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Así, a lo tonto, hace cosa de un mes que no actualizo el blog porque las complicaciones del mundo real me mantienen alejado del virtual. Y no es que me falten temas para escribir: la situación escocesa me hizo pensar en un artículo sobre cómo se llegó a la unión de las coronas de Escocia e Inglaterra; las tensiones entre Occidente y Rusia casi me deciden a hablar de la Guerra Fría y el centenario de la Primera Guerra Mundial podría darme materia hasta noviembre de 2018. Tantos temas sobre los que escribir y tan poco tiempo para hacerlo.

Finalmente, la esperpéntica comparecencia de Pujol, muy envuelto en una dignidad surgida de no se sabe dónde tras confesar que ocultó una fortuna a Hacienda durante años, me sorprendió por la falta de respuestas contundentes. Caramba, ¿tan pobre es la oratoria actual que nadie es capaz de acuñar con fortuna una frase de reprobación? Me vinieron a la mente, sin buscar mucho, tres situaciones en las que sí se pronunciaron y quedaron para la Historia palabras de reproche: una señala el fin de la época de la «caza de brujas» de McCarthy, otra llegó durante la crisis de los misiles, y la tercera… la tercera tiene mucha más solera. En ella, además, aparecen en escena un programa político populista, una conspiración para un golpe de estado, espías infiltrados en la conspiración, movimientos diplomáticos, una astuta celada y en general, todos los ingredientes que se le pueden pedir a una buena película de intriga. Ocurrió el año 63 antes de Cristo y pasó a la historia como la conspiración de Catilina.

El episodio es muy conocido, pero tiene un grave defecto: todo lo que sabemos de Lucio Sergio Catilina nos lo han contado enemigos suyos como Cicerón, por lo que podemos estar seguros de que se han exagerado hasta el límite sus rasgos negativos. Sabemos con seguridad que nuestro hombre era de origen noble y estuvo entre los que apoyaron en su día a Sila, que era una forma magnífica de hacer fortuna para los hombres de pocos escrúpulos, como ya mencioné en su día al hablar de Craso; también sabemos que fue pretor en el 68 a.C. y que a continuación partió como gobernador a África. No hay muchos detalles de su gobierno allí, pero a la vuelta se encontró con una acusación de abuso de poder, que nos da algunas pistas. El estar pendiente de juicio impidió que se presentara a las elecciones consulares del año 65 a.C. y siendo bastante malpensados podríamos preguntarnos si la acusación no fue una táctica de sus adversarios para torpedear su candidatura, aunque la cosa no fue a mayores: Catilina fue absuelto y se pudo presentar a las elecciones de los cónsules del año 63 a.C.

Siendo como era de origen noble, puede parecer sorprendente que el programa político de Catilina estuviera pensado para buscar el apoyo de las clases bajas y que su punto fuerte fuera la abolición de las deudas, pero la política siempre ha tenido este tipo de cosas. Los ánimos estaban enconados, pero Catilina fracasó y fue elegido el gran orador Marco Tulio Cicerón junto con un Cayo Antonio Hybrida que sólo sirvió como figura decorativa. Catilina no se desanimó por ello y empezó a preparar la campaña para las elecciones del año siguiente. Pero, como era hombre precavido, empezó a elaborar un plan B para llegar al poder en caso de un nuevo fracaso en las urnas. En Etruria sus partidarios empezaron a reclutar un ejército, mientras los más exaltados de los conspiradores intentaban sumar a los esclavos a la revuelta.

La elección de los cónsules que debían gobernar en el año 62 a.C. se debieron de celebrar en el verano del 63 y, con el panorama descrito, el ambiente era irrespirable. El cónsul Cicerón, que dirigía el proceso, llevaba una coraza bajo la toga y no salía sin una escolta armada. El plan A de Catilina fracasó de nuevo, porque perdió las elecciones, siendo elegidos Lucio Licinio Murena y Décimo Junio Silano, así que no quedaba más que aplicar el plan B, es decir la revuelta armada, fijada para finales de octubre.

Llegó entonces la hora de los espías. Uno de los conjurados tenía una amante llamada Fulvia, que puso en guardia a Cicerón. No había pruebas de la conjura, y por tanto no podía haber detenciones, pero el cónsul empezó a tomar medidas preventivas que hacían imposible el proyecto. Sin embargo los conspiradores no pudieron avisar a tiempo a Manlio, responsable de la revuelta en Etruria, donde se inició la sublevación. Había que actuar deprisa y en una reunión el 7 de noviembre los conspiradores decidieron asesinar a Cicerón al día siguiente en su propia casa, aprovechando una visita. A continuación Catilina partiría para Etruria, se pondría al frente de los sublevados y marcharía sobre Roma, donde sus partidarios asesinarían a sus principales adversarios políticos. Sin embargo Fulvia volvió a intervenir, por lo que Cicerón dejó de recibir visitas inmediatamente y convocó una sesión extraordinaria del Senado.

En esa sesión se produjo el momento glorioso de esta historia. Cicerón llegó dispuesto a informar de todo lo que sabía cuando vio entre los senadores a los que participaban en la conjura. No sólo no habían huido sino que estaban allí, con el mismo Catilina presente, como si no supieran de qué iba la cosa. Cicerón demostró entonces su don para la oratoria con un discurso que ha pasado a la Historia (y a las pesadillas de todo estudiante de Latín) y que comienza con la célebre frase Quousque tandem abutere, Catilina, patientia nostra? (¿Hasta cuándo, Catilina, abusarás de nuestra paciencia?) En el discurso Cicerón se asombraba de que, mientras él informaba al Senado de la conjura, Catilina aún estuviera vivo y, más aún, acudiera a la sesión para señalar con su mirada a aquéllos que habrían de caer bajo los puñales de los asesinos. Catilina no fue capaz de justificarse ante la oleada de indignación que Cicerón había logrado levantar y cometió un error: abandonó Roma y huyó a Etruria para ponerse al frente de los sublevados.

Ésa fue la jugada maestra de Cicerón. Su discurso pudo ser emotivo, pero seguía sin tener pruebas. Al huir, Catilina dejaba de controlar los acontecimientos en Roma, donde se preparaba una astuta celada en su contra. Léntulo, uno de los conspiradores, se dirigió a unos embajadores galos de la tribu de los alóbroges para intentar que se sumaran a la rebelión. Los galos buscaron consejo en su patrono romano, que informó a Cicerón. El consejo que recibieron los galos fue el de que pidieran las promesas por escrito y les permitieran entrevistarse con el mismo Catilina. Léntulo picó y redactó el documento que pedían. Para colmo, uno de los conjurados salió con ellos de viaje a Etruria con una carta dirigida a Catilina. No llegaron ni a abandonar la ciudad antes de ser arrestados y Cicerón tuvo por fin las pruebas que buscaba.

El desenlace estaba servido: el Senado juzgó a los conspiradores, ilegalmente por cierto, porque no era un órgano judicial, y decretó su muerte. Esta decisión era tan ilegal como el propio juicio, como dijo Julio César en su discurso para la ocasión, puesto que no se podía ejecutar a ciudadanos romanos sin contar con la Asamblea, pero Cicerón estaba en su momento de gloria y la mayoría de senadores votó las condenas siguiendo su opinión.

Sólo faltaba sofocar la rebelión en Etruria. El mismo Catilina debilitó el movimiento al rechazar incorporar a los esclavos, puesto que una cosa era sublevarse en nombre de los ciudadanos romanos y otra ayudar a esclavos fugitivos. Cuando llegaron las noticias de la debacle de la conspiración en Roma buena parte de su ejército desertó y Catilina sólo pudo intentar abrirse camino hacia la Galia, pero fue derrotado cerca de Pistoia y murió en combate.

Este fue el gran triunfo de la retórica de Cicerón, que consiguió con su discurso que Catilina perdiera la sangre fría y abandonara Roma para dirigirse al desastre. Desde entonces parece que se ha aprendido mucho y ahora, cuando se expone en un parlamento una conducta reprochable, el aludido finge sorprenderse si es que no reacciona airado recriminando la conducta de sus adversarios. Será porque ya no tiene que enfrentarse al riesgo de morir estrangulado en una mazmorra, que fue el destino de los conjurados capturados en Roma, o porque en el fondo todos, acusados y acusadores, son actores en una misma comedia. Como dijo el mismo Cicerón en aquel célebre discurso del que hemos hablado O tempora, o mores.