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Agamenón, Arqueología, Grecia, Herodoto, Homero, Ilíada, Jenofonte, Micenas, Odisea, Schliemann, Steve Jobs, Tirinto, Troya
Hoy vamos a relajarnos un poco hablando de una historia que casi parece un cuento, el cuento de alguien que lo dejó todo por un sueño. Una de esas historias que tan bien quedan en la literatura y tan mal suelen terminar en la vida real. De alguien que se atrevió a ser él mismo. ¿Cuántas veces hemos oído la frase «sé tú mismo» o «sigue tu propio criterio»? Yo la he oído cientos de veces, miles. Creo que si hiciéramos una encuesta el 100% de los consultados la habría escuchado, incluso el 105%, si tal cosa fuera posible. Recordemos por ejemplo la cantidad de veces que se citó hace un año, con motivo de su fallecimiento, el célebre discurso de Steve Jobs en la Universidad de Stanford. Si alguien se lo perdió entonces lo puede ver en este enlace (vídeo en inglés subtitulado en español). En este caso el célebre mantra se resumía en una frase que se citó hasta la saciedad: «Stay hungry, stay foolish», literalmente «seguid hambrientos, seguid alocados» y menos literalmente «no abandonéis vuestras ambiciones aunque parezcan una locura».
Todo esto está muy bien, pero… ¿cuánta gente hay que tenga una ambición y la persiga hasta el mismísimo final, siguiendo su propio criterio contra viento y marea? Muy poquitos. Todos nos dejamos influir de una forma u otra por la opinión ajena, sobre todo si es razonable. Si alguien no lo hace y se enfrenta directamente a la opinión de los grandes expertos en una materia, el consejo de ser uno mismo parece el mejor camino hacia el fracaso. Claro que si se cuenta con la protección de todos los dioses del Olimpo la cosa es distinta. Y si ha habido alguien que haya seguido su propio criterio y haya sido mimado por los dioses ése fue Heinrich Schliemann.
Schliemann debió de ser un niño un tanto raro. Su padre, un pastor protestante, disponía de pocos medios económicos, pero debía de ser un hombre bastante culto, puesto que le hablaba a su hijo de los héroes homéricos como otros le habrían contado el cuento de los tres cerditos. El niño Heinrich creció fascinado por aquellas historias, pero la vida parecía llevarle por derroteros muy alejados de su afición: a los 14 años empezó a trabajar como dependiente y a los 19, en 1841, se embarcó con destino a Venezuela con tan mala suerte que su barco naufragó y él tuvo que instalarse en Ámsterdam trabajando como escribiente.
El joven Schliemann, trabajador y estudioso, se dedicó además a estudiar idiomas de tal manera que pronto hablaba ocho. Cuando su empresa lo envió a San Petersburgo como agente, sus negocios prosperaron tanto que hizo fortuna, emigró a Estados Unidos, hizo más fortuna todavía y siguió aprendiendo idiomas hasta tal punto que su diario es la desesperación de quienes aspiran a leerlo, porque además de políglota era un viajero infatigable y escribía en el idioma del país en el que se encontraba en ese momento. Pero estuviera donde estuviera no olvidaba su sueño juvenil de explorar Grecia siguiendo los pasos de sus antiguos héroes, aunque de momento mantenía su obsesión a raya y para estar seguro de tenerla bajo control había un idioma que no hablaba ni se atrevía a estudiar: el griego.
Finalmente en 1856 decidió que ya era lo bastante rico como para permitirse algún capricho y fue entonces cuando aprendió al fin griego clásico y moderno, pero aún habían de pasar más de diez años hasta que pisara Grecia por primera vez. Fue en 1868, tenía 46 años, más dinero del que jamás había soñado y había decidido dejar los negocios para buscar la legendaria Troya. Para ir abriendo boca se dirigió a Ítaca, el reino de Odiseo, el de muchos ardides. Fue un viaje por el espacio, pero también por el tiempo porque Schliemann no estaba realmente en la Grecia contemporánea sino en la del pasado. Una noche, en la plaza de un pueblo de Ítaca comenzó a recitar a los lugareños que rodeaban a aquel millonario excéntrico el canto XXIII de la Odisea, el del reencuentro de Penélope y Ulises. Vencido por la emoción del momento, no pudo contener las lágrimas y con él, conmovidos, lloraron todos los presentes.
Nada podía frenar ya a Schliemann en su decisión de encontrar Troya. Su obsesión tenía algo de locura, o eso pensó su mujer, que no quiso saber nada de aquel asunto. Él respondió con el divorcio y pronto se casó con una jovencísima muchacha, griega naturalmente, llamada Sofía y con la que más adelante tendría dos hijos a los que llamó Andrómaca y Agamenón. Y así fue como comenzó a seguir su propio criterio. El grave problema era que nadie más lo compartía, porque en aquel entonces nadie en absoluto creía en la existencia de una Troya histórica. Para los expertos, aquella ciudad era un mito surgido de un poema y nada más, pero Schliemann no atendía a razones: en la Grecia clásica sí creían en la existencia de Troya y si Herodoto o Jenofonte mencionaban la ciudad como una presencia real del pasado y admitían la autoridad de Homero no había por qué pensar que pudieran estar equivocados.
La búsqueda comenzó en un lugar llamado Bunarbasi. Los pocos que aceptaban que quizás alguna vez hubiese podido existir Troya pensaban que debía de haber estado allí, pero Schliemann pronto estuvo en desacuerdo: el emplazamiento estaba a tres horas de la costa, ¿cómo habrían podido los héroes de Homero combatir en un solo día junto a las naves y a los pies de la ciudad? ¿Cómo podían Aquiles y Héctor haber corrido tres veces alrededor de la ciudad en su combate singular por aquellas empinadas cuestas? ¿Dónde estaban las dos fuentes que menciona Homero, una de agua caliente como el humo del fuego y otra fría como el granizo incluso en verano? Allí había no dos, sino treinta y cuatro fuentes y todas, como comprobó pacientemente, a una temperatura de diecisiete grados centígrados y medio. Y para colmo no había restos arqueológicos. No, allí no podía estar Troya.
Schliemann decidió entonces viajar hacia el norte, hasta un sitio que le pareció adecuado: una colina con una cima de 233 metros de lado en lo que parecía un buen emplazamiento, a poca distancia de la costa y donde además se veía el monte Ida, desde el que el Zeus homérico divisaba la batalla. Parecía un buen sitio si no fuera porque las susodichas fuentes no estaban por ningún lado, pero esto no le arredró porque decidió que en un suelo volcánico podían haber desaparecido. Así que se puso a excavar.
¿Quién apostaría por alguien que se basa en un poema épico cuajado de mitología para encontrar una ciudad que los grandes expertos consideran un mito sin fundamento? Pocos, naturalmente. Pues bien, allí no había una ciudad… ¡había nueve! Se habían ido edificando una encima de la otra a lo largo de los siglos. Una de ellas tenía restos de incendios, destrucción y grandes murallas así que Schliemann decidió que aquélla era la Troya homérica. En realidad se equivocaba por poco, puesto que hoy se cree que la Troya del poema era Troya VII y no Troya II (el número indica el orden de los niveles), pero eso poco importa. Schliemann había triunfado contra todo pronóstico. Y para remate, en 1873, a punto de terminar la excavación encontró lo que llamó «el tesoro de Príamo». Al ver lo que había, por si acaso, decidió despedir a los obreros con la excusa de que era su cumpleaños y les daba el día libre para celebrarlo; luego desenterró personalmente un conjunto de joyas. Debió de ser para él un momento glorioso, aunque no tanto como cuando adornó con ellas a su jovencísima esposa y la contempló como si fuera la nueva Helena. Podemos saber lo que vio, porque se conserva una fotografía de aquella veinteañera con joyas de más de tres mil años de antigüedad.
Schliemann había seguido su propio criterio y había triunfado. ¿Casualidad? Puede… sólo que en 1876 Schliemann se fue a excavar a una de las ciudades enemigas de Troya, Micenas. Esta vez no había que encontrar el emplazamiento, pero todos los arqueólogos buscaban tumbas en el exterior de los restos de la fortaleza y Schliemann defendía que estaban todos equivocados y debían estar en el interior. Acertó. Encontró tumbas con restos de una riqueza extraordinaria. Con su habitual entusiasmo dio por sentado que estaba en la tumba de Agamenón (otra vez se equivocaba, la tumba es posterior en unos 400 años al mítico rey, pero eso para Schliemann era secundario) y por eso la máscara funeraria de oro que es la joya entre las joyas de aquel hallazgo se conoce como «la máscara de Agamenón».
Como no hay dos sin tres Schliemann excavó Tirinto en 1884. Allí no había nada de interés, según los arqueólogos, pero una vez más se apartaban de los autores antiguos, que insistían en que la patria de Heracles se distinguía por sus ciclópeas murallas. Naturalmente Schliemann las encontró, y de paso un interesantísimo estilo cerámico que anunciaba por primera vez la importancia de la cultura cretomicénica.
Resulta casi increíble que un aficionado, basándose en escritos de 2.000 a 2.500 años de antigüedad, pudiese imponer su criterio contra los grandes expertos en la materia. Quizás sea cierto que Dios siente debilidad por los locos, puesto que sólo un loco se habría lanzado a aquella aventura. O quizás recibió el apoyo de los viejos dioses que, aburridos en el Olimpo y con sus templos en ruinas, no podían sino sentir simpatía hacia aquel hombre extravagante que hacía revivir con pasión los buenos viejos tiempos en los que ellos eran temidos y respetados. Con apoyo divino o sin él, es el mejor ejemplo que conozco de alguien que se mantuvo «hungry y foolish» hasta el final. Y la mejor demostración de que para dominar de verdad una materia es necesario ante todo entusiasmo y estudio en profundidad… y quizás unas libaciones en honor a los dioses.
Hola casi tocayo, de nuevo me dejas alucinado con tu prosa y con la elección de tus temas, de verdad que disfruto leyendo todo lo que escribes. Creo que te lo he dicho ya pero te lo repito, leerte es una delicia. Enhorabuena una vez más y espero tu próxima entrada.