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Todos los años, el 6 de agosto, se nos recuerda que en tal día se arrojó una bomba atómica sobre Hiroshima y a menudo se añade que aquello dio comienzo a la era nuclear. En realidad la era nuclear había comenzado algo antes, ya que la primera explosión no tuvo lugar en Hiroshima, sino en Álamo Gordo el 16 de julio de 1945 durante la prueba Trinity, que puso el broche al proyecto Manhattan de desarrollo de una bomba de fisión nuclear. A veces alguien pretende profundizar y le atribuye a Einstein la paternidad de las armas atómicas. ¡A Einstein, que no participó en ninguna de las fases del proyecto Manhattan y al que no le interesaba en absoluto aquella rama de la física! Y pese a todo fue el nombre de Einstein el que puso en marcha el proyecto Manhattan, pero sólo su nombre. Quien realmente inició los acontecimientos fue Leo Szilard. Pero es mejor que vayamos por partes.

En diciembre de 1938, Enrico Fermi recibió el premio Nobel de Física porque había demostrado que al bombardear uranio con los recién descubiertos neutrones surgían nuevos elementos, más pesados que el uranio. O eso pensaban los miembros de la Real Academia de las Ciencias de Suecia porque simultáneamente, en Berlín, el químico Otto Hahn intentaba verificar los resultados de Fermi bombardeando uranio con neutrones y siempre obtenía algo más ligero que el uranio. Parecía tratarse de bario, pero ninguna teoría predecía tal cosa. Hahn se devanaba los sesos sin encontrar respuesta. Como había hecho tantas veces durante más de 30 años, consultó con Lise Meitner, pero por primera vez tuvo que hacerlo por carta.

Lise Meitner, la segunda mujer en lograr un doctorado por la Universidad de Viena, había conocido a Hahn en 1907 en Berlín, adonde ella se había desplazado porque quería estudiar física con Max Planck. Parecía un objetivo imposible, ya que Planck tenía un punto de vista conservador y no admitía mujeres en sus clases; sin embargo ella demostró tanto talento que Planck decidió hacer una excepción. En Berlín, Meitner inició una larga colaboración profesional con Otto Hahn, que necesitaba un ayudante en sus experimentos sobre radiactividad. Trabajaron juntos incluso durante el nazismo, pese a los orígenes judíos de Meitner a quien no alcanzaban de lleno las disposiciones antisemitas del gobierno alemán gracias a su nacionalidad austriaca. En 1938, sin embargo, Alemania se anexionó Austria y Lise Meitner pasó a ser ciudadana del Reich. Inmediatamente, emprendió la huida y se estableció en Estocolmo, pero no por ello perdió el contacto con Hahn.

Meitner estudió detenidamente el problema que le planteaba Otto Hahn en su carta. Contó para ello con la ayuda de su sobrino Otto Frisch, que también había huido de Alemania. Tenía que existir una explicación a la presencia de bario y tras mucho cavilar aventuró una hipótesis ¿Y si el núcleo de uranio, en lugar de incorporar los neutrones sin más, se deformase hasta tal punto que llegara a dividirse en dos? El uranio tiene 92 protones así que si aparece bario, que tiene 56, podría aparecer por otro lado kriptón, que posee 36 protones. Si esta explicación era correcta, en el proceso tendría que liberarse energía. Estimar cuánta no es complicado, pero el resultado de los cálculos era sobrecogedor porque revelaba una cantidad inmensa.

Pocos días después, Otto Frisch viajaba a Copenhague para presentar la hipótesis a Niels Bohr, el gran físico danés que había ideado el primer modelo atómico que realmente funcionaba. Bohr captó inmediatamente las implicaciones del descubrimiento: el proceso que descubierto por Otto Hahn en la Alemania nazi podría servir para construir una bomba de una potencia nunca vista. En aquel momento, Bohr estaba a punto de partir para una estancia de cuatro meses en Estados Unidos en la que contaba con proseguir sus eternas discusiones con Einstein sobre física cuántica, pero la visita de Frisch cambió sus prioridades y, dado que Einstein no sentía interés por estudiar la fisión nuclear, Bohr dedicó sus cuatro meses en Princeton a abordar la fisión con su antiguo alumno John Wheeler. A Bohr y Wheeler se unieron dos científicos húngaros de origen judío asentados en Estados Unidos: Eugene Wigner y Leo Szilard. Este último había obtenido la nacionalidad alemana en 1930, pero había abandonado Europa tan pronto como los nazis llegaron al poder.

Durante esos pocos meses, Bohr y su pequeño equipo descubrieron que en realidad era un isótopo del uranio el responsable de la aparición del bario. El uranio está formado en su mayor parte por el isótopo uranio 238, que es bastante estable. Es el uranio 235 el que, al ser alcanzado por un neutrón, se divide en bario y kriptón según se ve en la imagen, descargada de Wikipedia.

By MikeRun – Own work, CC BY-SA 4.0

En el diagrama vemos cómo el uranio 235, al ser alcanzado por un neutrón, se transforma momentáneamente en uranio 236 para inmediatamente dividirse en bario y kriptón, liberando además tres neutrones que podrían alcanzar a otros átomos de uranio, provocando una reacción en cadena. Pero para producir esa reacción no basta con tener uranio, ya que el isótopo 235 es apenas el 0,7% del uranio total. Leo Szilard apuntó una forma de resolver esta objeción: bastaría con refinar el uranio para separar el U-235 y así construir una bomba, pero esta idea no convencía a Bohr: aunque fuese posible en teoría, en la práctica requeriría convertir a todo Estados Unidos en una gran fábrica.

Szilard, no obstante, estaba angustiado. Nadie excepto él, Bohr y un puñado de personas más eran conscientes de las implicaciones de la fisión nuclear. ¡Y entre esas pocas personas, las que seguramente mejor conocían cómo aprovechar el nuevo descubrimiento para crear una bomba atómica trabajaban en la Alemania nazi! No había forma de impedir que Alemania trabajase en construir esa bomba, pero quizás se podría conseguir que llegaran tarde a fabricarla.

Ese verano, Szilard visita a Albert Einstein en su casa de vacaciones para pedirle un favor: para construir una bomba atómica, explica Szilard, hace falta uranio y las principales reservas están en el Congo Belga. Sería conveniente advertir al gobierno belga para evitar que los alemanes puedan acceder al mineral. Szilard podría intentar ponerse en contacto con el embajador belga, pero éste difícilmente prestará atención a la carta de un físico al que seguramente nunca ha oído nombrar, mientras que Einstein es conocido en todo el mundo. Einstein comprende, y accede a firmar la carta, pero Szilard no se detiene ahí. En una segunda visita convence a Einstein de la necesidad de dirigirse al presidente de Estados Unidos. En la nueva misiva, que vuelve a firmar Einstein, se informa a Roosevelt de la posibilidad de construir una bomba de inmensa potencia a partir del uranio y también de que Alemania ha suspendido las exportaciones de uranio tras hacerse con el control de los yacimientos existentes en suelo checoslovaco. La carta pide que el gobierno americano apoye las investigaciones relativas a la fisión de uranio realizadas en suelo norteamericano. Szilard se sale con la suya: Roosevelt, al leer la carta, da instrucciones para poner las bases del futuro proyecto Manhattan.

Ese mismo verano de 1939, el último verano de paz, el alemán Werner Heisenberg, uno de los grandes cerebros de la física, también visita Estados Unidos y se ve con los principales físicos asentados en el país, a la mayoría de los cuales, si no a todos, ya conoce. Uno de ellos es Enrico Fermi, que no volvió a Italia tras recibir el premio Nobel unos meses antes. Fermi no es judío, pero su esposa sí, y por esto había abandonado su país como consecuencia de las leyes antisemitas promulgadas en Italia en 1938 por influencia alemana. Fermi pregunta a Heisenberg por qué no aprovecha el viaje para quedarse en Estados Unidos. La respuesta, “Alemania me necesita”, genera inquietud entre los presentes.

El proyecto Manhattan, una vez puesto en marcha, supuso la mayor concentración de talento que se haya dado jamás, con los mejores cerebros de la física del momento trabajando contrarreloj ante el temor de que sus colegas alemanes llevaran la delantera. Hubo dos notables excepciones: Albert Einstein, que nunca tuvo interés en la fisión, y Lise Meitner, que no quiso trabajar en la construcción de una bomba. El resto de los físicos punteros de la época sí estuvieron en el proyecto: Enrico Fermi, por ejemplo, logró en diciembre de 1942 construir por primera vez un reactor nuclear, que serviría para producir plutonio. También Leo Szilard, Wheeler y Wigner estuvieron involucrados en el proyecto. Incluso Niels Bohr llegó a participar, tras verse forzado a huir de Dinamarca en una rocambolesca fuga, debido a sus antecedentes judíos.

A finales de 1941 Bohr había visto a Heisenberg, con quien le unía una larga amistad, pero por primera vez la conversación entre ambos estaba lastrada por la desconfianza. Bohr no sabía cómo interpretar el diálogo entre ambos. ¿Había intentado Heisenberg consultarle para resolver los problemas ligados a la construcción de una bomba? ¿Intentaba advertirle de que Alemania la estaba construyendo o intentaba decirle que Alemania no tenía opciones de concluir el proyecto? Bohr estaba confuso. Cuando conoció el proyecto Manhattan pudo comprobar que una predicción suya se había cumplido: Estados Unidos se había convertido en una inmensa fábrica que no sólo refinaba uranio sino que también producía plutonio.

Resulta irónico que Alemania, el lugar en que se había iniciado la cadena de acontecimientos con el descubrimiento de la fusión nuclear, nunca llegase a estar cerca de la construcción de la bomba atómica. La fuga de cerebros provocada por las políticas nazis y el caos organizativo en los proyectos fueron de tal magnitud que ni siquiera se puede hablar con propiedad de un programa nuclear alemán. Cuando Einstein tuvo conocimiento de lo alejada que había estado siempre Alemania de conseguir la bomba atómica calificó la carta enviada a Roosevelt como de gran error.

No fueron los únicos en pensar que los descubrimientos de la física se estaban empleando de forma equivocada. El caso más llamativo es el de Leo Szilard que, pese a ser la mano que había impulsado todo el proceso, tampoco quiso nunca que se usara la bomba en la práctica y abogó por limitarse a hacer una demostración que debería llevar por sí misma a la rendición del enemigo. Tras la guerra, Szilard decidió abandonar la física para dedicarse a la ciencia de la vida por excelencia: la biología.