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La prensa descontrolada

06 Domingo Jul 2014

Posted by ibadomar in Historia, Política, Prensa

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Carrero Blanco, Corrupción, España, Fraga, Franquismo, Guerra Civil, Historia, MATESA, Mussolini, Periodismo, Política, Siglo XX

Llevamos unos días ajetreados y todo porque a uno de los miembros de nuestra clase política se le ha ocurrido decir que los medios de comunicación deberían estar bajo control público para impedir que estén en manos del poder económico, en otras palabras, que siendo la prensa órgano decisivo en la formación de la cultura popular no se puede dejar sin control ni admitirse que el periodismo viva al margen del Estado.

Habría que preguntarse cómo sería en la práctica ese control público. Para empezar se debería decidir qué organismo ejerce el control. En última instancia sería un ministerio, pero se necesitaría crear alguna agencia ex profeso. Como el territorio nacional es grande, para descentralizar la tarea se podrían crear sub-agencias de ámbito provincial (por ejemplo, aunque también podría ser autonómico) a las que llamaremos Servicio de Prensa, por encima de las cuales estaría la coordinadora a nivel nacional: el Servicio Nacional de Prensa. Es una estructura lógica: los directores de los medios de comunicación seguirían las directrices de su Servicio de Prensa y para coordinar todos los servicios provinciales estaría el Servicio Nacional de Prensa integrado en el Ministerio. Los directores de los medios de comunicación serían responsables de lo publicado y, puesto que dirigirían lo que se puede considerar un servicio público, su nombramiento sería aprobado por el Ministerio. Para ejercer un control efectivo los periodistas tendrían que tener un carnet y estar registrados en el Servicio Nacional de Prensa.

Quien esté de acuerdo con la idea del control público (es decir, político) de los medios de comunicación supongo que verá estas ideas como una forma coherente de ejercerlo. Pero ¿en qué detalles se esconde el diablo? Pues… en todos. El párrafo anterior es un resumen de la Ley de Prensa promulgada por el general Franco en abril de 1938, es más, las partes que he escrito en cursiva son copia literal de aquella ley, que fue promulgada en plena Guerra Civil y es en algunos aspectos incluso más restrictiva que la ley de Mussolini que la inspiró.

La ley de 1938 tenía aspectos peculiares, como el de hacer que la empresa editora fuera co-responsable de los actos de un director que les había sido impuesto. Un ejemplo de las situaciones a las que daba lugar es el caso del periódico monárquico por excelencia, ABC, que tuvo como director entre 1940 y 1946 a José Losada de la Torre, quien llegó a publicar un artículo antimonárquico, obviamente en contra del criterio del consejo de administración. Lo curioso es que el propio Losada hubo de dimitir finalmente por una queja del ministro de la Gobernación, que estaba furioso porque se hubiera publicado un extracto de un discurso suyo y no el discurso entero.

La ley de 1938 llevó las cosas al extremo de que los censores repasaran con detenimiento artículos enviados por el propio gobierno y escritos con pseudónimo por el mismísimo Franco. La sanciones podían llegar por los motivos más variopintos, como la multa que se le puso al semanario Mundo por olvidar conmemorar el cumpleaños de Hitler en 1944. A veces rozaban el esperpento, como cuando el ABC de Sevilla fue multado por un anuncio de Jerez en el que se leía, tras mencionar las maravillas del vino publicitado, “para excelencia, González Byass”. Parece un eslogan inocente, pero el censor vio en la palabra excelencia una alusión al Caudillo y la multa fue de 10.000 pesetas de las de 1939.

No fue hasta 1966, cuando aquella ley quedó derogada al promulgarse la célebre Ley de Prensa impulsada por el entonces ministro de Información y Turismo, Manuel Fraga. Como ministro de Información, Fraga presenta una especie de doble personalidad; por un lado era responsable de la propaganda oficial, y lo demostró dirigiendo la campaña de prensa en defensa del régimen ante el escándalo internacional provocado por el fusilamiento de Julián Grimau o preparando la celebración de los “25 años de paz”, lo que puede hacer pensar en un miembro de lo que llamaríamos la línea dura. Sin embargo Fraga fue, junto con Solís Ruiz, el máximo representante del ala “aperturista” del franquismo en oposición a los “inmovilistas”. Precisamente su ley de Prensa fue una de las más claras muestras de esa apertura. El proyecto de ley fue aprobado por el gobierno en octubre de 1965, pero la oposición que encontró era tan fuerte (especialmente por parte de Carrero Blanco), que no fue ratificado por las Cortes hasta mayo de 1966. ¿Pero qué tenía aquella ley para que fuese tan temida por los inmovilistas?

Lo que tenía era, precisamente, que sacaba a la prensa del control político. Se dejaba de ejercer la censura previa (salvo si se declaraba el estado de guerra o de excepción) y además la empresa editora tenía libertad para nombrar al director de la publicación. Esto no quiere decir que fuese una ley permisiva: el artículo segundo especificaba los límites, que eran “el respeto a la verdad y a la moral; el acatamiento a la Ley de Principios del Movimiento Nacional y demás Leyes Fundamentales; las exigencias de la defensa nacional, de la seguridad del Estado y del mantenimiento del orden público”. Aunque los límites fuesen tajantes y un tanto difusos, ahora los periodistas podían arriesgarse a tantear hasta dónde podían llegar antes de que les cayera una sanción, que era en sí misma una prueba de la falta de las libertades que en teoría garantizaba la ley.

Aunque la Ley de Prensa no fuera una garantía de libertad de expresión, sí fue lo suficientemente abierta para cobrarse una víctima notable: su impulsor. Todo ocurrió a raíz del caso MATESA, una empresa dedicada a la fabricación y exportación de maquinaria textil que había obtenido mucho dinero en incentivos a la exportación, desgravaciones fiscales y ayudas a la investigación. En agosto de 1969 saltó el escándalo cuando la prensa publicó que gran parte de las exportaciones eran ficticias. El Gobierno tuvo que embargar los bienes de la empresa y encarcelar a su principal accionista a causa del revuelo generado. En realidad tampoco hay que dar por sentado que aquel escándalo fuera un triunfo de la prensa “libre” ya que Manuel Fraga estaba entre quienes podían tener interés en ver debilitarse a los ministros de Hacienda y Comercio, con quienes mantenía diferencias en las luchas de poder entre los distintos sectores del franquismo de la época. Consiguió su objetivo a medias, ya que ambos ministros salieron del gobierno, pero él también fue destituido.

Las razones que apuntaba Carrero Blanco (vicepresidente del gobierno en aquel momento) para la destitución de Fraga se basaban en su deslealtad en el caso MATESA y en algo más: según Carrero quien leyera la prensa de la época sacaría la conclusión de que España era un país “políticamente inmovilista, económicamente monopolista y socialmente injusto” y además añadía: “las librerías están llenas de propaganda comunista y atea”. Nada de eso habría ocurrido, naturalmente, de seguir vigente la Ley de Prensa de 1938.

La moraleja de esta historia es que hay que pensarlo dos veces antes de proponer que el Estado controle la prensa. Es posible que una prensa libre se vea controlada por grupos de poder, pero mientras esos grupos sean varios y diferentes, el lector podrá recibir varias versiones de la realidad y componer su propia visión. Y si un sector lo suficientemente numeroso no encuentra unos medios de comunicación satisfactorios siempre podrá intentar fundar el suyo propio o encontrar a quien sí le interese crear un nuevo medio para satisfacer su demanda. Pero bajo una ley como la de 1938, que ponga a los medios bajo control político, sería imposible encontrar una información contraria a los intereses de quienes la manejan. ¿Alguien cree que los casos Roldán, Gurtel, EREs, etc, que tanto han afectado a los políticos, se habrían destapado si los medios de comunicación estuvieran por completo en sus manos?

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La utopía perdida de Pitcairn

03 Lunes Mar 2014

Posted by ibadomar in Historia, Política

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Blight, Bounty, Historia, Pitcairn, Política, Siglo XVIII, Tahití

Hace bastante tiempo que no aparezco por aquí, pero he tenido motivos para estar alejado. Durante algo más de un mes la vida real ha impuesto sus reglas y me ha impedido actualizar el blog. Afortunadamente, por fin vuelvo a disponer de algo de tiempo libre y puedo dedicar algunos ratos a escribir para Los Gelves. Pero dejémonos de preámbulos y vamos directamente a la historia de hoy.

No creo en las utopías sociales. A veces veo que se alude a situaciones ideales como remedio para todos los males de la sociedad y no consigo entrar en ese juego. Siempre se plantea de forma parecida: el mundo no funciona, pero es porque está mal organizado; todo iría mejor si se cambiara radicalmente la sociedad y se implantara un sistema en el que (aquí se inserta algún concepto utópico). Lo que se implante puede ser cualquier cosa porque el “paraíso” puede ser comunista, populista, autoritario, nacionalista… a gusto del consumidor. Incluso puede ser fascista, aunque el desprestigio de la palabra hace que para ese caso se busque algún eufemismo. Este tipo de ideas se suelen basar en que existe una especie de conciencia colectiva (se suele hablar de “los ciudadanos” o de “el pueblo”) que debe tomar las riendas y a la que se someten gustosas las voluntades individuales, si es que no coinciden plenamente con ella, ante el evidente bienestar que les aguarda. Se llega así a una sociedad feliz. Fin.

En el mundo real, sin embargo, las cosas no son tan fáciles. La conciencia colectiva no existe y hay tantas voluntades individuales indomables como personas, que además tienen la costumbre de anteponer su comodidad y sus propios intereses al supuesto y a menudo hipotético beneficio común. Y por factible que parezca la utopía de la que se trate, basta con que unos pocos no acepten las normas básicas para que todo el edificio se venga abajo. Siempre hay algo que falla: o la sociedad es demasiado grande y es imposible contentar a todos, o unos pocos se hacen con el poder y arruinan con su egoísmo lo que parecía una excelente idea, o surge la competencia por algún recurso vital escaso… siempre hay algo que falla.

Claro que si se pudiera hacer el experimento con un grupo humano poco numeroso, en un lugar con los recursos básicos cubiertos, donde el poder apenas significara nada, y aislado de un mundo exterior que pudiera contaminar nuestro paraíso particular, puede que encontráramos la sociedad perfecta. O no, porque el experimento se hizo, aunque no voluntariamente y fracasó. Casi todo el mundo conoce cómo empezó nuestra historia de hoy porque ¿quién no ha visto alguna de las versiones cinematográficas de Rebelión a bordo? Yo he visto por lo menos tres diferentes.

Todo empezó a finales de 1787 cuando el barco Bounty se hizo a la mar con intención de viajar a Tahití, recoger allí varias plantas del árbol del pan y llevarlas a las Indias Occidentales donde se esperaba utilizar su fruto, si las plantas se adaptaban bien, como alimento fácil de cultivar para los esclavos. El viaje desde Inglaterra implicaba doblar el Cabo de Hornos bordeando Sudamérica, pero aquí empezaron las dificultades, porque el mal tiempo en la zona obligó a alterar la ruta y el Bounty terminó por hacer la travesía pasando por el Cabo de Buena Esperanza, en el extremo sur de África. El barco llegó a Tahití tras casi un año de navegación, con un gran retraso respecto a lo planeado, y en una estación poco propicia para trasplantar los árboles. No quedó más remedio que aguardar cinco meses en Tahití, que si se nos antoja como un lugar excelente para pasar unas vacaciones cuando se tiene un cómodo trabajo de oficina, cuando se acaba de realizar una penosa travesía en un cascarón de nuez debe de parecer el paraíso.

Al iniciarse el regreso, en abril de 1789, las tensiones se agudizaron. Las versiones novelescas suelen hacer hincapié en el mando tiránico del capitán Blight, aunque parece ser que en realidad no era un hombre especialmente cruel en una época en la que la disciplina a bordo se lograba a base de latigazos o con la horca. El caso es que parte de la tripulación se amotinó guiada por el primer oficial Fletcher Christian. El capitán Blight y la mayor parte de los hombres fieles a él fueron abandonados en una chalupa mientras los amotinados se quedaban en el Bounty y regresaban a Tahití.

¿Era Blight un tirano? Puede que sí se propasara en su dureza con sus hombres o puede que no lo hiciera, pero desde luego no hay dudas de que era un marino de primera. En aquella chalupa y tras pasar mil penalidades consiguió llegar al puerto más adecuado de la región: Timor, por entonces bajo soberanía holandesa. Un viaje de más de 3500 millas náuticas (unos 6800 Km) en el que sólo perdió a un hombre.

En cuanto a los amotinados, no podían quedarse en Tahití. La Marina de su Graciosa Majestad se tomaba los motines con muy poco sentido del humor por lo que Fletcher Christian y sus compañeros tenían la certeza de que los buscarían sin descanso y, en caso de que los encontraran, serían ahorcados. En septiembre de 1789 zarparon de Tahití sin saber cuál sería su destino. Eran en total 15 hombres (9 ingleses y 6 tahitianos) y 18 mujeres, todas tahitianas naturalmente. Tras cuatro meses de vagar por el océano llegaron a la isla llamada Pitcairn, pero les costó identificar el lugar porque estaba mal situado en los mapas. Eso les decidió a quedarse allí, en un lugar en el que no podrían encontrarles. Y allí se establecieron, en un precioso paraíso natural, como muestra la foto, tomada de la página de turismo de la isla:

Pitcairn

El sitio lo tenía todo: buen clima, recursos más que suficientes para mantener a su reducida población, estaba apartado del mundo… imposible pedir más desde el punto de vista de unos fugitivos deseosos de encontrar un lugar en el que empezar una nueva vida. Allí se quedaron tras quemar el barco, demasiado reconocible y peligroso. No se volvió a saber de ellos hasta 18 años después. En 1808 un buque norteamericano, el Topaz, arribó a la isla y allí encontró a un único superviviente del motín, llamado John Adams, que vivía en la isla con nueve mujeres y varios niños.

No podemos saber con precisión absoluta qué fue de los demás, pero sí sabemos los hechos a grandes rasgos. Apenas tres años después de llegar a Pitcairn, aquel paraíso se había convertido en un infierno. Los tahitianos eran considerados como poco más que esclavos por sus compañeros ingleses y las tensiones entre los dos grupos derivaron en una matanza que se llevó a toda la población masculina de la isla excepto a cuatro de los tripulantes del Bounty. Se podría pensar que al menos así se lograría la paz, pero ni por esas, ya que uno de ellos había conseguido preparar un licor que consiguió que los cuatro marineros hicieran la vida imposible a las mujeres. Sólo cuando uno de ellos se despeñó en una borrachera y dos de los restantes asesinaron al tercero, se instaló la armonía en Pitcairn. Los dos hombres supervivientes lograron vivir en paz hasta que uno de ellos falleció por causas naturales en 1800.

¿Qué fue lo que falló en aquella isla? No había hambre ni grandes penalidades, no había riquezas que codiciar, no había motivos ni medios para abandonar la isla. Todo llevaba a un futuro en el que los fugitivos se establecerían allí, formando familias y disfrutando de una prolongación de aquellos cinco maravillosos meses que habían pasado en Tahití; y sin embargo estalló una verdadera guerra civil. Y todo porque un reducido grupo de hombres decidió que era superior a otro grupo. Si una sociedad de apenas 33 miembros fue incapaz de convivir en paz, no dejo de preguntarme cómo es que en sociedades compuestas por millones de individuos no se despedazan los unos  a los otros.

Claro que… pensándolo bien… a lo mejor es que sí lo hacen.

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Inversiones de futuro

14 Domingo Jul 2013

Posted by ibadomar in Historia, Política

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Edad Media, Edad Moderna, Enrique el Navegante, Florencia, Historia, Medina Azahara, Política, Proyecto Apollo, Renacimiento, Siglo XX

Hace unos tres o cuatro años mis padres visitaron Florencia. A su regreso estuvimos hablando del aparente prodigio de que coincidieran allí en poco tiempo los grandes talentos del Renacimiento: Donatello, Fra Angélico, Brunelleschi, Botticelli, Leonardo, Miguel Ángel, Rafael… todos ellos eran florentinos o vivieron y trabajaron en Florencia. Semejante reunión de genios parece todo un milagro, pero no todo se debe a la casualidad ya que vivieron en los años de esplendor de los Médici, que tanto interés y dinero invirtieron en apoyar las artes. En aquella época un joven florentino que tuviese talento y habilidad haría bien en buscar un taller donde emplearse como aprendiz y aprender los secretos de un oficio que podría reportarle el favor de los poderosos, de la misma forma que hoy, un adolescente hábil con el balón o con la raqueta de tenis puede lograr un espléndido porvenir si consigue destacar en estos deportes.

En el fondo es cuestión de dinero. Si se invierte en un campo determinado acudirán a él muchos, de los cuales una mayoría serán más o menos competentes, unos cuantos serán un desastre, y algunos resultarán ser verdaderos genios. El talento de éstos es importante, sí, pero sin las condiciones adecuadas no llegará a desarrollarse nunca. Todos los artistas que he citado fueron grandes maestros, pero no estaban solos, sino que contaban con sus colaboradores y se movían entre otros muchos colegas, cuyos nombres a menudo no se han conservado o no destacaron lo suficiente como para ser conocidos más allá del círculo de los grandes expertos en la materia. Habiendo materia prima para elegir, alguno tenía que destacar entre todos ellos; cuando la materia prima es mucha ya no sólo es uno el que destaca sino varios, y así surge un foco de excelencia. En este caso en las artes.

Florencia es un buen ejemplo de cómo se obtienen resultados en aquello en lo que se invierte con preferencia, pero no es el único ni mucho menos. Expongamos algún caso más:

Quien haya visitado Córdoba habrá hecho bien en contemplar las ruinas de Medina Azahara, la magnífica residencia del califa Omeya. La magnificencia del complejo palacial y lo desmesurado de su lujo eran tales que hasta causaban asombro en los embajadores bizantinos, acostumbrados a una corte tan suntuosa como la de Constantinopla. Sin duda era agradable contemplar esa exhibición de poder… a cuya construcción destinó el califato durante años nada menos que la tercera parte de sus ingresos. Si uno dedica tal cantidad de dinero a un proyecto no es de extrañar que el resultado sea deslumbrante.

Un ejemplo más cercano es el del Proyecto Apolo de la NASA. En plena Guerra Fría la carrera espacial entre las dos grandes potencias era algo más que una cuestión de desarrollo técnico, ya que estaban en juego cuestiones de supremacía tecnológica, implicaciones militares de esa misma tecnología, cuestiones de orgullo nacional y, naturalmente, propaganda de la superioridad del propio modelo social. La Unión Soviética partió con ventaja, al conseguir ser el primer país en poner en órbita un satélite artificial (Sputnik 1, 1957), en enviar un ser vivo al espacio (perra Laika en el Sputnik 2, 1957), en enviar a un ser humano al espacio (Yuri Gagarin en el Vostok 1, 1961) y en dar el primer paseo espacial (Alexei Leonov en el Voskhod 2, 1965). Los Estados Unidos no podían permitirse quedar atrás y apenas un mes y medio después de que Gagarin completara una órbita a la Tierra el presidente norteamericano, J.F. Kennedy proponía un programa destinado a que su país enviara a un hombre a la Luna y lo trajera de regreso a la Tierra antes de terminar la década. El proyecto Apollo culminó con éxito en 1969, como sabemos, pero no fue barato: en algunos años obligó a destinar a la NASA más de un 4% del presupuesto nacional.

Un caso de rivalidad parecido, salvando las distancias, lo tenemos entre las coronas de Portugal y Castilla en el siglo XV. Portugal tomó la delantera en la llamada era de los descubrimientos, aunque Castilla se llevó el premio gordo gracias a la expedición de Colón. Todo aquel esfuerzo se cimentó en el trabajo del infante Enrique el Navegante de Portugal. Su apodo le viene por el apoyo que dio a las empresas de exploración del Océano Atlántico. Él no podía saberlo, pero con su mecenazgo estaba cambiando el mundo, ya que no se limitó a poner dinero para enviar barcos a la ventura sino que fundó en Sagres todo un complejo náutico formado por arsenal, observatorio, escuela naval, etc. Hoy en día supongo que lo llamaríamos Universidad del Mar o algo parecido. En otras palabras: creó las condiciones para que el talento relacionado con la navegación diera fruto. Castilla no se podía quedar atrás si quería sacar rendimiento de la expedición colombina y por eso la Casa de Contratación fue mucho más que la institución mercantil que monopolizaba el comercio con las Indias: en el siglo XVI era el primer centro científico de Europa en el que el estudio de la cartografía y la navegación tenían un puesto de honor, como podemos leer en, por ejemplo, este artículo.

Todos estos casos me vinieron a la mente cuando leí hace un par de meses que un joven físico, uno de los mejores de Europa en su campo, vio rechazada su beca para regresar a España (enlace a la noticia) o cuando leí que una bióloga que destaca en su campo fue despedida de su centro de investigación en Valencia (enlace). Es posible que estas noticias tengan ese punto de exageración que aparece a menudo en la prensa, pero estos días he leído que el CSIC (Consejo Superior de Investigaciones Científicas) está en serios apuros porque necesita con urgencia 75 millones de euros (enlace). En la misma noticia leemos que en el CSIC trabajan 15.000 personas (un tercio de ellos investigadores) y aquí leemos que su presupuesto es de 602 millones de euros. Una simple división y obtenemos que el CSIC tiene un presupuesto de poco más de 40.000 euros por persona. El presupuesto incluye salarios, gastos de energía, material, edificios, etc, pero para simplificar vamos a establecer el coste por investigador, que será, sabiendo que un tercio del personal se dedica a la investigación, de aproximadamente 120.000 euros.

Para comparar y hacer un poco de demagogia tengamos en cuenta que el presupuesto de una institución como el Senado, que nadie sabe para qué sirve, es de casi exactamente 52 millones de euros según su propia web. No todo va al sueldo de los senadores, pero ya que hemos establecido el coste por investigador establezcamos el coste por senador. Son 266 senadores según la misma web lo que da un gasto por senador de 195.000 euros. Es decir, que un senador nos sale un 62,5% más caro que un investigador. El por qué puede ocurrir que desaparezcan éstos y no aquéllos no alcanzo a comprenderlo.

El resumen de todo lo escrito es que una sociedad obtiene lo que compra: si gasta su dinero en artistas tendrá a los mejores, si lo hace en navegantes surcará los mares, si lo hace en investigación espacial llegará al espacio, mientras que si por el contrario lo gasta en…

No, no es que haya dejado el artículo sin terminar. Es que me he ahorrado el trabajo de teclear porque sé que todos los que lo hayan leído entero han completado el párrafo anterior por su cuenta, aunque sea con ejemplos distintos. Hay tantos para elegir que no he conseguido decidirme por ninguno.

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