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Hace bastante tiempo que no aparezco por aquí, pero he tenido motivos para estar alejado. Durante algo más de un mes la vida real ha impuesto sus reglas y me ha impedido actualizar el blog. Afortunadamente, por fin vuelvo a disponer de algo de tiempo libre y puedo dedicar algunos ratos a escribir para Los Gelves. Pero dejémonos de preámbulos y vamos directamente a la historia de hoy.

No creo en las utopías sociales. A veces veo que se alude a situaciones ideales como remedio para todos los males de la sociedad y no consigo entrar en ese juego. Siempre se plantea de forma parecida: el mundo no funciona, pero es porque está mal organizado; todo iría mejor si se cambiara radicalmente la sociedad y se implantara un sistema en el que (aquí se inserta algún concepto utópico). Lo que se implante puede ser cualquier cosa porque el «paraíso» puede ser comunista, populista, autoritario, nacionalista… a gusto del consumidor. Incluso puede ser fascista, aunque el desprestigio de la palabra hace que para ese caso se busque algún eufemismo. Este tipo de ideas se suelen basar en que existe una especie de conciencia colectiva (se suele hablar de «los ciudadanos» o de «el pueblo») que debe tomar las riendas y a la que se someten gustosas las voluntades individuales, si es que no coinciden plenamente con ella, ante el evidente bienestar que les aguarda. Se llega así a una sociedad feliz. Fin.

En el mundo real, sin embargo, las cosas no son tan fáciles. La conciencia colectiva no existe y hay tantas voluntades individuales indomables como personas, que además tienen la costumbre de anteponer su comodidad y sus propios intereses al supuesto y a menudo hipotético beneficio común. Y por factible que parezca la utopía de la que se trate, basta con que unos pocos no acepten las normas básicas para que todo el edificio se venga abajo. Siempre hay algo que falla: o la sociedad es demasiado grande y es imposible contentar a todos, o unos pocos se hacen con el poder y arruinan con su egoísmo lo que parecía una excelente idea, o surge la competencia por algún recurso vital escaso… siempre hay algo que falla.

Claro que si se pudiera hacer el experimento con un grupo humano poco numeroso, en un lugar con los recursos básicos cubiertos, donde el poder apenas significara nada, y aislado de un mundo exterior que pudiera contaminar nuestro paraíso particular, puede que encontráramos la sociedad perfecta. O no, porque el experimento se hizo, aunque no voluntariamente y fracasó. Casi todo el mundo conoce cómo empezó nuestra historia de hoy porque ¿quién no ha visto alguna de las versiones cinematográficas de Rebelión a bordo? Yo he visto por lo menos tres diferentes.

Todo empezó a finales de 1787 cuando el barco Bounty se hizo a la mar con intención de viajar a Tahití, recoger allí varias plantas del árbol del pan y llevarlas a las Indias Occidentales donde se esperaba utilizar su fruto, si las plantas se adaptaban bien, como alimento fácil de cultivar para los esclavos. El viaje desde Inglaterra implicaba doblar el Cabo de Hornos bordeando Sudamérica, pero aquí empezaron las dificultades, porque el mal tiempo en la zona obligó a alterar la ruta y el Bounty terminó por hacer la travesía pasando por el Cabo de Buena Esperanza, en el extremo sur de África. El barco llegó a Tahití tras casi un año de navegación, con un gran retraso respecto a lo planeado, y en una estación poco propicia para trasplantar los árboles. No quedó más remedio que aguardar cinco meses en Tahití, que si se nos antoja como un lugar excelente para pasar unas vacaciones cuando se tiene un cómodo trabajo de oficina, cuando se acaba de realizar una penosa travesía en un cascarón de nuez debe de parecer el paraíso.

Al iniciarse el regreso, en abril de 1789, las tensiones se agudizaron. Las versiones novelescas suelen hacer hincapié en el mando tiránico del capitán Blight, aunque parece ser que en realidad no era un hombre especialmente cruel en una época en la que la disciplina a bordo se lograba a base de latigazos o con la horca. El caso es que parte de la tripulación se amotinó guiada por el primer oficial Fletcher Christian. El capitán Blight y la mayor parte de los hombres fieles a él fueron abandonados en una chalupa mientras los amotinados se quedaban en el Bounty y regresaban a Tahití.

¿Era Blight un tirano? Puede que sí se propasara en su dureza con sus hombres o puede que no lo hiciera, pero desde luego no hay dudas de que era un marino de primera. En aquella chalupa y tras pasar mil penalidades consiguió llegar al puerto más adecuado de la región: Timor, por entonces bajo soberanía holandesa. Un viaje de más de 3500 millas náuticas (unos 6800 Km) en el que sólo perdió a un hombre.

En cuanto a los amotinados, no podían quedarse en Tahití. La Marina de su Graciosa Majestad se tomaba los motines con muy poco sentido del humor por lo que Fletcher Christian y sus compañeros tenían la certeza de que los buscarían sin descanso y, en caso de que los encontraran, serían ahorcados. En septiembre de 1789 zarparon de Tahití sin saber cuál sería su destino. Eran en total 15 hombres (9 ingleses y 6 tahitianos) y 18 mujeres, todas tahitianas naturalmente. Tras cuatro meses de vagar por el océano llegaron a la isla llamada Pitcairn, pero les costó identificar el lugar porque estaba mal situado en los mapas. Eso les decidió a quedarse allí, en un lugar en el que no podrían encontrarles. Y allí se establecieron, en un precioso paraíso natural, como muestra la foto, tomada de la página de turismo de la isla:

Pitcairn

El sitio lo tenía todo: buen clima, recursos más que suficientes para mantener a su reducida población, estaba apartado del mundo… imposible pedir más desde el punto de vista de unos fugitivos deseosos de encontrar un lugar en el que empezar una nueva vida. Allí se quedaron tras quemar el barco, demasiado reconocible y peligroso. No se volvió a saber de ellos hasta 18 años después. En 1808 un buque norteamericano, el Topaz, arribó a la isla y allí encontró a un único superviviente del motín, llamado John Adams, que vivía en la isla con nueve mujeres y varios niños.

No podemos saber con precisión absoluta qué fue de los demás, pero sí sabemos los hechos a grandes rasgos. Apenas tres años después de llegar a Pitcairn, aquel paraíso se había convertido en un infierno. Los tahitianos eran considerados como poco más que esclavos por sus compañeros ingleses y las tensiones entre los dos grupos derivaron en una matanza que se llevó a toda la población masculina de la isla excepto a cuatro de los tripulantes del Bounty. Se podría pensar que al menos así se lograría la paz, pero ni por esas, ya que uno de ellos había conseguido preparar un licor que consiguió que los cuatro marineros hicieran la vida imposible a las mujeres. Sólo cuando uno de ellos se despeñó en una borrachera y dos de los restantes asesinaron al tercero, se instaló la armonía en Pitcairn. Los dos hombres supervivientes lograron vivir en paz hasta que uno de ellos falleció por causas naturales en 1800.

¿Qué fue lo que falló en aquella isla? No había hambre ni grandes penalidades, no había riquezas que codiciar, no había motivos ni medios para abandonar la isla. Todo llevaba a un futuro en el que los fugitivos se establecerían allí, formando familias y disfrutando de una prolongación de aquellos cinco maravillosos meses que habían pasado en Tahití; y sin embargo estalló una verdadera guerra civil. Y todo porque un reducido grupo de hombres decidió que era superior a otro grupo. Si una sociedad de apenas 33 miembros fue incapaz de convivir en paz, no dejo de preguntarme cómo es que en sociedades compuestas por millones de individuos no se despedazan los unos  a los otros.

Claro que… pensándolo bien… a lo mejor es que sí lo hacen.