame de Tourvel habría sido incapaz de dejarse llevar por el entusiasmo hasta el punto de quedarse impúdicamente descalza. Definitivamente, nadie como Fragonard supo insinuar tanto con un zapatazo.

 

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Con los ojos del pasado

29 domingo Oct 2017

Posted by ibadomar in Arte, Historia

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Adriano, Agripa, Apolodoro de Damasco, Arquitectura, Arte, Historia, Maison Carrée, Nimes, Panini, Panteón, Renacimiento, Roma, Urbano VIII

Hace mucho que no escribo sobre Historia del Arte, a pesar de que es una parte fascinante del estudio de la Historia en general. En este campo es habitual que las fuentes mencionen obras de arte perdidas, cuya fragilidad no ha permitido que sobrevivieran al paso de los siglos ni a las vicisitudes de los acontecimientos. La pintura en Grecia y Roma, por ejemplo, fue un arte muy apreciado pero sus obras se han perdido casi por completo, mientras que la escultura, menos considerada en aquella época, ha sobrevivido en parte.

Por razones obvias, quedan bastantes ejemplos de obras arquitectónicas de la antigüedad, aunque a menudo estén en estado de ruina. Algunas veces el edificio se conserva bien porque sigue en uso, aunque pueda adoptar una función distinta, como es el caso del que hablaré hoy. Pero por muy bien conservado que esté un edificio, por desgracia no podemos verlo con los ojos de sus contemporáneos. Quien hoy entra en una catedral gótica no se queda asombrado por la altura del edificio, como sí lo hacían los hombres del siglo XII. Y quien visite el Panteón de Roma podrá admirar la amplitud de la sala y la altura de su cúpula, pero no quedará atónito como sí lo haría un hipotético turista del siglo II. Y de eso trata este artículo, de mirar el Panteón con los ojos de quien lo contemplaba por primera vez en la Roma del Alto Imperio.

Al entrar en él, se encuentra uno bajo una enorme cúpula semiesférica que alcanza los 43 metros de altura y en la que se abre un óculo de 9 metros de diámetro. La cúpula es el remate de una gran sala circular de 43 metros de diámetro, y no podía ser de otra manera en la época, ya que en el siglo II aún no se conocían las pechinas y por tanto a los arquitectos les era imposible hacer una cúpula circular sobre una sala cuadrada. El recinto es grandioso, de esos sitios que no se pueden describir con palabras, así que en su lugar pondré imagenes, obtenidas de Wikipedia, cómo no. La primera es una reproducción de una obra de Panini, pintor del siglo XVIII.

Es una buena imagen de la cúpula, que además nos permite ver el interior del Panteón con apenas dos o tres docenas de personas en el recinto, lo que es poco habitual porque suele estar abarrotado de turistas. Puede que la imagen no sea la más adecuada para apreciar bien la forma circular de la estancia, así que veamos el edificio en planta. Observamos, no sólo la forma circular de la estancia principal sino también la existencia de un pórtico en la entrada.

Creo que se aquí sí se ve perfectamente la forma. Al edificio se entra subiendo unos escalones que llevan a un pórtico de columnas. Si se sube por el centro de la escalinata se accede al templo directamente, pero en los laterales se encuentran unas exedras que originalmente albergaban una estatua de Agripa y otra de Augusto. Este pórtico es importante porque en él radica la gran novedad que constituye el Panteón. Los templos de planta circular no eran desconocidos en Roma, aunque utilizar una cúpula para cubrirlos sí era novedoso, pero lo interesante es precisamente la forma de entrar en el edificio. Para entender las implicaciones hay que ver cómo era un templo típico romano, como por ejemplo el que se conserva magníficamente en Nimes, la Maison Carrée.

Bonito, ¿verdad? Es un caso típico de templo romano: rectangular, construido sobre un podio y con un pórtico de columnas en la parte delantera, a la que se accede subiendo una escalinata. En realidad bastaría con quitar la parte principal del edificio, dejando sólo el pórtico, y poner en su lugar un gran tambor para obtener algo parecido al Panteón, y precisamente aquí está el truco. Para verlo bien, observemos una maqueta que pretende recrear el edificio en su entorno original.

Y aquí está la gracia: el Panteón estaba al final de una plaza rectangular y el cuerpo cilíndrico quedaba prácticamente oculto a la vista del visitante, que no tenía más remedio que avanzar de frente sin ver los laterales. Subía la escalera, entraba y… ¡sorpresa! el interior no era rectangular sino circular. Y enorme. Y cubierto con una cúpula inmensa. Y en la cúpula, aquella abertura cenital que lo hacía tan luminoso… Y sin embargo, por fuera parecía un templo normal y corriente, pero por dentro era algo nunca visto.

Toda una genialidad proyectada a principios del siglo II, seguramente por Apolodoro de Damasco, por orden de Adriano para sustituir al Panteón original, que era un templo en honor a todos los dioses, construido a instancias de Agripa unos cien años antes, y que seguía el modelo convencional. El edificio tuvo la fortuna de ser transformado en iglesia en su momento, lo que lo protegió durante toda la Edad Media.

La paradoja es que la Iglesia protegió el edificio, pero fue un papa quien lo alteró sustancialmente. Maffeo Barberini, que tomó el nombre de Urbano VIII, retiró el bronce que cubría la cúpula para fundir los cañones del castillo de Sant’ Angelo. El expolio no pasó inadvertido y muestra de ello es una frase satírica aparecida en un pasquín de la época: Quod non fecerunt barbari fecerunt Barberini (lo que no hicieron los bárbaros lo han hecho los Barberini). Sátira y denuncia en apenas 44 caracteres. Y creíamos que en el siglo XVII no existía Twitter.

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El hijo adoptivo de Sisigambis

23 domingo Abr 2017

Posted by ibadomar in Historia

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Alejandro Magno, Antigüedad, Arte, Batalla de Gaugamela, Batalla de Issos, Charles Le Brun, Darío III, Hefestión, Historia, Roxana, Sisigambis, Veronese

Pensaba yo hace unos días en que tenía que actualizar el blog y dudaba entre escribir sobre la peligrosidad de las baterías de litio en la bodega de carga de un avión o sobre la campaña contra el gobierno de Antonio Maura en 1909. ¿Artículo de seguridad aérea o artículo de Historia? Cuando se tiene una duda así no hay más que dos posibilidades racionales: o se tira una moneda al aire para elegir una opción o se escoge una tercera que no tenga nada que ver con las anteriores. Por eso, como hace tiempo que no comento ninguna obra de arte, aprovecharé para mencionar una que introduce una historia peculiar. Se trata de «La familia de Darío ante Alejandro», cuadro de Paolo Veronese.

Es una obra del siglo XVI y eso se nota en la vestimenta de los personajes, que no se corresponde con lo que sería de esperar en la realeza persa y los generales macedonios del siglo IV antes de Cristo. Pero Veronese no pretendía dar una lección de Historia sino ilustrar una anécdota famosa, tanto que no sería la primera ni la última vez que un artista se ocupaba de ella. Conozco al menos otras cuatro versiones pictóricas de este momento. Como ejemplo, veamos una de Charles Le Brun, pintada 100 años después de la de Veronese.

En los dos casos la idea está clara: un grupo de mujeres se arrodilla ante dos hombres vestidos casi igual. Y ahí está la anécdota: se estaban arrodillando ante la persona equivocada. Pero será mejor que vayamos por partes y contemos quiénes son los protagonistas de nuestro artículo de hoy.

Alejandro Magno no necesita presentación, pero su compañero Hefestión no es tan conocido. Baste decir que era uno de sus generales, su principal hombre de confianza, amigo y, según algunas fuentes, amante. En cuanto a las mujeres que se arrodillan ante los macedonios, la más anciana es Sisigambis, madre de Darío III, rey de Persia. Le siguen Estatira, esposa de Darío, y dos hijas del rey. También está el hijo de Darío, aún un niño. Si se humillan ante los macedonios es por la costumbre persa de hacerlo ante los reyes, y en este caso no estaba de más suplicar clemencia y agradecer la que ya habían recibido, puesto que eran prisioneras de Alejandro desde la batalla de Iso o Issos, que tuvo lugar el día anterior a la escena representada en los cuadros.

Era noviembre del año 333 antes de Cristo. Alejandro Magno, decidido a hacerse con el dominio del Imperio Persa, se había enfrentado en Issos al ejército comandado en persona por Darío III. La ventaja numérica estaba del lado persa, pero en la guerra el número de soldados no importa tanto como la forma en que están armados y dirigidos y en aquella época el ejército macedonio además de ser el mejor del mundo contaba con Alejandro al frente. En un momento de la batalla, Alejandro, al frente de la caballería, cargó directamente contra la posición que ocupaba Darío. El persa flaqueó y huyó en su carro, poniendo fin a la batalla, puesto que su ejército la dio por perdida al ver escapar a su general. Alejandro no logró alcanzar a Darío, pero sí pudo hacerse con el carro, el manto y las armas del persa, que éste había abandonado para proseguir su huida a caballo.

Con la victoria llegó el botín. La corte persa era célebre por su riqueza, al contrario que la realeza macedonia, de modo que Alejandro, a la vista de los tesoros que guardaba la tienda de Darío pudo exclamar «así que esto es lo que significa ser rey». Aquella noche celebró el éxito con sus generales cenando en la vajilla de oro del monarca persa, pero oyó llantos y gemidos cercanos y preguntó qué ocurría. Era la familia de Darío, que había acompañado al rey a la batalla y que ahora, al ver su carro y su manto, lo daban por muerto.

Alejandro era un hombre poco común, especialmente para su época: su liderazgo se basaba en el ejemplo (ya lo vimos en otro artículo) y no abusaba de su poder con los vencidos. Al contrario, su clemencia y magnanimidad se harían célebres. En esta ocasión envió a un oficial para que tranquilizara a la familia de Darío, les explicara que éste seguía con vida y que podían contar con su protección. Al día siguiente, Alejandro, acompañado de Hefestión, acudió a visitar a sus ilustres cautivos, que vieron por primera vez a su vencedor, pero… ¿cuál de los dos hombres era?

Sólo el choque cultural explica la confusión que siguió. Entre los persas la realeza no sólo era rica y ostentosa: también era imponente. Se esperaba de un rey que tuviera buena presencia, empezando por su estatura (el propio Darío medía cerca de dos metros), pero Alejandro por el contrario era un hombre delgado y más bajo que su acompañante Hefestión, al parecer un hombre apuesto y de buena figura. La reina madre, Sisigambis, siguiendo la costumbre persa, se postró sin dudar a los pies de quien ella suponía era el vencedor de su hijo y se encontró con que éste, desconcertado, daba un paso atrás. Sisigambis, cuando sus sirvientes le indicaron su error, quiso repetir el gesto ante el verdadero Alejandro, pero éste le ayudó a ponerse en pie al instante con una frase que, una vez que se la tradujeron, desconcertó a la anciana persa: «No te apures, madre, no te has equivocado. Él también es Alejandro«.

Es curioso que entre ambos, Alejandro y Sisigambis, se desarrollara rápidamente una gran simpatía mutua, teniendo en cuenta sus diferencias culturales. No fue el del primer día el último de los malentendidos que tuvieron: cuando Alejandro quiso hacer un regalo a su prisionera no pensó en nada mejor que un juego de labor con hilos de colores, recordando que las mujeres macedonias, por muy nobles que fueran, gustaban de entretenerse tejiendo y bordando. Para Sisigambis, sin embargo, el ver a quien aseguraba ser su protector entregándole unos instrumentos propios de una sirvienta o, peor aún, de una esclava fue un impacto. Alejandro, viendo su desconcierto, preguntó que ocurría, comprendió el malentendido y pidió disculpas.

Dos años después, en el año 331 antes de Cristo, Alejandro y Darío volvieron a enfrentarse, esta vez en Gaugamela. Una vez más la ventaja numérica era persa y una vez más Alejandro hizo huir a su rival. Tras la batalla, Darío apenas conservaba un pequeño ejército y ya no tuvo ocasión de reclutar otro porque fue asesinado por uno de sus sátrapas. Alejandro, que habría preferido capturarlo con vida, envió el cadáver a Persépolis para que Sisigambis organizara las honras fúnebres correspondientes a su rango.

Es extraño el destino de Sisigambis: sobrevivió a la derrota de su hijo y también a su muerte, pero no sobrevivió a la de Alejandro. Éste murió en el año 323 antes de Cristo. Al conocer la noticia, Sisigambis se encerró en sus habitaciones y se negó a comer hasta que le sobrevino la muerte, cuatro o cinco días después.

Esta historia, como todas las de la Antigüedad, hay que tomarla con precaución. No sólo por la costumbre de los historiadores de la época de embellecer sus relatos, también por las diferencias culturales: puede que Sisigambis, viendo muerto a su protector, esperara verse asesinada de un momento a otro. No tendría nada de extraño, puesto que su hija, que se había casado con Alejandro, murió asesinada por Roxana, otra esposa del macedonio, que no quería competencia para su propio hijo.

En cualquier caso la relación de Alejandro con Sisigambis fue más allá de la mera diplomacia. Las fuentes coinciden en la mutua simpatía y el buen entendimiento entre ambos. No deja de ser llamativo y otra muestra más del peculiar carácter de Alejandro, un hombre que daba ejemplo a sus soldados siendo el primero en la línea de batalla, que se comportaba con moderación en la victoria sin abusar de su posición de fuerza y que respetaba a los vencidos. En una época en la que se podía arrasar tranquilamente una ciudad tras pasar a cuchillo a sus habitantes varones y vender a las mujeres y niños como esclavos sin que nadie moviera una ceja, la personalidad de Alejandro resulta especialmente llamativa. No hubo nadie como él y la prueba fue el desmembramiento de su imperio tras su muerte. Pera esa historia la contaré otro día.

 

 

 

 

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