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Siempre que se acerca noviembre me encuentro con la misma pregunta. ¿Qué puedo contar sobre la Primera Guerra Mundial en el artículo de aniversario del blog? Este año me propuse no hablar de hechos bélicos ni de batallas, sino de lo que quedó después de la guerra. No me refiero a los cambios en las fronteras y tampoco a la invención o generalización de armas como el submarino, las cargas de profundidad, las granadas de mano, el lanzallamas o el subfusil, sino a algo que perdurase también en la vida civil. ¿Hubo algo que surgiera durante la guerra y que sirviera para mejorar la vida de una persona corriente en tiempos de paz o fue todo destrucción?
Como era de esperar, sí hubo avances significativos con aplicaciones fuera del ambiente bélico. Posiblemente la mayor evolución se produjo en el ámbito de la medicina. No es de extrañar, teniendo en cuenta el gran número de sujetos de experimentación involuntarios que trajo la guerra. A una cantidad de heridos y mutilados nunca vista se sumaban las pésimas condiciones higiénicas del frente, creando la necesidad urgente de mejorar la asistencia hospitalaria. Y precisamente ésta es una mejora clara creada por la necesidad.
Aparecieron así formas de atender al soldado herido incluso en el mismo frente y se mejoraron los sistemas de evacuación con la generalización de criterios de triaje, de tal manera que se hizo posible recibir una primera atención médica casi inmediatamente para, en los casos menos leves, ser posteriormente evacuado a un hospital de campaña en la retaguardia donde recibir los cuidados adecuados. Desde allí los casos más graves eran enviados a un hospital lejos del frente. Estas mejoras en la cadena de tratamiento fueron especialmente relevantes en el frente occidental, puesto que se mantenía estático. En el frente oriental, en permanente movimiento, era mucho más difícil organizar la infraestructura necesaria.
Para que funcionara bien esta cadena de tratamiento, el diagnóstico temprano era esencial y un método que permitiera saber la localización exacta de las esquirlas que habían alcanzado a un soldado herido no tenía precio. El método existía, puesto que los rayos X se habían descubierto en 1895 y casi inmediatamente se habían aplicado en medicina. El problema era tener una máquina de rayos X lo suficientemente cerca del frente. En este sentido fue especialmente destacada la labor de Marie Curie, que contribuyó a diseñar ambulancias equipadas con un aparato de rayos X alimentado por un generador movido por el propio motor del vehículo. No se quedó en el diseño sino que, con ayuda de su hija, organizó cursos para formar a enfermeras en el manejo de los aparatos.
Localizar fragmentos de metralla o ver con precisión una rotura ósea en el cuerpo de un herido era un gran avance, pero una vez hecho el diagnóstico había que intervenir de alguna manera. En el caso de las fracturas, el doctor Robert Jones introdujo en 1916 un invento de su difunto tío, el doctor Hugh Owen Thomas: la férula de tracción que se conocería con el nombre de férula Thomas. Gracias a este sistema de inmovilización, la mortalidad en caso de fractura de fémur se redujo drásticamente, de manera que si en 1914 un soldado que sufriera una fractura en el fémur tenía apenas un 20% de probabilidades de sobrevivir, al final de la guerra la supervivencia era de un 85%.
Donde hay heridas hay sangre y la pérdida excesiva puede ser fatal. Las transfusiones de sangre, tan necesarias en caso de hemorragia, ya eran conocidas al empezar la guerra, aunque aún no se había descrito el factor rH. Se podía probar la compatibilidad de donantes haciendo una prueba con una muestra antes de iniciar la transfusión, pero lo que no se podía hacer era conservar la sangre. Una transfusión, por tanto, se tenía que realizar directamente, de donante a paciente. Para superar este problema, el estudio de métodos de conservación estaba ya en marcha al comenzar la guerra. Naturalmente la necesidad dio un gran impulso a los estudios y, gracias al uso del citrato de sodio como anticoagulante, pudieron crearse los primeros bancos de sangre de la Historia.
Y si una herida es ya de por sí peligrosa, una herida infectada es generalmente letal. O lo era antes de la aparición de los antibióticos, que no llegarían hasta después de la guerra. Podemos imaginar el disgusto del doctor Baer cuando se enfrentó con las extensas heridas de un soldado que había permanecido en el campo de batalla varios días sin atención de ninguna clase. Sin embargo, el soldado no tenía fiebre por lo que, contra todo pronóstico, podría ser que no hubiera infección. Al quitarle la ropa al herido comprobaron que el aspecto era lamentable puesto que las heridas aparecían recubiertas de gusanos, larvas de moscas, que hubo que retirar. Entonces, el disgusto dio paso a la sorpresa: la carne en las heridas tenía buen aspecto, sonrosada y sin signos de necrosis. Y así fue como se pusieron los fundamentos de la terapia larval, una técnica que se ha descrito a menudo en caso de guerra o entre pueblos primitivos y que a partir de ese momento pasó a formar parte de la práctica médica. El motivo es que las larvas no se alimentan de cualquier cosa, únicamente de carne muerta, y además sus secreciones tienen un efecto bactericida, por lo que protegen y limpian las heridas. Por ello comenzó el uso de larvas, debidamente esterilizadas, en la práctica médica. La terapia cayó en desuso tras el descubrimiento de la penicilina, pero resurgió con la aparición de bacterias resistentes y aún se usa en casos en los que no es aconsejable recurrir a antibióticos.
La guerra trajo también la aparición de la cirugía plástica y grandes mejoras en ortopedia. Fueron muchos los mutilados que se beneficiaron de las nuevas prótesis e incontables los casos de soldados cuyas gravísimas heridas y quemaduras los desfiguraban hasta el extremo de que se sentían incapaces de ver a nadie por la inevitable reacción de desagrado que provocaban las secuelas de sus lesiones. Se considera al doctor Harold Gillies como padre de la moderna cirugía plástica, puesto que fue este cirujano maxilofacial quien fundó en 1917 el primer hospital dedicado específicamente a la reconstrucción facial de los heridos durante la guerra y donde se desarrollaron técnicas que son comunes hoy, como el injerto de piel.
Todo lo anterior está muy bien, pero ¿no se desarrolló nada que fuese útil para quien no hubiera sufrido una experiencia traumática, ya fuera una herida de guerra, un accidente, una mutilación…? ¿Algo útil para una persona sana, sin enfermedades, lesiones ni heridas? La respuesta es que sí. Durante la guerra se utilizaron vendas hechas de celulosa que resultaron ser mucho más absorbentes que las de algodón. Pronto las enfermeras que utilizaban este material descubrieron que era muy útil durante la menstruación. Al finalizar la contienda, había gran cantidad de excedentes de tejido celulósico para fabricar vendajes, pero ahora había surgido una nueva aplicación para este material, de manera que pronto apareció en el mercado un producto del que cientos de millones de mujeres se han beneficiado sin sospechar su origen bélico: las compresas desechables.

